La Vocación
Editorial
En este número de ID abordamos la vocación (etimológicamente, llamada) desde una doble perspectiva. Por una parte, la vocación como asunción de un proyecto que nos precede y constituye; así vista es uno de los ejes de la antropología correcta. Por otra, la vocación de estado (diferenciada en ministerio apostólico, laicado y especial consagración), tal y como se suele presentar en la Iglesia católica.
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Estas dos dimensiones de la vocación son hoy no solo cuestionadas, sino también rechazadas o ignoradas. Y esto es una de las causas de la actual crisis teológico-religiosa, cultural y social que padecemos. Por tanto, es vital retomar –en la línea de la Tradición de la Iglesia– la vocación como algo nuclear en la antropología y en la evangelización. Un primer paso es aclarar conceptos y purificar falsas concepciones.
En cuanto a la primera perspectiva, no podemos insistir bastante en que solo podemos ser auténticamente personas y sociedades libres si nos reconocemos como seres que brotan –por puro amor– del Ser que nos da consistencia y misión, seres fruto de la solidaridad divina y de las generaciones que nos preceden; fruto del sacrificio y del bien compartido anónimamente. En cambio, desde el siglo XVI, con el predominio cultural del humanismo y el protestantismo, se ha ido acentuando la cultura del make yourself, que hoy adopta formas tan absurdas como el empoderamiento entendido como autosuficiencia, el «yo no le debo nada a nadie›› o ‹‹todo lo he conseguido por mi propio esfuerzo».
En cuanto a la segunda perspectiva, la que atañe a los distintos estados de vida de los cristianos, existe una confusión consistente en equiparar los tres estados de vida (ministerio apostólico –presbíteros y obispos–, laicado –incluido el matrimonio– y consagración especial –religiosos y vírgenes consagradas–) como si fuesen similares ontológicamente y, de este modo, intercambiables, de modo que todo lo que puede hacer un bautizado lo podría hacer cualquier otro bautizado. Así, por ejemplo, el sacerdote podría casarse como el laico, los laicos sustituir al obispo o al papa en su ámbito magisterial y los clérigos dirigir a los laicos en su tarea política, social y cultural; la mujer podría acceder al ministerio apostólico. En esta perspectiva, que no sean funciones intercambiables se debe a meros condicionantes históricos.
La realidad es otra: el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal cambian el ser de los que los reciben, porque imprimen carácter, es decir, el sello espiritual irreversible e irrepetible que configura de manera particular a la persona con el sacerdocio de Cristo, tanto como disposición positiva ante la gracia, como para el cumplimiento de determinadas funciones según su estado de vida (Catecismo, n.º 1121). También la Eucaristía, en cuanto configuración diacrónica del fiel cristiano con el Hijo de Dios, realiza un continuo cambio en el ser de quien lo recibe; este sacramento contiene todo el bien espiritual de la Iglesia (PO 5), siendo por ello fuente y culmen de la vida cristiana (LG 11).
En este sentido, es más correcto afirmar que las vocaciones de estado primarias son la bautismal (vocación a la santidad y a la justicia, en palabras de Guillermo Rovirosa y Julián Gómez del Castillo) y el ministerio apostólico (que se adquiere en el orden sacerdotal). El laicado (incluido el estado matrimonial) y la especial consagración, en cuanto no cambian el ser adquirido por el bautismo, son concreciones de la manera de vivir la vocación esencial, la del sacramento de iniciación cristiana.
Partir de esta claridad filosófico-teológica es imprescindible para salir del atolladero en el que muchos están metidos, como se ha constatado en algunos debates en torno al Sínodo de la sinodalidad: el clericalismo, el poder de los laicos en la Iglesia, el acceso de la mujer al sacerdocio, etc. planteando así falsas soluciones a los problemas de fondo que experimenta la Iglesia actualmente: abolición del celibato, democracia liberal en el gobierno eclesial, etc.
No solo son falsas soluciones, sino que apartan la mirada del verdadero problema que tenemos y que no es otro que la vivencia de la santidad (sea en medio de las realidades seculares, sea en el ejercicio del ministerio apostólico). Hay que retomar –como plantea el Vaticano II– tanto la primacía de la iniciación cristiana como la especificidad ontológico-ministerial (sacra potestas) del sacramento del orden, en complementación con el sacerdocio ordinario de los fieles (LG 10 b). Se trata de volver continuamente a la Iglesia pascual, que nos remite al bautismo y a los apóstoles que lo hacen posible. Esta es la salida superadora a los falsos y demagógicos debates que pretenden confrontar las vocaciones eclesiales.