Nos encontramos ante un nuevo paganismo: la divinización de la nación. La historia ha demostrado que desde el nacionalismo se pasa rápidamente al totalitarismo y que, cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano…
JUAN PABLO II y el NACIONALISMO
Un nuevo paganismo
Nos encontramos ante un nuevo paganismo: la divinización de la nación. La historia ha demostrado que desde el nacionalismo se pasa rápidamente al totalitarismo y que, cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano.
La Iglesia católica no podría aceptar semejante visión de las cosas. Universal por naturaleza, está al servicio de todos y jamás se identifica con una comunidad nacional particular. Ésta es la razón por la que, siempre que el cristianismo -tanto de tradición occidental como oriental- se convierte en el instrumento de un nacionalismo, queda herido en su mismo corazón y se torna estéril.
(Discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 15 de enero de 1994)
Nacionalismo radical y patriotismo
Es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones y culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen.
Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto termina por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone, por tanto, al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado fundamentalismo.
(Discurso a la L Asamblea General de la ONU, Nueva York, 5 de octubre de 1995)
El culto a la nación provocó la catástrofe de la Segunda guerra mundial
No se ha comprendido que no se edifica una sociedad digna de la persona humana sobre su destrucción, sobre la represión y sobre la discriminación. Esta lección de la Segunda guerra mundial no ha sido aún plenamente recibida en todas partes. Y sin embargo está presente y debe continuar como aviso para el próximo milenio.
En los años precedentes a la Segunda guerra mundial, el culto a la nación, fomentado hasta casi convertirlo en una nueva idolatría, provocó en aquellos seis años terribles una inmensa catástrofe. Pío XI, desde 1930, advertía así: Más difícil, por no decir imposible, es que dure la paz entre los pueblos y entre los Estados, si en lugar del verdadero y auténtico amor a la patria reina y arrecia un egoísta y duro nacionalismo que es equivalente a odio y envidia en lugar de a mutuo deseo de bien, desconfianza y sospecha en lugar de fraterna confianza, concurrencia y lucha en lugar de cooperación concorde, ambición de hegemonía, de predominio en lugar de respeto y tutela de todos los derechos, aunque sean los de los débiles y pequeños (Discurso a la Curia Romana, 24 de diciembre de 1930).
(Mensaje con ocasión del 50º aniversario del final de la Segunda guerra mundial en Europa, 8 de mayo de 1995)
El grave riesgo de los nacionalismos
Después de 1989 han surgido nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas próximas. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente en los campos económico y político en relación con las naciones cuyos derechos han sido sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del presente.
(Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 27)