Homilía del Papa Benedicto XVI en la misa de Nochebuena

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 25 diciembre 2005 (ZENIT.org)

«El Señor me ha dicho: Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». Con estas palabras del Salmo segundo, la Iglesia inicia la Santa Misa de la vigilia de Navidad, en la cual celebramos el nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo en el establo de Belén. En otro tiempo, este Salmo pertenecía al ritual de la coronación del rey de Judá. El pueblo de Israel, a causa de su elección, se sentía de modo particular hijo de Dios, adoptado por Dios. Como el rey era la personificación de aquel pueblo, su entronización se vivía como un acto solemne de adopción por parte de Dios, en el cual el rey estaba en cierto modo implicado en el misterio mismo de Dios. En la noche de Belén, estas palabras que de hecho eran más la expresión de una esperanza que de una realidad presente, han adquirido un significado nuevo e inesperado. El Niño en el pesebre es verdaderamente el Hijo de Dios. Dios no es soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregarse y volverse a entregar. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Más aún, en Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo se ha hecho hombre. El Padre le dice: «Tu eres mi hijo». El eterno hoy de Dios ha descendido en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan potente que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso, a fin de que podamos amarlo. Es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, nos sea comunicada y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad: «Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado». Dios se ha hecho uno de nosotros, para que podamos estar con Él, llegar a ser semejantes a Él. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: Él es así. De este modo aprendemos a conocerlo. Y sobre todo niño resplandece algún destello de aquel hoy, de la cercanía de Dios que debemos amar y a la cual hemos de someternos; sobre todo niño, también sobre el que aún no ha nacido.

Escuchemos una segunda palabra de la liturgia de esta Noche santa, tomada en este caso del Libro del profeta Isaías: «Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos» (9,1). La palabra «luz» impregna toda la liturgia de esta Santa Misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo a Tito: «se ha manifestado la gracia» (2,11). La expresión «se ha manifestado» proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa con las palabras «una luz brilló»; la «manifestación» – la «epifanía» – es la irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin resolver. En fin, el Evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y «los envolvió en su luz» (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. «Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna», nos dice san Juan (1 Jn 1,5). La luz es fuente de vida.

Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén ha aparecido la gran luz que el mundo espera. El aquel Niño acostado en el pesebre, Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da como don a sí mismo y que se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y mujeres a lo largo de los siglos, «los ha envuelto en su luz». Donde ha aparecido la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. A partir de Belén, una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos. Si nos fijamos en los santos –desde Pablo y Agustín a san Francisco y santo Domingo, desde Francisco Javier a Teresa de Ávila y Madre Teresa de Calcuta-, vemos esta corriente de bondad, este camino de luz que se inflama siempre de nuevo en el misterio de Belén, en el Dios que se ha hecho Niño. Contra la violencia de este mundo, Dios opone en aquel Niño su bondad y nos llama a seguir al Niño.

Junto con el árbol de Navidad, nuestros amigos austriacos nos han traído también una pequeña llama que encendieron en Belén, queriendo decir así que el verdadero misterio de la Navidad es el resplandor interior que viene de este Niño. Dejemos que este resplandor interior llegue a nosotros, que prenda en nuestro corazón la lumbrecita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro amor, la luz al mundo. No permitamos que esta llama luminosa se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Que la custodiemos fielmente y la ofrezcamos a los demás. En esta noche en que miramos hacia Belén, queremos rezar de modo especial también por el lugar del nacimiento de nuestro Redentor y por los hombres que allí viven y sufren. Queremos rezar por la paz en Tierra Santa: Mira, Señor, este rincón de la tierra, al que tanto amas por ser tu patria. Haz que ella resplandezca la luz. Haz que la paz llegue a ella.

Con el término «paz» hemos llegado a la tercera palabra clave de la liturgia de esta Noche santa. El Niño que anuncia Isaías lo llama él mismo «Príncipe de la paz». De su reino se dice: «La paz no tendrá fin». En el Evangelio, se anuncia a los pastores la «gloria de Dios en lo alto del cielo» y la «paz en la tierra». Antes se decía: «a los hombres de buena voluntad»; en las nuevas traducciones se dice: «a los hombres que él ama». ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quienes son los hombres que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Ama tal vez sólo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El Evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios del oriente, los llamados reyes magos. Detengámonos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; eran considerados poco de fiar y en los tribunales no se les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se entiende personas de virtudes heroicas. Eran almas simples. El Evangelio destaca una característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante: eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más profundo: estuvieron disponibles para la palabra de Dios. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, le estaban esperando. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino. Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen no necesitar a Dios; no lo quieren. Otros, quizás moralmente igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Roguémosle para que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, precisamente en nuestro tiempo.

Además, la palabra paz ha adquirido un significado del todo especial para los cristianos: se ha convertido en un nombre para designar la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. Mediante todos los lugares donde se celebra la Eucaristía, se extiende en el mundo entero como una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía son un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía nos encontramos en Belén, en la «casa del pan». Cristo se nos da, y con ello nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los otros; para que seamos agentes de la paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso rogamos: Cumple tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que se haga luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén.