La Iglesia: última barrera contra la opresión.

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Al menos cinco veces: con los arrianos y los albigenses, con el escéptico humanista, después de Voltaire y después de Darwin, la Fe fue aparentemente arrojada a los perros. Pero en todos estos casos fueron los perros los que perecieron. Tal constatación histórica es de Chesterton. Lo escribió, hace ya más de ocho décadas, en El hombre eterno, donde saca la conclusión, no desde la ideología, sino desde la aplastante lógica de los hechos: Una cosa muerta puede ser arrastrada por la corriente, pero sólo algo vivo puede ir contra ella.

Al igual que su Señor, con la persecución, la Iglesia ha mostrado siempre esa formidable potencia que sólo puede venir de Dios. Esa fuerza -como afirma san Pablo, igualmente desde la propia experiencia- se manifiesta en la debilidad. Los males realmente dañinos, a la Iglesia nunca le han venido de fuera. Nunca ha crecido y se ha fortalecido tanto como en tiempos de persecución. Los peores males siempre le han venido de dentro. Quien se ha descristianizado no es el mundo. El mundo siempre ha sido mundo. Es dentro de la Iglesia donde se produce la descristianización. Así lo decía Bernanos, en la conferencia Revolución y libertad, dada en La Sorbona, de París, en 1947, y recogida en el libro La libertad, ¿para qué?: El hombre de Europa no es el hombre materialista, es el hombre desespiritualizado, es un cristiano corrompido. Años atrás, en Los grandes cementerios bajo la luna, ya había puesto en labios del ateo de ficción, a quien dejaron predicar en la fiesta de santa Teresa de Lisieux, esta contundente sentencia: Vosotros sois la sal de la tierra. Si el mundo se vuelve insípido, ¿a quién queréis que eche las culpas?.


En el último Via Crucis del pontificado de Juan Pablo II en el Coliseo romano, el cardenal Ratzinger, pocos días antes de su elección como Benedicto XVI, oraba así al Señor: Frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros, quienes te traicionamos. Era la novena estación, y comenzaba así sus palabras: ¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia?… ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!.


¡Pero el poder de Dios es más grande y más fuerte! Satanás -continuaba el entonces cardenal Ratzinger- se alegra, porque espera que ya nunca podremos levantarnos. Pero Tú, Señor, te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Ahí, y no en la ausencia de persecuciones, está la esperanza de la Iglesia, y de la entera Humanidad, la gran esperanza que con tanta belleza proclama, ya como sucesor de Pedro, en su encíclica Spe salvi. El Coliseo ponía delante de los ojos el testimonio de los mártires. Ellos, decía Ratzinger, siempre han sido un ejemplo claro para todos de cómo resistir. Lo avalaba con los hechos: Precisamente en los sistemas totalitarios es donde la Iglesia ha demostrado que no se deja conformar a una sola concepción del mundo, y se establece como polo contrario y como comunidad universal, como una fuerza contraria a la opresión. En el siglo XX se ha demostrado, de forma hasta ahora desconocida, que precisamente esa comunidad, que es la Iglesia, crea una fuerza antagónica frente a cualquier mecanismo opresor y frente al uniformismo político y económico universal; más aún, da libertad a los hombres y es para ellos una última barrera contra la opresión.