LA ECONOMÍA EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA. Por JEAN-YVES CALVEZ, SJ

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En el centro y en el corazón de toda la doctrina social cristiana está el mensaje cristiano sobre el hombre. La Iglesia, en efecto, «anunciando a todo hombre el misterio de salvación, ‘revela’ también al hombre a sí mismo» (CA, 54). Concretamente, al hombre es así manifestado como persona, centro autónomo de pensamiento y de voluntad, pero indisolublemente persona social («Sin relaciones con los demás no puede vivir ni desplegar sus cualidades») (GS, 12). La economía por lo tanto, esta parte tan importante de la vida del hombre se inscribe, a los ojos del cristianismo, en esta visión del hombre y de la sociedad, directamente ligada a los misterios religiosos fundamentales, Creación y Redención del hombre. ¿Cómo se efectúa este despliegue?. Es lo que buscamos mostrar sumariamente en el presente estudio… ´Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas» (CA, 34).
LA NECESIDAD

En economía todo comienza con la necesidad y todo lo que se deriva de ella. La necesidad, es decir, el hombre y la naturaleza frente a frente pero unidos, la necesidad jugando como una carencia fundamental de elementos de la naturaleza que están fuera del hombre. Como un llamado dirigido hacia estos elementos. No hay una simple relación objetiva entre un objeto de la naturaleza, el hombre y otro objeto de esta naturaleza, sino disparidad profunda entre el hombre que es interioridad, conciencia, reflexión, por lo tanto capacidad de retorno sobre sí, en una palabra subjetividad, y los objetos de la naturaleza exterior hacia los cuales está vuelto por su necesidad. Del hecho de esta disparidad, la necesidad es criterio. En cierto sentido, la necesidad es el criterio de toda realidad económica. La necesidad es también como un derecho, donde ella es la raíz de un derecho.

Es verdad que la necesidad es una señal de dependencia del hombre. Karl Marx ha insistido sobre el hombre ser-de-necesidad para relacionarlo con la naturaleza –a fin de que no se le idealice y no se proclame al espíritu puro como sujeto de la historia… No obstante que exista esta formidable disparidad: es el hombre el que carece de la naturaleza. A la que necesita, pero la naturaleza no carece de él de quien no tiene necesidad.

La Iglesia insiste sobre el hecho de que el fin de la economía es la satisfacción de las necesidades de bienes y servicios materiales. Pío XII sobre todo subraya fuertemente este punto al terminar la II Guerra Mundial cuando se establecía, especialmente en Italia, una economía moderna que amenazaba substraerse de la consideración de las necesidades fundamentales por dejarse llevar por la seducción de necesidades artificiales, que tal vez no son verdaderas necesidades.

Más tarde, el concilio Vaticano II asociará a las necesidades las «aspiraciones» del género humano: incluso aspiraciones nuevas, las que se desarrollan hoy día, las aspiraciones «más amplias del género humano» y en razón de las cuales «se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la prestación de los servicios» (GS, 64). Pero permanece una prioridad para las necesidades «elementales» o «primordiales». En otros términos, aunque no se debe exagerar el carácter objetivo de la necesidad, hay una jerarquía reconocible de necesidades que todos deben respetar. Y ésta es, cabe agregar, una consideración que implica una limitación del campo de acción que se le puede reconocer al libre mercado: «Pero existen –ha dicho recientemente Juan Pablo II– numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas» (CA, 34).
Luego de haber enunciado el principio que hace de la satisfacción de las necesidades el fin de la economía, la Iglesia agrega sin embargo que no se puede tender a la satisfacción de las necesidades quitando de toda libertad la elección de los medios para este fin. La «persona humana» es aún más el fin de la economía que las necesidades particulares de esta persona. Cuando se olvida esto, se cae en el peligro del economicismo, vivamente denunciado por el concilio Vaticano II y luego por el Papa Juan Pablo II. Esto quiere decir que la necesidad, si ella no es puramente material ella se disipa, tiene sin embargo a veces algo de material en comparación a los otros valores del hombre. Permanece sin embargo, como un criterio más importante, en relación a muchos otros.

En particular en relación a «el mero incremento de los productos», en relación al «beneficio», en relación al «poder» (GS, 64)
Finalmente, el último rasgo de la doctrina católica sobre la necesidad: se trata de una necesidad de todo hombre, no solamente de categorías particulares.

LA PROPIEDAD

La necesidad, como lo hemos dicho, es orientación hacia la naturaleza pero sin apropiarla todavía. Pues el hombre por una parte se apropia de objetos de la naturaleza exterior por medio de la recolección, la caza, la pesca –empieza a trabajar por ahí (volveremos sobre el trabajo más adelante); y por otra parte, toma posesión, pone la manos sobre los bienes, de manera estable, es decir, ejerce una propiedad. Esta propiedad es un derecho, dice la Iglesia, porque el hombre es por naturaleza superior a las cosas. Esta superioridad estaba ya inscrita en la necesidad. Pero por la propiedad la relación con la naturaleza alcanza un grado elevado de estabilidad que justifica el carácter «espiritual» del hombre en comparación con todos los demás seres del mundo, incluidos los animales. DE esta manera la propiedad tiene valor como expresión típica del hombre, ser espiritual y libre, en su relación con la naturaleza exterior. Por otra parte, ella es condición para el ejercicio de muchas otras libertades.

La propiedad privada sin embargo jamás es un «valor absoluto» (CA, 6) está subordinada a la destinación universal de los bienes de la tierra, que deben poder servir siempre a todos los hombres sean cuales fueren las modalidades de la apropiación en vigor. Incluso toda propiedad privada no es legítima. Juan Pablo II escribe al respecto: «La propiedad de los medios de producción tanto en el campo industrial como agrícola es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil. Pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo labora. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres» (CA, 43).
Para hacer comprender bien esta doctrina, la Iglesia que en el pasado hablaba de buena gana del derecho «de propiedad», habla cada vez más en lo sucesivo del derecho del hombre «a la propiedad». La Iglesia había buscado siempre promover la difusión de la propiedad privada, el acceso a ella para el mayor número posible de personas. Pero refuerza indiscutiblemente este punto de vista tradicional, al hablar del derecho del hombre –de todo hombre– a la propiedad (o, para emplear un concepto amplio, a una u otra forma de dominio personal estable sobre los bienes).

EL TRABAJO

El trabajo es mediador en relación con la naturaleza destinada a satisfacer la necesidad del hombre. El hombre en efecto no puede contentarse por largo tiempo de la recolección de frutos, de la caza, de la pesca, trabajos puramente rudimentarios. Estas actividades se convierten en trabajos propiamente tales cuando requieren aplicación y gasto de energía. Pero el trabajo se desarrolla en actividades mucho más complejas, por las cuales al trabajador hace pasar infinitamente más de sí mismo al objeto. La visión cristiana del trabajo comporta ciertos elementos negativos, incluso a veces pesimistas, pero globalmente es positiva. El trabajo es «expresión de la persona humana», decía Mons. Montini en nombre de Pío XII en 1952. En su Mensaje de Navidad de 1942, Pío XII había señalado también el «estrecho vínculo del trabajo con el perfeccionamiento de la persona». Expresiones típicas entre mil.

El trabajo, ha subrayado fuertemente Juan Pablo II, es la obra del hombre-sujeto. Hay numerosos aspectos, digamos técnicos, del trabajo que hoy día son muy visibles, como su fuerte productividad, etc., pero lo que es más importante es su aspecto subjetivo que funda «la naturaleza ética del trabajo» (LE, 6) o su dignidad. Y se debe estar muy atento sobre el trabajo para que el hombre no sufra en y por el trabajo una disminución de su propia suerte mientras permite a la materia un verdadero ennoblecimiento (LE, 9). No se puede olvidar aquí la muy famosa expresión de Pío XI en 1931: «De las fábricas sale ennoblecida la materia inerte pero los hombres se corrompen y se hacen más viles» (QA, 135).

La Iglesia ha subrayado numerosas consecuencias de esta subjetividad o carácter personal del trabajo. Todos los trabajos humanos por cierto tienen una misma dignidad. En segundo lugar, el trabajo es para el hombre, no el hombre para el trabajo, por lo tanto, es inaceptable que el trabajo sea tratado como una mercancía o una fuerza anónima necesaria a la producción, como un «instrumento» de producción (LE, 7).

Así, el trabajo es de la persona, pero también «necesario», ha declarado de buena gana la Iglesia. Necesario a la persona, evidentemente. Esto tiene como consecuencia colocar el derecho al trabajo y al justo salario entre los derechos absolutamente fundamentales del hombre. Pío XII lo hacía por ejemplo en su Mensaje de Pentecostés de 1941.
Si el trabajo es necesario a la persona, es también menester intentarlo todo para eliminar la censantía. Juan Pablo II ha buscado en consecuencia dilucidar las responsabilidades de los «empresarios indirectos»: todos aquellos que tienen algún poder para que exista trabajo (LE). No se puede admitir, ha dicho Juan Pablo II, que los trabajadores queden en esto a merced de un «sistema» cualquiera, que sería superior a los hombres y al cual habría que someterse. El empleador indirecto, el Estado muy especialmente, debe actuar en vistas del empleo y a la necesidad de una «planificación global».

Si el trabajo es necesario, el justo salario es sagrado. La Iglesia ve al respecto la determinación ubicada por encima de toda la especie de convención o contrato, aunque su nivel depende naturalmente de numerosos factores, de la productividad y de la prosperidad de toda la economía (Cf. QA, 81-82; MM, 71). «En el contexto actual, dice Juan Pablo II, no existe otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador – empresario que el constituido, precisamente, por la remuneración del trabajo» (LE, 19).

El problema es hoy que, extremando las cosas, en las sociedades ricas se podría remunerar razonablemente a los hombres o a muchos de ellos, sin que trabajaran. ¿Cuál es entonces la necesidad del trabajo? Se debe responder al respecto que el trabajo permanece, no está absolutamente vinculado muy profundamente a la posibilidad que ofrece el trabajo a una actividad mediadora entre el hombre y la naturaleza y a una vida social fecunda. Habrá no obstante mañana, deja vislumbrar Juan Pablo II, profundos reordenamientos de la «distribución del trabajo» (LE, 3). Ello significa que la enseñanza social del cristianismo, siendo muy estable en sus motivaciones, se adapta sin embargo y da prueba de relativa movilidad en sus aplicaciones.

EL CAPITAL

Tal como la necesidad, la propiedad y el trabajo, el capital es una estructura fundamental de la economía. Está vinculado a la realidad del instrumento, producto del trabajo pasado, acumulado para un nuevo trabajo más eficaz. Hoy de hecho ala vez, subraya el mensaje social de la Iglesia, riqueza encontrada o recibida y riqueza productiva. Pero la consideración fundamental es la del capital fruto del trabajo pasado acumulada al servicio del trabajo actual, vivo. Uno de los grandes males de las primeras etapas de la revolución industrial consistió en la anormal dominación del capital sobre el trabajo, arrastrando una igualmente anormal sumisión del hombre a las cosas. El capital se acumula fácilmente, tiende a acumularse siempre más. Por esto obtiene un poder, desproporcionado y tiene tendencia a dominar. El trabajo, por comparación, queda disperso, a menos que se asocie de manera eficaz. Pío XI se refiere al respecto: «esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y una multitud de indigentes, contraste que cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea» en la distribución de recursos (QA, 58). Pío XI critica ante todo la dominación y primacía del capital que se podía observar en el régimen capitalista de la época (QA, 103-4). Igualmente Pío XI habla en 1945 del «monopolio o despotismo económico de un conglomerado anónimo de capitales». Llegó a evocar el ingreso del capital tanto en el mundo urbano como en el agrícola en términos muy críticos: «Las ciudades modernas –decía– con su constante desarrollo, su aglomeración de habitantes son el producto típico de la dominación de los intereses de un gran capitalismo no solamente en la vida económica, sino incluso sobre el hombre mismo…». Sucede muy a menudo que no son ya las necesidades humanas las que dirigen, según su importancia natural y objetiva, la vida económica y el empleo del capital, sino, por el contrario, el capital y el interés esperado es el que determina cuáles necesidades es menester satisfacer y en qué medida; no es pues el trabajo humano destinado al bien común quien atrae al capital y lo pone a su servicio, sino, por el contrario, es el capital quien mete en el baile al trabajo aquí o allá, desplazando al hombre como un balón de juego» (1946).

Y he aquí el efecto en los campos, según Pío XII: «El capital, renunciando a su noble misión de promotor del bien de la sociedad en cada una de las familias que la componen, penetra en el mundo mismo de los cultivadores y les inflige los mismos males (que al mundo industrializado). Hace centellear el oro y una vida de placer ante los ojos deslumbrados del trabajador de los campos para incitarlo a abandonar la tierra y a perder en la ciudad las economías laboriosamente amasadas y, muy a menudo, la salud, la fuerza, la alegría, el honor y el alma misma. Esta tierra así abandonada, el capital se apresura a hacerla suya; ya no es un objeto de amor sino de fría explotación» (1951).

Debe subrayarse que estas críticas apenas hacen diferencia entre el caso de capital monopolizado por un pequeño grupo de propietarios a sobre todo de gerentes privados, y el del capital monopolizado de una manera semejante por el poder político (o por algún partido que lo controla). La doctrina católica decía Pío XII, «deplora que cualquier sistema económico atribuya al capital mismo privilegios excesivos» (1946).

El capital, en todas partes, siendo útil, tiende también a ser muy poderoso. Conviene resistir a esta tendencia. La Iglesia lo hace, en primer lugar, con el principio que propone de la primacía del trabajo sobre todo lo que no es más que instrumento de trabajo: «El trabajo humano, lo ha declarado el concilio Vaticano II… es muy superior a los restantes elementos de la vida económica pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos» (GS, 67). Y hace algunos años Juan Pablo II desarrolló ampliamente este punto de vista en su encíclica sobre el trabajo: «Conviene subrayar y poner de relieve la primacía del hombre en el proceso de producción, la primacía del hombre respecto de las cosas. Todo lo que está contenido en el concepto de capital –en sentido restringido– es solamente un conjunto de cosas» (LE, 12). No es, precisa enseguida, la estructura misma de la producción económica que conduce así a violar el principio de la primacía del trabajo: la violación proviene de los sistemas establecidos por los hombres, de abusos cometidos por los hombres que sacan una ventaja indebida del poder que está en el capital (Cf. LE, 13).

La «ruptura», prosigue el Papa, el abuso que conduce a la explotación «ha tenido lugar en la mente humana, alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida práctica. El trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al capital, y el capital contrapuesto al trabajo, casi como dos fuerzas anónimas, dos factores de producción colocados juntos en la misma perspectiva «economística» (LE, 13). Este economismo, precisa Juan Pablo II, es un materialismo. No siempre un materialismo teórico, pero en todo caso un materialismo práctico, una «manera no humanista de plantear el problema» (Ibid.).

El mismo «error», agrega Juan Pablo II, característico del «capitalismo y liberalismo primitivos», «puede sin embargo repetirse en otras circunstancias de tiempo y de lugar si se parte en el pensar de las mismas premisas tanto teóricas como prácticas». Además, «no se ve otra posibilidad de una superación radical de este error, si no intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría como en el de la práctica, cambios que van en la línea de la decisiva convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios de producción» (Ibidem).

El mal característico así mirado lleva tan exactamente a la sobre estimación del capital, que Juan Pablo II designándolo con el nombre de «capitalismo», aplica a todos los regímenes donde domina así el capital, corrientemente llamados socialistas como también corrientemente llamados capitalistas. (Cf. LE, 7).

LA EMPRESA

La combinación de propiedad, trabajo, capital se efectúa muy frecuentemente en el seno de lo que llamamos empresa: la Iglesia la ve como una cooperación productiva, con aporte de ayudas diversas, trabajo por una parte, de muy diversa calificación (hasta el trabajo de organización, de empresa), capital por otra, de monto muy variado, según los aportes. Al término de un gran debate que tuvo lugar por los años 1949-1950 a propósito del derecho «natural» de cogestión de las empresas proclamado por algunos, Pío XII afirma, se puede decir, que no se puede hacer abstracción de la diversidad o particularidad de los aportes de unos y de otros. Si bien la empresa no es nunca pura asociación de personas que participan en ella con igualdad (lo que era la hipótesis del «derecho natural» de cogestión en discusión). Pero, dejando a salvo este punto, la iglesia con Pío XII mismo sostiene que la empresa es un manojo de derechos personales, es decir, que hay personas detrás de cada uno de los derechos presentes, y ya antes de Juan XXIII, Pío XII mismo había dicho que la empresa es una «comunidad», que debe ser un lugar de una muy amplia participación. Una participación que vaya, subrayémoslo, hasta la misma gestión, como lo pide expresamente el concilio Vaticano II.
La participación es el valor central promovido por la Iglesia al hablar de empresa y es requerida por toda empresa. Es también requerida por Juan Pablo II en el caso de la «socialización» que es intolerable, según él, cuando es en realidad el monopolio de un grupo de un «partido», pero que sería aceptable a sus ojos –sería una verdadera «socialización» – si fuera verdadera participación de todos, si, como dice, «la subjetividad de la sociedad está asegurada» (y respetada) (LE, 14). La Iglesia tiene la sensación que las reformas son todavía demasiado tímidas en este sentido en los más diversos países.

EL INTERCAMBIO

El intercambio es el último elemento a considerar para tener una visión sistemática de todos los elementos de la vida económica: un proceso típicamente social, más allá de la relación con la naturaleza inherente a la necesidad, al trabajo, a la propiedad. Por el contrario, ciertamente, ni más ni menos social que la empresa, red de cooperación entre numerosas personas como acabamos de verlo.

Por de pronto se impone una precisión: el intercambio económico se caracteriza, en comparación con otros intercambios, culturales, por ejemplo, e incluso sexuales…, por la mediación de cosas –de productos– que representan las diversas personas en sus intercambios.

Desde el siglo XIX la Iglesia ha reencontrado y lo reencuentra nuevamente hoy día el problema del intercambio, principalmente a propósito de la reivindicación de la libertad de comercio. ¿Cómo expresar su posición fundamental?

Cabe notar que el mismo Karl Marx anula prácticamente el intercambio en su perspectiva del porvenir y de una asociación de trabajadores «empleando según un plan concertado sus numerosas fuerzas individuales como una sola y misma fuerza de trabajo»» el «»producto social». Es decir, que bien podría haber ahí algún problema de repartición de este producto; en todo caso los productores no tienen demasiada autonomía para que se pueda hablar entre ellos de un verdadero intercambio… En comparación, la iglesia insiste mucho en que se tenga en cuenta a las personas, cuyas relaciones, solas, constituyen la sociedad. Al nivel económico respetar las personas supone darle un lugar a los intercambios… un derecho fundamental (del hombre) al intercambio queda así implícitamente afirmado. Y las actividades concernientes más directamente al intercambio, el comercio, han sido consideradas, especialmente por Pío XII, como posibles contribuciones enteramente válidas para la vida social.

Pero ¿cuál es la relación entre la afirmación del derecho fundamental a intercambiar y a la libertad de comercio tan fuertemente reivindicada a fines del siglo XIX y nuevamente hoy (bajo el nombre de «economía de mercado»)? La Iglesia de hecho se muestra favorable a la libertad de intercambio pero no sin límites. «La libre competencia… –escribió Pío XI– no puede de modo alguno regir la economía» (QA, 88). Ésta tiene méritos allí donde es real y permite una verdadera participación a todos los socios, pero tiene principios más elevados que pueden ayudar a encuadrarla, en particular por lo demás para evitar que no sea entorpecida bajo cierta apariencia de libertad.
Pablo VI presentó el problema de manera completa en 1967 a propósito del comercio internacional entre países desarrollados y países en vías de desarrollo. Dice muy especialmente: «La regla del libre intercambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son sin duda evidentes cuando las partes no se encuentra en condiciones demasiado desiguales de potencia económica: es un estímulo del progreso y recompensa del esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados ven en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman «libremente» en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos» (PP, 58).
Luego Juan Pablo II ha vuelto sobre el problema en Centesimus Annus. Ya lo hemos visto y su apreciación del libre mercado y los límites que éste comporta a sus ojos por el hecho que sirve mal la satisfacción de necesidades muy importantes pero no solventes, además asegura mal la producción y distribución de los bienes colectivos. El juicio general que formula respecto del capitalismo o al liberalismo es éste: «Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizás sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado» o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que lo ponga al servicio de la persona humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa» (CA, 42).

En síntesis, la organización de la economía debe descansar siempre sobre un doble principio y no en uno solo: libertad y solidaridad; no libertad sola, tal como lo ha explicado Paulo VI en Octogesima Adveniens, documento en el cual se refiere a «la ideología liberal que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola a la búsqueda exclusiva del interés y del poder, considerando la solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de las iniciativas individuales y como un criterio mayor del valor del valor de la organización social» (OA, 26). Al contrario, la solidaridad debe ser buscada como un fin, por sí misma, y es necesario apreciar a la sociedad según el grado de solidaridad que ella realice.

EL DESARROLLO

El crecimiento podría ser entendido como un elemento de la vida económica como todos los otros elementos que hemos tratado hasta aquí, la necesidad, el trabajo, el capital, la empresa, el intercambio. De hecho, al dar un lugar importante, aunque sea subordinado, al capital, hemos reconocido el valor del crecimiento. El desarrollo no deja de tener relación con él; es sin embargo de otra naturaleza, más cualitativa. A través de su crecimiento, un sistema económico produce todavía más, acrecienta sus inversiones, desarrolla su comercio internacional sin transformarse de manera notable.

Por el contrario, la transformación cualitativa pertenece a la esencia misma del desarrollo: una economía pasa de un género y de un estilo característico a otro género y a otro estilo. Por ejemplo, del sistema de subsistencia, puramente agrícola, apoyado sobre conocimientos heredados, tradicionalmente, al sistema industrial fundado sobre técnicas en que la ciencia es ampliamente aplicada. Todo o casi todo cambia: la organización social, la mentalidad, la escala de valores, la educación por el tránsito de uno de estos sistemas al otro aunque existen evidentemente factores de continuidad. La problemática del desarrollo y de las relaciones entre países desarrollados y países en vías de desarrollo se ha convertido a partir de fines de los años 50, en el centro de la preocupación social de la Iglesia católica, como se evidencia en la encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII (1961), luego en Populorum Progresio de Paulo VI (1967) y en Sollicitudo Rei Socialis de Juan Pablo II (1987). Igualmente en el capítulo sobre la vida económica de la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo de hoy, Gaudium et Spes del Vaticano II, que ha sido escrito bajo el signo del «desarrollo».

Con Mater et Magistra ha llamado la atención el problema de las relaciones entre países en vías de desarrollo y los países desarrollados (MM, 157). Luego la autoridad católica progresivamente se ha ido pronunciando sobre el desarrollo mismo y dando recomendaciones al respecto. Paulo VI en Populorum Progressio se ha esforzado por descubrir la naturaleza del desarrollo. Se trata, explica, de acceder a un mejoramiento humano «mientras un gran número de hombres están condenados a vivir en condiciones que vuelven ilusorio este legítimo deseo» (PP, 6). Paulo VI incluso coloca el desarrollo en relación directa con la «vocación», esta característica fundamental del hombre desde un punto de vista religioso – cristiano: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta… Este crecimiento no es facultativo… La creatura está obligada a orientar espontáneamente su vida hacia Dios, verdad primera y bien soberano. Así el crecimiento humano constituye como un resumen de nuestros deberes… Y no es solamente este o aquel hombre, sino que todos los hombres están llamados a este desarrollo pleno» (PP, 15-17). Y no es cuestión ciertamente de hacer del crecimiento y del desarrollo económico un absoluto: se deben tener en cuenta las «exigencias de la vida intelectual, moral, espiritual y religiosa» del hombre. El desarrollo es, sin embargo, un verdadero valor sobre todo cuando es exigido por las necesidades más imprescriptibles de la humanidad, teniendo en cuenta, por ejemplo, el crecimiento demográfico.

Paulo VI entiende el desarrollo sobre todo como «industrialización», a la cual se muestra favorable. Sin embargo, al plantear el problema del desarrollo la Iglesia desemboca en seguida en el problema cultural que aquí es esencial. Se debería llegar al desarrollo sin trastornos culturales. Paulo VI presenta así el problema: «El choque entre las civilizaciones tradicionales y las novedades de la civilización industrial rompe las estructuras que se adaptan alas nuevas condiciones, su marco, muchas veces rígido, era el apoyo indispensable de la vida personal y familiar, y los viejos se aferran a él, mientras que los jóvenes lo rehuyen como un obstáculo inútil para volverse ávidamente hacia nuevas formas de vida social. El conflicto de las generaciones se agrava así con un trágico dilema: o conservar instituciones y creencias ancestrales y renunciar al progreso, o abrirse a las técnicas y civilizaciones que vienen de fuera pero rechazando las tradiciones del pasado, con toda su riqueza humana. De hecho, los apoyos morales, espirituales y religiosos del pasado ceden con mucha frecuencia, sin que por eso mismo esté asegurada la inserción en el mundo nuevo» (PP, 10).

Veinte años más tarde con Juan Pablo II y Sollicitudo Rei Socialis la atención se enfocará hacia otros aspectos, más modernos si se quiere, del problema cultural del desarrollo, que son expresados por los indicadores culturales o socio-culturales. En este contexto se ha dado paso masivamente al ahogo del derecho a la iniciativa económica observada en muchos países –del mundo comunista tanto como del mundo en vías de desarrollo–: «La negación de este derecho… reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano… En lugar de la iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático… Esto provoca un sentido de frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida nacional, empujando a muchos a la migración y favoreciendo a la vez una forma de emigración «psicológica» (SRS, 15).

El problema del desarrollo, en fin la preocupación por lo cultural reúne la preocupación por lo político. «La negación o limitación de los derechos del hombre –se pregunta Juan Pablo II– por ejemplo el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar en la construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar sindicatos, o de tomar iniciativas en materia económica ¿no empobrece tal vez a la persona humana igual o más que la privación de los bienes materiales? (SRS, 15). Conclusión: «El subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano» (Ibid.).

¿Qué hacer frente a todos estos puntos de vista? Es menester por de pronto respetar verdaderamente la particularidad de cada pueblo y de cada cultura, tal como lo dicen en forma muy semejante Juan XXIII (MM, 169-170, 175, 176), el Concilio Vaticano II (GS, 66, 69), Paulo VI (PP, 29, 37). Entre otros problemas particulares, Paulo VI exige por ejemplo, el respeto del derecho de las personas en materia demográfica (Cf. PP, 37), lo que después será retomado por Juan Pablo II. Paulo VI sobre todo hace la recomendación de una transformación en lo posible sin brutalidad: «armoniosamente, so pena de romper indispensables equilibrios» (GS, 15; cf. PP, 41).

En segundo lugar, es menester acordar gran importancia a un progreso social acompañando al económico: el crecimiento económico depende ampliamente de este «progreso social» (PP, 35). Una gran parte de este progreso social consiste en la educación y, desde luego, en la alfabetización (Ibid.).

En tercer lugar, las Reformas Agrarias siguen teniendo una gran urgencia en muchas regiones en vías de desarrollo. El concilio Vaticano II sobre todo se ha referido a ella con precisión, teniendo en cuenta la complejidad de las situaciones: «Son pues necesarias reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa del trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo» (GS, 71).

En cuarto lugar, las recomendaciones de orden cívico y político de la encíclica Sollicitudo Rei Socialis de Juan Pablo II. La iniciativa es recomendada a cada país además de cada persona, (SRS, 44), pues «muchos países tienen necesidad de reformar algunas estructuras injustas y especialmente sus instituciones políticas a fin de reemplazar regímenes corrompidos, dictatoriales y autoritarios por regímenes democráticos que favorezcan la participación» (Ibid.).
Apremiante exigencia en este momento.

LO ECONÓMICO Y LA POLÍTICA

Otras dos tomas de posición de la Iglesia originada en la concepción del hombre, nacida del misterio cristiano son importantes en lo tocante a la vida económica. La primera es que los hombres en general, los agentes de la economía en particular, tienen derecho a asociarse, que es menester promover el desarrollo de las asociaciones, pues ellas son capaces de compensar algunos efectos de dominación que resultarían del funcionamiento de la economía. El siglo XIX había puesto cara a cara los individuos solos y el Estado en tanto la Revolución Francesa, influyente en esta época, había desconfiado de los intereses particulares y de las asociaciones particulares, como para que pudiera desligarse del Estado completamente por una «voluntad general» de todo el cuerpo político. Aquí la Iglesia reaccionó vigorosamente, favorable en particular a los sindicatos. Tanto León XIII como Juan Pablo II han tenido la ambición de hacer surgir una sociedad civil diversificada y espontánea, entre individuos y el Estado, para el enriquecimiento de la vida social y la consolidación de la libertad.

León XIII sin embargo se hizo famoso por haber decidido en una querella que dividía a los católicos –liberales e intervencionistas– a favor de un estricto derecho –y deber– de intervención del Estado en la economía por más de un título. Un título general y títulos particulares. «Los que gobiernan –dice– deben cooperar primeramente y en forma general con toda la fuerza de sus leyes e instituciones…» (RN, 23).

Luego la ciudadanía, consideraba León XIII, es «una y común para todos los miembros del Estado, grandes y pequeños»: el Estado debe intervenir especialmente a favor de quienes están más desprovistos y son más débiles. «La gente rica, protegida por sus propios recursos necesita menos de la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso se confía principalmente al patrocinio del Estado. Éste deberá por lo tanto rodear de singulares cuidados y providencias a los asalariados que se encuentran entre la muchedumbre desvalida» (RN, 27).

Ni León XIII ni sus sucesores son estatistas, y Pío XI por su parte establecerá el «principio de subsidiariedad» que pretende que el Estado ayude, no reemplace normalmente a las sociedades inferiores o a las personas individuales en sus responsabilidades propias. La afirmación de principio del derecho de intervención del Estado en las economías, constituye, sin embargo, una señal bien característica de la enseñanza social católica respecto de la economía: de muchas maneras hemos anteriormente mostrado que la economía es una sociedad –una sociedad propiamente dicha, no un simple agregado– añadimos ahora que la economía es una sociedad en una sociedad más amplia. La sociedad más amplia que nos hace mutuamente conciudadanos se refleja necesariamente en la otra, más limitada, menos completa. En consecuencia, hay maneras de tratar a los demás hombres que podrían parecer compatibles con la economía, pero que debemos prohibir en tanto somos conciudadanos, miembros de un mismo cuerpo político. Y el cristiano agregaría, hermanos por la misma creación y redención.

En síntesis, el cristianismo no nos proporciona un modelo ni un diagrama de la sociedad económica, como habrán comprendido de la exposición que acabo de hacer de la enseñanza social que deriva de la autoridad católica, pero el cristianismo implica la observación de una serie de principios mayores, como el de solidaridad y subsidiariedad –o de solidaridad y libertad, de iniciativa y de participación, de autonomía de la economía– mundo donde las relaciones pasan a través de bienes materiales – pero de subordinación de la misma economía a la conciudadanía: la observación de estos principios es susceptible de arrastrar un estilo enteramente propio de vida económica y de organización de la economía que sería realista y humano a la vez y al mismo tiempo practicable y religioso. Por otra parte, ¿no han aportado efectivamente los cristianos al menos algunos elementos a la vida económica de más de algún país, especialmente desde comienzos del presente siglo, desde el reinicio de una reflexión social cristiana a partir de la encíclica de León XIII a fines del siglo XIX? Hoy se puede esperar el contagio a otros países de esta misma reflexión, puesta al día, entre otros, por la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II en 1991.