Que la teoría y la práctica política están en crisis a nivel mundial es algo que pocos se atreverán a negar.
El liberalismo, el marxismo y sus sucedáneos democristianos y socialdemócratas han fracasado; las supuestas alternativas populistas que están teniendo éxito en diversos países son el detritus del mismo sistema que dicen querer cambiar. La verificación más evidente de estas afirmaciones es el aumento de la injusticia y del sufrimiento en la humanidad: hambre, desempleo y trabajo precario, esclavitud infantil, aborto y eutanasia, jóvenes sin esperanza, migrantes despojados y rechazados, carrera armamentista y guerras, destrucción de la familia y -con ella- de todo tipo de relación estable y comprometida…
Una parte considerable de cristianos estamos colaborando con este tipo de política suicida; creyentes, en definitiva, que por falta de análisis o para mantener su estatus se siguen engañando con la posible conversión del tigre en un manso gatito vegetariano. No conocemos ningún partido político que merezca la colaboración honrada de los cristianos. ¿Cabe mayor fracaso?
La actual crisis política no es más que la evidencia de un problema superior: nos referimos al imperialismo ontológico que se esfuerza en borrar el deseo natural innato que todos los hombres albergamos por lo sobrenatural, negando que la clave de interpretación de todo lo real es que recibimos el ser de la participación gratuita y amorosa de Dios.
Reconocer esta participación no es sólo condición para un razonamiento intelectual auténtico, sino también para un orden social verdadero, porque los hombres pueden vivir en comunión-solidaridad sólo si perciben su origen y finalidad comunes, que es el ser hijos del buen Dios y hermanos entre sí. De la ruptura de este marco original ha surgido todo el pensamiento moderno, desde Descartes a Derrida pasando por Kant. Con consecuencias políticas considerables.
Al privarlos de su vocación sobrenatural, inextricablemente mezclada con la natural, los pensadores modernos han dilapidado una gran parte de la riqueza de los hombres concretos y de los espacios sociales. El olvido del deseo de lo sobrenatural evacúa la materia de su verdadera sustancia, de su ser más denso y lo deja a merced de los intereses de los poderosos.
Este proceso, que arranca del final de la Edad Media, ha conseguido -por una parte- privar a la religión de toda prolongación cultural y política solidarias, cayendo en espiritualismos desencarnados e intentando rebajar a la Iglesia a una pura organización social. Por otra parte, un humanismo sin Dios reduce lo real exclusivamente a lo que el hombre puede utilizar caprichosamente. El nihilismo es el término lógico del proceso de secularización que pone a Dios entre paréntesis.
El «hombre nuevo» salido de esta ingeniería social es un ser artificial que no tiene sexo ni historia ni convicciones; únicamente posee «derechos» y una voluntad «libre», en el sentido de una concepción negativa de la libertad: es libre para que no se le impida ser libre y no libre para obrar en función de un fin. Partiendo de estas premisas, el orden social sólo puede ser artificial: el individuo abstracto establece contratos con otros individuos abstractos, sobre un fondo de conflictos entre intereses individuales.
Hace ya más de medio siglo dos grandes profetas, Henri de Lubac y Guillermo Rovirosa, describieron, analizaron y diagnosticaron la naturaleza e itinerario del imperialismo ontológico y de sus perversas consecuencias políticas y religiosas. Como ocurre a los centinelas de los nuevos tiempos, se les impuso el ostracismo del silencio y hasta la burla. Hoy, estamos obligados a profundizar en sus escritos y -sobre todo- a encarnar su nueva teología política. Es cuestión de vida o muerte.
Editorial Revista Id y Evangelizad 114