Las mujeres de Catuche (barrio de Caracas, Venezuela) lograron con el diálogo pacificar a las bandas de dos sectores que mantenían una guerra que enlutaba a la comunidad. Es uno de los máximos ejemplos de las iniciativas que surgen en la sociedad venezolana como anticuerpos frente a su máximo mal: la muerte
La paz llegó a Catuche cuando las
madres del barrio decidieron sepultar sus miedos en lugar de seguir enterrando a
sus hijos. Lograron lo que parecía imposible: restablecer la convivencia entre
dos sectores vecinos, La Quinta y Portillo, que habían sido arrastrados por una
guerra entre bandas de jóvenes, que ni siquiera recordaban por qué comenzaron a
vivir con la meta de exterminarse entre sí, sin importar quiénes caían
alrededor. Son muchos los rostros de esas mujeres, pero su testimonio tiene la
fuerza de una sola voz: "Era muy triste y muy duro ver cómo se mataban esos
chamos que vimos nacer y crecer". Se aferraron al único recurso que tenían, lo
usaron como escudo y se amparan en él cuando sienten flaquezas: el diálogo.
"Hablar. Eso fue lo que decidimos hacer".
Es miércoles en la noche y las
mujeres de La Quinta están con sus vecinas alrededor de la cancha de Portillo,
donde niñas de los dos sectores practican voleibol. Las madres contrapuntean
chistes e intercambian risas sonoras. "¡Qué felicidad!", exclama Olga Padrón,
quien sabe que cada minuto transcurrido es una victoria. Han pasado dos años y
ocho meses desde el momento en que las mujeres de la comunidad tomaron la batuta
y se acercaron a las bandas enfrentadas para ofrecerles una oportunidad:
construir juntos un acuerdo de convivencia y un pliego de normas para resolver
los conflictos sin disparar más tiros. Jaqueline Tovar no olvida la escala del
logro: "Vamos a cumplir en septiembre tres años sin muertos y queremos celebrar
con una torta bien grande".
Padrón es vecina de Portillo y
Tovar de La Quinta. Los dos sectores, donde viven 110 familias, apenas están
separados por una calle de tierra, de no más de 200 metros, llamada La Ribereña,
porque a un lado corre la quebrada Catuche. En la mitad del camino había una
frontera invisible, que lo dividía todo en el pasado. Hoy a ambos lados de ese
límite existen comisiones de diálogo, una en cada sector, constituidas por
mujeres. Padrón y Tovar integran las de sus respectivas comunidades. La
experiencia del contacto directo con los jóvenes que antes se mantenían
enfrentados dio resultados sorprendentes e inmediatos. "Estaban dispuestos a oír
y a ayudar. Se sentían cansados de la violencia", expresa una y la otra agrega:
"Querían vivir sin estar asustados. Estudiar, ir a fiestas, hacer deportes".
La lección de las madres de Catuche
destaca como un haz de luz en medio del desaliento y como un ejemplo de las
iniciativas de la sociedad que surgen como anticuerpos ante el virus de la
violencia. En la última década, los homicidios fueron la causa de más de
115.000 muertes en Venezuela, 25.000 en Caracas. Las tasas del país y de su
capital figuran entre las más elevadas del mundo y en buena medida son abultadas
por las guerras entre bandas. El mensaje surgido desde ese barrio caraqueño, en
un contexto semejante, ha llegado al más alto nivel: un equipo
multidisciplinario de la UCV y la UCAB recibió el apoyo del Consejo de
Prevención del Delito y Seguridad Ciudadana del Ministerio de Relaciones
Interiores y Justicia para estudiar la experiencia e identificar las claves
susceptibles de ser replicadas en otras comunidades. Las mujeres de Portillo y
La Quinta se asustan por la mera posibilidad de salir de sus sectores a enseñar
lo aprendido: "Nos da un poquito de miedo".
Los investigadores que analizan
la experiencia han pasado horas enteras en entrevistas con las madres. Ya
anticipan conclusiones: "Su sabiduría radica en que han podido rescatar la
humanidad de los muchachos a través del uso de la voz de la madre, que es una
herramienta cultural muy importante", indica Verónica Zubillaga, quien forma
parte del equipo junto con la abogada Gilda Núñez y los psicólogos Manuel
Llorens y John Souto.
"Trabajar con los jóvenes bajo
ese enfoque no entra en la estructura de las políticas tradicionales que tienden
a ser represivas", afirma Núñez.
Parten del
principio de que no puede considerarse la iniciativa como una caja de la que
saldrán recetas mágicas ni salidas que dejen solo en las espaldas de las
mujeres venezolanas un asunto en el cual el Estado tiene obligaciones que
cumplir.
Respuesta final. No podía
ser de otro modo: la reacción que sacudió a la comunidad provino de una madre a
la que le mataron a su hijo de 17 años de edad en Portillo. El asesinato,
ocurrido en agosto de 2007, hacía presagiar el recrudecimiento de una ola de
homicidios que ya había hecho insoportable la situación del barrio. Los jóvenes
se mataban, según los testimonios de las mujeres, porque habían asumido como
propios viejos rencores y venganzas que comenzaron mucho tiempo antes, con las
disputas de otros actores que estaban muertos o que no vivían allí. Joidy
Medina, miembro de la comisión de paz de Portillo, recuerda aquel momento: "La
mamá del muchacho asesinado quiso hacer algo para detener lo que pasaba. Era el
segundo hijo que le mataban y no quería perder el que le quedaba".
La mujer acudió a una institución
de Catuche en la que confiaba: Fe y Alegría, red educativa y social de la
Iglesia Católica, que se transformó desde entonces en una plataforma para el
diálogo. "Nos pidió una reunión. Nos dijo que no quería que otras madres pasaran
por lo que ella estaba pasando", dice Doris Barreto, quien acumula casi 3
décadas de servicio en el barrio como parte de la organización. La convocatoria
fue exitosa: acudieron 25 personas. En esa asamblea de emergencia surgió la idea
que cambió el curso de los acontecimientos. "Propuse a la gente de Portillo que
organizara un grupo para hablar con la comunidad de La Quinta y aceptaron",
señala Barreto. La gestión la llevó al otro lado de La Ribereña: "Le pedí a la
gente de La Quinta que también se organizara y estuvieron dispuestos". Uno de
los jóvenes involucrados en la violencia, incluso, brindó cooperación para que
se estructurara la comisión de esa zona.
Los grupos perfilaron un acuerdo
de convivencia que fue aprobado en asambleas por los dos sectores. Su contenido
arroja pistas sobre los códigos que pueden convertir una situación ordinaria en
un enfrentamiento. Los muchachos se comprometieron, por ejemplo, a no provocar
con señas a sus rivales. Tampoco podían hacerlo con yesqueros, linternas o luces
láser, lo que usualmente derivaba en tiroteos. Los vecinos recuperarían la
circulación libre por todas las áreas del barrio, pero los involucrados en el
conflicto serían los únicos que no debían traspasar la frontera.
Estos tenían que canalizar
cualquier disgusto a través de los comités, que servirían como una instancia de
contención. Nadie debía esgrimir de nuevo un arma y quien incumpliera cualquier
disposición del pacto sería denunciado en bloque por las dos comisiones. Las
comunidades, además, se comprometieron a silenciar los chismes. Xiomara Guevara,
de la comisión de La Quinta, no elude las responsabilidades que han tenido las
mujeres del barrio: "Esos chamos crecieron oyéndonos hablar de que alguna vez
tal persona mató a su tío o a su primo. Y así les transmitimos un sentimiento
negativo".
Gran momento. La primera
reunión conjunta se llevó a cabo en la sede Fe y Alegría en La Quinta. Las horas
previas estuvieron cargadas de tensión. "Teníamos mucho miedo por lo que podía
pasar".
Con esa frase Nelly Pichardo,
vecina de ese sector, resume el estado de ánimo colectivo. Pero rápidamente todo
cambió y aquel momento marcó el resto del proceso. "Teníamos las mismas
preocupaciones y queríamos las mismas cosas", completa Joidy Medina. Hubo una
explosión. "Lloramos, nos abrazamos". Todo terminó más tarde a la venezolana: se
salieron del guión, prepararon un buen sancocho y hubo una caimanera entre
jóvenes que estaban al margen de la violencia, pero que hasta la fecha no podían
aproximarse a las áreas vecinas sin correr riesgos. Ahí comprobaron que la
comunicación también podía ser un arma poderosa.
De las comisiones no sólo surgió
el diálogo. La gente se organizó para efectuar operativos conjuntos de limpieza
y jornadas sociales. Hay otro logro que llena de orgullo a las mujeres: la
instalación del alumbrado público. El trabajo que por más de 25 años ha
realizado en la zona el padre jesuita José Virtuoso, director del Centro Gumilla,
se refleja en las nuevas tradiciones que reúnen hoy a los dos sectores en
momentos especiales del año. Una es la instalación del pesebre en Navidad, el
cual se despliega en el punto fronterizo entre Portillo y La Quinta: "Lo
celebramos con una gran parranda", dicen Carolina Martínez y Margarita Guevara.
Ya lo han hecho en tres
oportunidades. La programación de Semana Santa también los acerca. El último
Domingo de Ramos, por ejemplo, Virtuoso presidió una Caminata por la Paz en La
Ribereña. Participaron niños vestidos de blanco.
El
objetivo: irradiar el mensaje de la convivencia a otros lugares vecinos
todavía sumidos en conflicto.
Que la iniciativa por la
convivencia prosperara en Catuche no es una casualidad para Virtuoso. La
comunidad fue un emblema de organización en la década de los noventa para la
ejecución de proyectos de vivienda popular. En Portillo, las familias residen en
edificios que fueron construidos como parte de un programa de sustitución de
casas de alto riesgo. Otras que fueron levantadas del mismo modo se perdieron
cuando creció la quebrada con la vaguada de 1999.
"La
gente no se amilanó y llegó a un acuerdo con el Consejo Nacional de la Vivienda.
Si la comunidad conseguía los terrenos, las autoridades los ayudarían con los
proyectos.
Así se construyeron nuevos
edificios en la Puerta de Caracas", relata el sacerdote. La conclusión es clara:
"Hay tejido social, hay gente que tiene la costumbre de reunirse, de
organizarse, de ejecutar tareas".
Hoy las comisiones se reúnen
quincenalmente por separado y tienen una cumbre una vez al mes. "Si hay una
emergencia nos vemos de inmediato", afirman las madres de Catuche, que ríen
cuando se les compara con las Naciones Unidas. Mantienen abiertos los canales de
comunicación para recibir las inquietudes de los muchachos. No se engañan:
mantener el diálogo ha sido un proceso difícil, con altas y bajas, que ha
constituido una prueba personal de gran exigencia. Profesores del posgrado de
Psicología Clínica Comunitaria de la UCAB las asisten. Los investigadores que
analizan la experiencia no dejan de tomar notas sobre la capacidad que han
tenido las mujeres para enfrentar situaciones de máxima tensión. Por eso Llorens
y Souto coinciden en la importancia de que dispongan del mayor acompañamiento
institucional.
De la galería de recursos a los
que han echado mano, destacan uno: "Debemos ser imparciales". Ha sido un
criterio que las ha mantenido de pie en medio de aguas turbulentas. Las
recompensas que han obtenido les hacen pensar que el esfuerzo ha valido la pena:
"Antes eran tiros de aquí para allá y de allá para acá todos los día. No
podíamos dormir. Si estabas fuera del barrio tenías que llamar para saber si
había tiroteo". A todas les contenta el haber podido recuperar finalmente la
posibilidad de celebrar la llegada del Año Nuevo en la calle. Pero hay otros
cambios importantes: la mayoría de los muchachos se integraron actividades
deportivas o se encuentran distanciados de la violencia. Las comisiones
mantienen el trabajo porque saben que la tranquilidad que lograron debe ser
cuidada como el bien más frágil del mundo, uno que no debería perderse con tan
sólo otro tiro.