Un país sin hijos es, probablemente, un país sin futuro. Al menos, es un país en el que cuesta mucho creer en el futuro. Tal parece ser el caso de España, que, en los últimos seis años, se ha convertido en el cuarto país del mundo con menos hijos: sólo Macao, Bulgaria y Letonia tienen menos hijos por mujer.
Según las Naciones Unidas, desde 1995 las españolas tienen 1,1 hijos. La media mundial está en 2,6 hijos por mujer; la europea, en 1,5. Probablemente esta falta de hijos –que no repone la población- habla de una realidad innombrable: la escasa esperanza de esta sociedad en el futuro. La baja natalidad, en cualquier caso, es un preocupante grito de alerta: algo no funciona correctamente entre nosotros. Pero ¿quién escucha esa alerta? Y, sobre todo, ¿cómo se escucha?
La interpretación más común, y más injusta en mi opinión, es cargar sobre las españolas esa responsabilidad. Cuando las mujeres trabajan -dice el tópico- nada más lógico que no quieran tener hijos. Eso no es cierto, para empezar, porque tener hijos es una decisión de pareja, salvo excepcionales casos. En España, según el Eurostat, el año 2000 trabajaban los dos miembros del 42% de parejas sin hijos y el 43,7% de parejas con hijos; las uniones con dos empleos han aumentado un 12% en ocho años. Se trata, pues, de una decisión compartido por los dos sexos. Pero eso es sólo la periferia de un tema de mayor calado: ¿por qué no se aborda, con claridad, que no tener hijos significa, sobre todo, que a los jóvenes les cuesta un gran esfuerzo creer en el futuro? ¿Qué clase de protesta social, pues, se está expresando a través de una natalidad tan baja?
Ayudar a la familia: he aquí lo último en programas políticos. Gobierno y oposición se han apresurado, a proponer posibles soluciones al monumental estrés de las familias. Es como si, a unos y otros, les hubieran cogido por sorpresa una serie de datos que, desde hace mucho tiempo, conoce perfectamente la sociedad española. En 1950, las españolas tenían de media 3,8 hijos, y en 1970, cuando la política natalista del franquismo seguía en plena vigencia y no estaba permitida la divulgación de anticonceptivos, se bajó a una media de 2,8 hijos por mujer. Las parejas españolas llevan, pues, tiempo sin creer que “los hijos llegan con un pan debajo del brazo”, y el realismo se ha ido imponiendo pero nunca se había llegado a constataciones tan duras como la de los últimos años. ¿Por qué y cómo se ha dado el salto a la censura de la fecundidad? ¿Qué factores sociales han intervenido? En estos asuntos hay que hablar claro: ¿quién piensa si es que los jóvenes españoles tienen miedo a tener hijos? ¿Quién se pregunta por qué?
Los políticos, como si les diera vergüenza, ponen parches con ayudas más o menos ridículas a la familia en vez de ir a la raíz de la evidencia: los españoles no queremos tener hijos. En los cinco próximos años, si la tasa de fecundidad de España crece –está prevista una ligerísima subida- será debido a los inmigrantes. Eso tendremos que agradecerles a los de fuera. Ellos tienen menos prevenciones frente al futuro o, acaso, conocen menos la realidad. Ellos serán, pues, nuestro futuro. Todo esto, desde luego, es política. Política de supervivencia; por ello, tal vez, la natalidad sigue siendo un tabú. Por ello las explicaciones al fenómeno no pueden ser meramente técnicas –los demógrafos hablan de, al menos, una generación “retrasada” en la procreación-, sino que han de integrar diversos puntos de vista capaces de explicar por qué las parejas jóvenes se hacen preguntas como éstas: ¿Sabremos cuidar al hijo? ¿Tendremos suficiente dinero para mantenerlo, darle una educación? ¿Lograremos que sea feliz? ¿Qué futuro podremos ofrecerle?
Hoy día no hay padre o madre español que no haya interiorizado ese deseo de felicidad y lo proyecte en el hecho de procrear: ¡los hijos tienen que ser felices!
Por Margarita Riviere