Juegos de palabras.

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Asistimos a un nuevo período de intolerancia afirmado sobre un discurso de lo políticamente correcto, sostiene Luis Sánchez de Movellán de la Riva, de la Universidad Complutense de Madrid. La lengua no es neutral, porque es cultura, creación humana. Y todo acto humano tiene dimensión política. ¿Por qué si no el revuelo reciente por el reconocimiento del valenciano a nivel europeo, o la ambigüedad de nuestra Constitución al referirse a las lenguas de España? La lengua, su control y dominio, constituye poder…


Asistimos a un nuevo período de intolerancia afirmado sobre un discurso de lo políticamente correcto, sostiene Luis Sánchez de Movellán de la Riva, de la Universidad Complutense de Madrid. La lengua no es neutral, porque es cultura, creación humana. Y todo acto humano tiene dimensión política. ¿Por qué si no el revuelo reciente por el reconocimiento del valenciano a nivel europeo, o la ambigüedad de nuestra Constitución al referirse a las lenguas de España? La lengua, su control y dominio, constituye poder.

Lo políticamente correcto es un auténtico movimiento de ideas nacido en la universidad americana de «izquierdas» en las décadas sesenta y setenta. De inspiración liberal y radical, fue lanzado en pro del reconocimiento del multiculturalismo y para reducir algunos de los radicales vicios lingüísticos que establecían líneas de discriminación hacia las minorías, por eso, se comenzó a decir «blaks» y, después, «afroamericanos», en vez de «negros». Naturalmente, esta campaña en pro de la purificación del lenguaje produjo su propio fundamentalismo, hasta desembocar en los casos más vistosos y ridículos. Como el de algunas feministas que propusieron no decir más «history», porque, por medio del prefijo «his», se hacía pensar que la historia fue sólo «de él», sino «herstory», historia de ella, ignorando, obviamente, la etimología greco-latina del término, que no implica referencia de género alguna.

Pero la tendencia de lo políticamente correcto asumió pronto también aspectos neoconservadores o francamente reaccionarios. Si se decide llamar a las personas que van en silla de ruedas ya no minusválidos, sino discapaces o «capaces de otra forma», pero después no se les construye rampas de acceso a los lugares públicos, evidentemente, se obvia hipócritamente la palabra, pero no el problema. Y lo mismo vale para la sustitución del parado por «el que no hace nada a tiempo indefinido» o el de licenciado por «aquel que se encuentra en transición programada entre cambios de carrera». ¿Por qué los banqueros, en cambio, no se avergüenzan de su definición y no insisten en ser llamados operadores del sector del ahorro? Si te cambian el nombre es para olvidar que algo no funciona.

El origen de lo políticamente correcto coincide con el fracaso de las ideología de izquierda a la hora de racionalizar la igualdad social. El mundo de la cultura fue su reducto y desde ahí diseñaron la corrección política como un intento e imponer la igualdad social a través de la imposición de un lenguaje no discriminatorio. Es decir, al no lograr cuajar una revolución ideológica – y mucho menos política – el izquierdismo progresista estadounidense inventó una revolución semántica.

Nada es casual, las palabras no se «cargan» de significación por una suerte de generación espontánea. ¿Hemos recapacitado sobre el influjo de los medios en nuestra forma de hablar (de pensar, por tanto), o en la homogeneización creciente del español?

La extensión hoy de lo políticamente correcto se ha convertido en una enfermiza ocultación de la realidad a través del lenguaje eufemístico. Baste sólo recordar algunos ejemplos que tristemente nos tragamos, como `flexibilidad de plantillas´ por `despido barato´, `atender a un objetivo por `bombardeo masivo´, `daños colaterales´ por `víctimas civiles´, `interrupción voluntaria del embarazo´ por `aborto´, etc…

A propósito de ejemplos, resulta curiosa la introducción del término «gay» en nuestra lengua en los últimos años, a la vez que asistimos a la estigmatizaban de los términos más tradicionales. La palabra «gay» fue introducida en el último Diccionario de la RAE, en su 23ª edición de 2003. Literalmente se hacía «justicia lingüística», explicaron los representantes de la Real Academia. El anglicismo «gay» pertenecía a un segundo grupo de extranjerismos. El primer grupo lo constituyen aquellos términos considerados «superfluos o innecesarios», para los que existen equivalentes españoles con plena vitalidad o pueden encontrarse fáciles equivalencias en nuestro idioma. Entre éstos destacan «best seller», debe decirse «superventas» ; «hall», lo correcto es «recibidor, entrada» o «vestíbulo»; «hobby» por «afición» o «pasatiempo»; «lifting», cuando existe «estiramiento»; «look» por «imagen» o «aspecto» , etc., por lo que se rechaza su introducción. En un segundo bloque se sitúan los extranjerismos «necesarios o muy extendidos», como «gay», para los que «no existen, o no es fácil encontrar, términos españoles equivalentes», o «cuyo uso está tan extendido que resulta ingenuo pretender su extirpación».
La palabra «gay» (sustantivo o adjetivo), que se refiere a las personas que tienen relaciones afectivas y sexuales con personas de su mismo sexo, sinónimo de homosexual, aunque se refiere más frecuentemente a los varones, es un calco de la palabra inglesa «gay» que a su vez proviene del vocablo provenzal «gai» («gayo» o «gaya» en castellano) y significa alegre o jovial, utilizada en el siglo XIII para referirse a la persona, generalmente un hombre, que practicaba lo que entonces se llamaba el culto al amor cortés homosexual. En los siglos posteriores, el término pasó a tener diferentes acepciones. Se aplicaba a las personas que ejercían la prostitución en la Inglaterra victoriana, por el modo «alegre» en que vestían, hasta que finalmente el término «gay boys» (chicos alegres = prostitutos) se convirtió en sinónimo de homosexual. Primero fue acuñado para nombrar a las prostitutas, más tarde sirvió para señalar a cualquier indeseable social y, finalmente, la cultura británica lo adoptó para dirigirse peyorativamente a los homosexuales. En los años sesenta y setenta la progresía norteamericana lo rescata para definir al «homosexual militante» en las luchas por el reconocimiento de derechos y libertades, hasta hoy, pero desde hace relativamente muy poco tiempo, que se utiliza como sinónimo de «homosexual».

Por otro lado, la palabra «homosexual» es un neologismo que no aparece en las lenguas occidentales hasta finales del siglo XIX, cuando Sigmund Freud y el Psicoanálisis descubren el papel que juega la sexualidad para la formación de la personalidad.. Desde entonces se han ido relativizando los tabúes que tenían que ver con la sexualidad, convirtiéndose en objeto de investigación no sólo médica. En este ambiente se fue popularizando la palabra homosexualidad, de creación culta, compuesta del griego «homo» (‘igual’) y del latín «sexus» (‘sexo’). Pero antes de la introducción de este neologismo culto había habido otras palabras más «castizas», pertenecientes al nivel del habla popular, por lo que tanto «homosexual» como «heterosexual» hasta hace poco fueron términos técnicos, más abstractos que descriptivos, que realmente no utilizaba el hablante medio, aunque hoy en día es de uso común.

La primera vez que esta palabra aparece en un diccionario castellano oficial es en el Diccionario usual o DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) en su edición de 1936, y es curioso que hasta la edición de 1956 se equiparó «homosexual» con «sodomita», o lo diera como sinónimo. Hasta 1970 el diccionario define al «homosexual» como aquel «que busca los placeres carnales con personas del mismo sexo»; a partir de 1970: «Dícese del individuo afecto de homosexualidad» – repárese en la expresión afecto, que da al sustantivo «homosexualidad» un sentido patológico, de hecho, una de las acepciones de afecto es: ‘que sufre o puede sufrir alteración morbosa’, que leemos en el DRAE 2001.

Mientras, ya desde las primeras ediciones de los diccionarios RAE aparecen las palabras tradicionales «marica» y «maricón», incluso sus derivaciones «mariquita» y «mariposón», están registradas antes que homosexual («marica» y «maricón» en la edición de 1734, es decir, en la primera edición, y «mariquita» y «mariposón» en 1869 y 1927 respectivamente). «Marica» procede de «María», el nombre propio de mujer más común en España, y está registrado ya en nuestros autores del siglo de oro, en obras como El Quijote de Cervantes, o El Buscón de Quevedo, para referirse al hombre afeminado.

¿Realmente existía la necesidad de introducir el término «gay»? ¿Es realmente más ofensivo «marica» o «maricón», términos históricos de nuestra lengua, que los términos más políticamente correctos, «gay» y «homosexual», tras conocer sus orígenes? No son pocos los testimonios de maricas que se sienten ofendidos por el nuevo nombre que les cayó encima: «los gringos inventaron el término Gay (alegre) como si los homosexuales tuviéramos que ser una especie de castañuelas, siempre alegres y divertidos, he visto muchos que se lo han creído y viven dando saltitos y grititos en las discotecas, y los seres humanos, unas veces estamos alegres y otras tristes, es lo natural». Nombre que impone una imagen, un patrón de comportamiento social, y que esconde muchas veces una realidad de sufrimiento.
¿U obedece a otro tipo de «hombre afeminado», impuesto por un verdadero «lobby» de presión, con fuerte poder adquisitivo y de influjo en los medios de comunicación, que intenta imponer sus intereses?

Volviendo a Luis Sánchez de Movellán de la Riva «Esta psicología de la autocensura y de la configuración de grupos sociales negativizados corresponde a la cultura protestante. La progresía estadounidense no ha podido desprenderse de una cultura forjada en el puritanismo más atroz capaz de buscar signos sociales de los predestinados a la salvación y los predestinados a la condenación. Los partidarios de la corrección política que se presentan como liberadores de los discriminados, acaban por imponer de forma intolerante su estilo vital e intentan legitimarlo democratizando sus vicios y errores intelectuales. Toda esta jerga de la corrección política es una manifestación, sutil y benigna, de lo que profetizó Tocqueville como modelos de tiranía democrática».
Lo que parece claro es que quien no se hace, le hacen. ¿Seguiremos permitiendo el «robo de palabras»? No olvidemos nunca que el lenguaje configura nuestro pensamiento.

«Colectivo de lingüistas Rosa Luxemburg»