La gente invisible de Ujda

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Durante las últimas tres décadas, los gobiernos europeos han llevado a cabo una campaña cada vez más despiadada para evitar que los inmigrantes sin papeles crucen o incluso alcancen sus fronteras. En los últimos años, la ciudad de Ujda, en el noreste de Marruecos, se ha convertido en uno de los muchos lugares en lo que esta obsesión ha tenido consecuencias nefastas.

Extracto de un artículo publicado en The New York Times.


La  importancia de esta moderna y bulliciosa ciudad de 500.000 habitantes a sólo 15 kilómetros de la frontera argelina en las guerras fronterizas de Europa se debe en parte a su ubicación estratégica en la vía migratoria que cruza a través del Sáhara hasta Malí, Níger, Nigeria e incluso más allá. Desde 1994 la frontera de Ujda está cerrada por razones políticas, pero para muchos inmigrantes que cruzan el Sáhara, sigue siendo una escala decisiva que los deja más cerca de la tierra prometida de Europa.


Ujda está a sólo unos 150 kilómetros de la ciudad costera de Melilla, pero para la policía y las fuerzas de seguridad marroquíes, su cercanía al desierto la convierte en el lugar idóneo para deportar a inmigrantes detenidos en otros puntos del país. En realidad, Ujda se ha convertido en un microcosmos de un fenómeno de mayor alcance, en el que los sueños de los inmigrantes se topan con la implacable maquinaria de la Fortaleza Europa.


En otoño de 2005, miles de africanos subsaharianos fueron deportados a este lugar y abandonados en el desierto sin comida ni agua tras un intento en masa de escalar las vallas fortificadas que rodean a las ciudades españolas de Ceuta y Melilla, en el norte de Marruecos. Muchos murieron antes de que el gobierno marroquí cediera y llevara a cabo una operación de rescate.


La respuesta de la Unión Europea a estos impactantes sucesos fue reforzar sus fronteras meridionales, dejando varados en Marruecos a cerca de 10.000 inmigrantes, según algunos cálculos. Aproximadamente 700 de ellos viven en Ujda o los alrededores.


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Los hombres, mujeres y niños inmigrantes viven en la pobreza más absoluta. Los destartalados campamentos son con frecuencia objeto de redadas de la policía, que deporta a sus habitantes al borde del desierto, donde es muy probable que los violen y ataquen los bandidos o que los guardas de la frontera argelina los hagan volver en lo que equivale a un despiadado juego de ping-pong con humanos.


«Aquí vivimos como conejos», explica un joven nigeriano llamado Anthony. «Nos escondemos de día y salimos por al noche». Algunas personas llevan años viviendo de esta manera.


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En uno de los campamentos conocía a una mujer congoleña llamada Dolita que abandonó Kinshasa, República Democrática del Congo, para pedir asilo en Europa. Hace dos meses la deportaron al desierto con sus tres hijos, incluido un bebé recién nacido. Sólo se salvó gracias a un tenaz defensor de los derechos humanos, Hicham Baraka.



En teoría, los gobiernos europeos cuyas políticas han creado esta desgracia humana deberían hacer un esfuerzo para garantizar que son tratados con humanidad y respeto, pero Europa guarda silencio. Y al igual que a los inmigrantes de las chabolas arrasadas de Calais, Francia, y Patmos, Grecia, a los apátridas de Ujda se les está administrando un severo tratamiento para curarlos de sus sueños europeos.