Esclavitud: una realidad que aún perdura en los campos de caña de Santo Domingo

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Hace más de veinte años, durante una visita a Madrid de la beata Teresa de Calcuta, no se despegaba de su diminuta y encorvada figura un joven sacerdote español de origen hispano-británico que le hacía de traductor. Veinte años después, aquel sacerdote que fue la sombra de la madre Teresa se juega la vida por los que se la dejó ella: "los más pobres de entre los pobres".

«A pesar de las amenazas, ellos no saben que la Iglesia no tiene reversa, y que este cura tampoco tiene reversa. Nuestro sitio está con los más pobres«. Son palabras del sacerdote español Christopher Hartley Sartorius, denunciando la esclavitud a la que la familia Viccini tiene sometida a la población que malvive en los campos de caña de azúcar de la República Dominicana. La personalidad del padre es luchadora, entregada a Cristo y al Evangelio, un alma que vive su amor a Dios y a los pobres con radicalidad y hasta sus últimas consecuencias. Es un hombre que se deja cada día su vida por aquellos que no tienen voz y por aquellos que no tienen la oportunidad de conocer a Cristo. En definitiva, un hombre entregado a su vocación en cuerpo y alma. Así es el padre Christopher.


Cambio de planes


Este sacerdote ya vivió en Nueva York entre 1984 y 1997, traído por la madre Teresa de Calcuta, para trabajar en el Bronx con los más pobres y necesitados. Para este hombre inteligente y carismático, el obispo tenía planes diferentes a los que el fondo de su corazón y conciencia pedían. Planes más relacionados con una carrera próspera dentro de la Iglesia, pero él sentía que su corazón se iba alejando de aquella idea inicial que le acompañó desde el principio de su sacerdocio: «llegar al corazón de los pobres, el reencuentro con Cristo y los pobres«.


No supo ni pudo engañar a su corazón y se lanzó a seguir ese camino arduo que Cristo tenía preparado para él. Un camino que comienza en la República Dominicana, donde encontró la pobreza física unida a una enorme pobreza de corazón, quizá para él la más dolorosa: «Viví con la gente de aquí, quise recorrer sus campos, conocerlos, tratarlos, y me di cuenta de que yo era uno de ellos, ya que ellos me hicieron ver la radiografía de mi propia pobreza y miseria interior«. Quiso por ello darles a esas pobres gentes el amor de Jesús, el anuncio de la salvación y los conductos de la Gracia de los sacramentos, donde antes nadie los había recibido. Empezó también a cubrir las necesidades estructurales, en cuanto a falta de capillas, comedores y dispensarios.


Creó, pues, cuatro centros nutricionales donde comen todos los días 400 niños, un colegio diocesano, una red de salud por todos los bateyes encabezada por un hospital materno-infantil llamado Sagrado Corazón de Jesús, donde se cursan estudios de enfermería, dispensarios médicos, costura, panadería, computadora y asilo de ancianos. Una labor intensa e imparable en la que el padre trata de abarcar la totalidad de lo que compone la persona humana, la parte espiritual y la parte física, pues es a toda la persona a la que Cristo redime, a su cuerpo y a su alma.


Pero la realidad de los campos de caña es dura y no ayuda a paliar la pobreza y la miseria, más bien la incrementa. La parroquia del padre alcanza unos setecientos kilómetros cuadrados de campos de caña que ni sus propios dueños, la familia Viccini, conocen. Aquí se mal ganan la vida cortando caña niños de todas las edades traídos de Haití como esclavos. Cruzan la frontera engañados, creyendo que vienen en busca de un trabajo y una vida mejor. Pero lo cierto es que terminan trabajando y viviendo como animales.


Cobrando los mayores un euro por cortar una tonelada de caña que, en ocasiones, les lleva dos o tres días. Las madres se prostituyen para alimentar a sus hijos y las condiciones de vida son infrahumanas. Sufren maltrato físico, confisco de bietaces que vigilan a estos haitianos para que cumplan con su ‘deber’ y, en caso contrario, los matan. Recientemente fue encontrado en estos campos un cementerio clandestino donde gente inocente que había sido asesinada impunemente fue enterrada. Esto es una negación de los derechos fundamentales de la persona, con el propósito de que subsista la industria azucarera dominicana, da igual a costa de quién y de cómo.


El padre Christopher entona el ‘mea culpa’. Desgraciadamente esto existe porque todos lo hemos permitido, el Gobierno, la Iglesia, los habitantes de ese país y, por supuesto, los dueños de esas tierras. Estados Unidos compra casi la totalidad de este azúcar, algo, tanto para el Gobierno como para los Viccini, amos y señores de estas tierras, muy conveniente.


La Iglesia, según el padre Christopher, no ha levantado su voz lo suficiente para denunciar estos males: «La Iglesia ha de hacer suya la causa de Jesús, que sufre por todo ello, y hacer suya la causa de esta injusticia social. Con su silencio habrá de dar cuenta a Dios por haber permitido esta injusticia sin haber levantado su voz y no haber luchado contra esta familia, que está por encima de todo«.


La caña ha aplastado la vida de los pobres, por culpa de la codicia de unos, y por ello el padre siente el deber de dar a conocer al mundo, a través de los medios, que desgraciadamente sigue existiendo el abuso y la explotación de los más necesitados. Quiere ser la voz de los sin voz, y es consciente de su doble labor: aquella que se le atribuye a su dimensión profética, para aclamar su injusticia: «El profeta denuncia aquello que es injusto, y mi obligación es gritar por ellos y defenderlos ante las garras de aquellos lobos que los devoran sin piedad».


Ante el caos de este pueblo que vive olvidado por muchos en una esquina del mundo, hay al menos hombres buenos como el padre Christopher, que da la vida por ellos por defenderlos ante la injusticia del mal y desea revelarles el rostro misericordioso de Dios. Quiere sufrir, padecer y caminar con ellos para así hacer presente a la Iglesia y el amor que Dios les tiene. A pesar de sufrir amenazas de muerte por parte del Gobierno y de los dueños de los campos de caña, el padre pide a Dios el don de la valentía y la audacia para seguir luchando por su gente.


Cuando está con ellos, se sienten protegidos, acompañados, y saben a quién acudir cuando el miedo los invade o los problemas los acechan. Saben a quien pedir, saben que no están solos. Ojalá pueda ser la voz poderosa que se levante, que exponga para que puedan tener respuesta.


Como dijo Juan Pablo II el día en que fue elegido Papa: «No tengan miedo, abran las puertas a Cristo».