Irena Sendler: la madre de los niños del Holocausto. Desde su compromiso militante en el movimiento Zegota, (Consejo para la Ayuda de Judíos) contribuyó a salvar la vida a 2.500 niños judíos.
El 12 de mayo de este año 2009, se conmemora el primer aniversario de la muerte de Irena Sendler, que ha sido llamada » madre de los niños del Holocausto» o también «el ángel del ghetto de Varsovia».
Nació el año 1910 en el seno de una familia católica en Otwock (Polonia). Su padre, Stanislaw Krzyzanowski, de profesión médico, asistía a gentes muy pobres, falleció de tifus cuando Irena contaba tan sólo siete años de edad.
Su padre era quien le había inculcado el amor al prójimo y siempre recordaría el consejo que le había dado: Ayudar siempre al que se está ahogando, sin tener en cuenta su religión o nacionalidad, es una necesidad que sale del corazón. |
Irena cursó estudios de literatura polaca y la carrera de enfermería. Su vida asociada y de entrega a los más débiles comenzó en la Unión de las Juventudes Democráticas.
En el mes de septiembre de 1939, las tropas alemanas, por orden de Hitler, invaden Polonia.
El compromiso de Irena con los judíos encerrados en el ghetto de Varsovia, comienza al unirse al movimiento Zegota, (Consejo para la Ayuda de Judíos), constituido por militantes judíos y católicos que rechazaban la situación de horror que estaban viviendo.
Era un movimiento clandestino, suponía arriesgar la vida, formar parte de él. Zegota consiguió, en la oficina de Sanidad, para Irena y su compañera unos pases de las autoridades alemanas para hacerse cargo de los enfermos contagiosos del ghetto. Las autoridades alemanas temían contagiarse de tifus si se desencadenaba una epidemia, con lo cual accedían a que fuesen los propios polacos quienes se realizaran de las labores sanitarias.
Zegota intentaba sacar del recinto a los niños que vivían en aquellas inhumanas condiciones. El principal obstáculo con que se encontraba era el de convencer a los padres para que le confiasen a sus hijos para sacarlos fuera de las alambradas. Le pedían garantías de éxito, algo que no podían asegurarles: ¿Mi hijo logrará salir con vida de este infierno? era la constante y desgarradora pregunta que formulaban a Irena.
La dramática realidad, si permanecían en el ghetto, era la de una muerte segura, muchos eran los padres que se mostraban reacios en confiar sus hijos, temiendo que nunca los volviesen a ver. En ocasiones, cuando Irena volvía a intentar convencerlos, esa familia ya no existía: había sido enviada en los trenes de la muerte hacia algún campo de exterminio. Hasta el verano de 1942, habían sido salvados más de dos mil niños.
¿Cómo lograban sacar a los pequeños de aquel encierro mortal? Recurrían a las más arriesgadas acciones: unas veces los llevaban en ambulancias como si fueran enfermos de tifus, otras, lo hacían en bolsas de basura, en carros de mercancías e incluso en ataúdes, cualquier medio era válido si con el mismo se lograba salvar la vida de un niño. Para llevar a cabo esta arriesgada empresa, contaban con la colaboración de chóferes voluntarios que al entrar diariamente con sus camionetas en el ghetto, aprovechaban alguno de estos viajes para transportar clandestinamente a los niños.
Cuando los niños eran muy pequeños, les administraban un tranquilizante para que no fuesen descubiertos al pasar el control que dividía la ciudad. Los mayores, eran sacados a través de sótanos y trasladados a una iglesia que tenía dos accesos: uno del lado del ghetto y otro en el lado libre de la ciudad. La mayoría de los niños eran escondidos en conventos, otros en orfanatos o con familias cristianas.
Desde Bienestar Social elaboraban cientos de documentos de identidad falsos. Posteriormente intentaban que todos los pequeños pudiesen salir de Polonia a otro país de Europa o América.
Todo este engranaje exigía, por lo menos, la colaboración de diez personas desde que se contactaba con los padres de los niños hasta que se les encontraba un hogar lejano. De cada uno de los pequeños se tomaba nota de sus datos personales, nombre y apellidos originales, su nuevo nombre cristiano, fecha de nacimiento y lugar donde había sido acogido. Estos papelitos, Irena los guardaba individualmente en tubitos de cristal y luego los enterraba bajo un árbol en el jardín de unos amigos vecinos. Allí permanecieron las dos mil quinientas identificaciones durante el tiempo necesario.
El día 20 de octubre de 1943, cuando Irena fue descubierta por la Gestapo. Apresada y enviada a la cárcel de Pawiak, en Varsovia, padeció terribles torturas con el fin de que delatase a los miembros de la organización con quienes trabajaba. La brutalidad de los tormentos (le fracturaron las muñecas y las piernas, la golpearon sin piedad, la mantuvieron aislada sin alimentos…) no logró quebrantar su voluntad y su silencio. Como resultado de la tortura, perdió la criatura que esperaba.
Condenada a muerte. Zegota, buscó por todos los medios su liberación, que consiguieron sobornando a un guardia que posibilitó la huida en vísperas de su ejecución.
La propia Irena revela que la fuerza para continuar con vida durante su cautiverio la había encontrado en una pequeña y arrugada estampita de Jesús Misericordioso, que guardaba entre la paja del colchón en su celda. Este «pequeño tesoro» permaneció con ella hasta el año 1979, año en que le hizo entrega de ella al Papa Juan Pablo II, por quien sentía una gran admiración.
Irena que figuraba entre los ejecutados, continuó colaborando desde la clandestinidad. Ella misma, cuando la entrevistaron años más tarde recordando este episodio sonreía y exclamaba: Después, pude trabajar más tranquila, los alemanes no perseguían a los fantasmas.
Tiempo después reunió todas las notas que había escondido en los frascos de cristal, con el fin de localizar a los dos mil quinientos niños y entregarlos a sus familiares. Desgraciadamente, la mayoría había perdido a sus seres queridos.
Los pequeños que habían logrado salir del guetto, la conocían por su apodo secreto: Jolanda. Años después, por aparecer su fotografía en los periódicos, fue reconocida por algunos de ellos.
Irena Sendler estuvo muchos años encadenada a una silla de ruedas, debido a las lesiones producidas por la tortura. No se consideró nunca una heroína: «Podría haber hecho más, y este lamento me seguirá hasta el día en que muera». |
Durante la ocupación soviética, que se prolongó durante décadas, Irena continuó con su labor como enfermera, sin revelar a nadie su pasado. Tampoco pudo vivir tranquila pues los jerarcas comunistas la importunaban frecuentemente por haber colaborado con los judíos.
En el año 1965, cuando comenzó a trascender su epopeya, fue nombrada por la Yad Vashem, organización judía de Israel, como «Justa entre los pueblos» en reconocimiento a su labor.