Fronteras abiertas y rescates millonarios ¿para quién?

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El pasado 13 de junio nos abofeteó el naufragio del Adriana, un pesquero, o ‘buque chatarra’ como lo llaman en Canarias, una de las mayores tragedias migratorias en el Mediterráneo, con más de 700 personas que pagaron hasta 6.000 euros por ese “pasaje”. Venía desde Libia, un país considerado como un caótico estado fallido que lleva años sumido en una espiral de violencia. Se dirigía a Italia siguiendo la ruta del Mediterráneo central, que figura entre las más peligrosas de todo el mundo.

Hemos sido testigos de la hipocresía de unos poderes públicos y privados, de unos medios de comunicación y también de una sociedad, que tratan de forma distinta y desigual a ricos y pobres: omisión del deber de socorro para el rescate de esta embarcación llena de niños, mujeres y hombres, mientras que se han desplegado todos los medios posibles para un rescate seguramente imposible de los cinco pasajeros del sumergible Titan. Esas personas han fallecido en las profundidades del Atlántico fruto de un capricho sólo permitido para los muy ricos: querer ver los restos del Titanic a más de 3.800 metros de profundidad con un coste de 250.000 dólares por persona.

Ya son al menos 27.000 los migrantes fallecidos o desaparecidos en las aguas del Mediterráneo desde 2014, casi la mitad de las 56.000 víctimas registradas en todo el mundo, según las estadísticas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Estas cifras son “de mínimos”, porque no contemplan los naufragios invisibles, donde no se constatan supervivientes.

La Unión Europea no cumple con su obligación humanitaria en el mar. No hay un sistema en la UE de búsqueda y rescate en el Mediterráneo. Mientras los europeos asistimos a una de las peores tragedias en nuestro mar, Bruselas continúa imponiendo una fortaleza. La envejecida Europa está obsesionada en firmar acuerdos con países de origen y tránsito (África y Oriente Próximo) que eviten que refugiados y migrantes lleguen a las costas europeas. Cada vez riega más millones a un número mayor de regímenes autoritarios para frenar la migración. Una fórmula que empezó con Turquía y que se ha seguido con Libia, con Túnez, con Egipto y también con Líbano.

Además de acelerar los retornos y las expulsiones, centrar el discurso en los traficantes de personas y omitir la creación de vías de llegada seguras, también critican el “efecto llamada” de las ONG de rescate. Las autoridades de la UE han subcontratado la seguridad a las autocracias del norte de África, como Marruecos y Túnez, mediante partidas millonarias mirando hacia otro lado en cuanto al respeto de los derechos humanos.
El mismo pasado mes de junio los ministros de Interior de la Unión Europea han firmado un acuerdo para reformar las normas de asilo comunitario, un pacto que endurece la acogida de los demandantes de asilo, que se centra en medidas para forzar el retorno y profundiza en la externalización de fronteras.

Es un pacto donde se establece que los estados miembros de la UE se podrán negar a acoger en su territorio solicitantes de asilo procedentes de otros países comunitarios si pagan 20.000 euros por persona rechazada. La insolidaridad se compensa con una bolsa de monedas en esta Europa de mercaderes.

La organización para refugiados de la ONU, ACNUR, estima el número de refugiados en el mundo en 110 millones, 19,1 millones más que el año anterior. Pero solamente una pequeña proporción de ellos llega a los países enriquecidos. Dos tercios de ellos se refugian en territorios de sus propios países. Los 42 países más empobrecidos del mundo, con poco más del 1% de la riqueza global, albergan al 20% de todos los refugiados.
La OIM en su estimación más reciente en datos de 2020, señala en el mundo aproximadamente 281 millones de migrantes internacionales, el 3,6% de la población mundial.

La tendencia es un crecimiento de las migraciones internacionales. La causa fundamental de esta tendencia es el imperialismo internacional del dinero que sigue manteniendo unos mecanismos de expolio de los países empobrecidos y un conflicto entre el trabajo y el capital que considera a la persona como mercancía. Este expolio a sus países de origen debe ser reconocido como causa de necesidad de acogida y de asilo también porque sus vidas están en peligro. El hambre es un peligro.
No puede defenderse la justicia social si aceptamos como criterio la exclusión por la nacionalidad o el lugar de nacimiento. Es un imperativo político y moral que cese la pérdida de vidas humanas. La historia nos juzgará.

Editorial de la revista Autogestión