El corazón de Humanae Vitae es la encarnación
En este número de nuestra Revista ponemos el foco en la encíclica Humanae Vitae de S. Pablo VI sobre la transmisión de la vida. Este documento, mayoritariamente denostado en su tiempo, ha demostrado ser uno de los más luminosos de nuestra época.
Antes de entrar en el corazón de su contenido, es importante tener en cuenta algunos hechos que hacen especialmente singular a esta encíclica. Humanae Vitae es singular porque el Papa Pablo VI decidió ir en contra de la opinión mayoritaria de los teólogos y obispos que él mismo había reunido en una Comisión ad hoc para que le ayudasen en su elaboración. No solo eso: después de su publicación, gran parte de los teólogos y obispos occidentales desobedecieron al Papa. Algunos enseñaron (en los seminarios, facultades de teología, publicaciones eclesiásticas, colegios religiosos…) lo contrario de lo dispuesto por Pablo VI, que no hacía otra cosa que transmitir el Magisterio inalterable de la Iglesia. Y la mayoría simplemente silenció el contenido de la encíclica, dando por inevitable y hasta por buena la contracepción. De esta manera, la mayor parte de las últimas generaciones de católicos han vivido y viven con una gravísima deformación moral y antropológica: la separación del acto sexual del compromiso conyugal y de la procreación. Las consecuencias de esta herejía práctica son invaluables.
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Humanae Vitae es singular porque es uno de los casos más claros en los que la Iglesia contemporánea ha ejercido su misión profética y martirial yendo en contra del «espíritu del tiempo». No olvidemos que en 1968, año de su publicación, estaban en plena ebullición dos revoluciones, ambas diseñadas por el neocapitalismo del siglo XX para el control cuantitativo y cualitativo de la población: la revolución sexual y la feminista, que son el penúltimo eslabón de la deconstrucción antropológica que vivimos.
Pablo VI, sabiendo lo que la Iglesia y la humanidad se jugaban, decidió enfrentar el problema y anunció el mensaje cristiano permanente sobre el amor conyugal, la sexualidad y la concepción, redimensionando la dimensión personalista, unitiva, de la sexualidad –inescindible de la procreativa– y planteando la cuestión de la paternidad responsable, todo ello esencial para la verdadera liberación femenina. No hizo otra cosa que actualizar la antropología cristiana en su integridad.
¿Cuál es, entonces, el corazón de Humanae Vitae? La teología y espiritualidad de encarnación. Al hacerse carne, Dios transformó todo lo humano (y –en relación al hombre- el resto de la creación) en sacramento, en símbolo o expresión misteriosa de lo divino. Si nada se sustrae a esta divina lógica (Logos), que debe orientar todos nuestros actos (Nomos), mucho menos debe hacerlo la sexualidad, que es el primer reflejo o ícono de la diferencia-complementariedad trinitaria: «Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). El acto sexual, cualquier expresión sexual íntima, solo es auténtico y valioso en la medida que refleje donación (que implica renuncia) y gratuidad, en la medida que esté abierto a la vida y a la solidaridad.
La oposición a la Humanae Vitae es la expresión de que nuestra cultura (formas de vida, pensamiento, valores, leyes…) es espiritualista, heredera del gnosticismo antiguo, del catarismo medieval, del protestantismo moderno y del idealismo ilustrado-kantiano. La contracepción es la base sobre la que se ha edificado la legalización del aborto, la ideología de género y la locura del transgenerismo porque sentencia que el cuerpo (la materia) es independiente del espíritu y que es este el que puede decidir con aquel lo que le venga en gana.
Volver a los principios de la Humanae Vitae, que es volver al Génesis, al Evangelio, a los Padres que se enfrentaron al espiritualismo desencarnado, a la enseñanza auténtica de la Iglesia, es uno de los actos de amor más revolucionarios que podemos hacer hoy día por nuestros hermanos.
Editorial de la revista Id y Evangelizad
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