Es impresionante verlos caminar, con solo un morral al hombro, desde diversas ciudades del país. Su objetivo es alcanzar la línea fronteriza, como si fueran los caballeros del Rey Arturo en búsqueda del Santo Grial. Son cientos de kilómetros que paso a paso, sin medirlos, van dejando, casi siempre bajo el inclemente sol. Huyen del hambre que está azotando al país, especialmente en los estados del interior.
El transporte público ya es casi inexistente, no solo por la escasez de combustible, sino por los exorbitantes precios de los cauchos, lubricantes y repuestos. Esta es una segunda etapa de migrantes que en masa huyen en búsqueda de un destino mejor, de supervivencia.
La mayoría lleva en la espalda el morral tricolor, que alguna vez el Ministerio de Educación repartió en las escuelas públicas. Ahí deben llevar si acaso un par de mudas de ropa y en la mano o en los brazos a los niños.
Esta segunda oleada de migrantes se diferencia de la primera porque parecen resignados a no regresar. Van con lo indispensable, pero lo más valioso. La primera vez miles de venezolanos viajaban, casi siempre en autobús o busetas del transporte público. Eran cientos las unidades que empezaron a hacer viajes exclusivos para trasladar a quienes se iban del país, con la esperanza de conseguir trabajo y un nivel de vida mejor en otros países.
Con la llegada de la pandemia a nivel mundial, el cierre de fuentes de trabajo, la imposibilidad de pagar alquiler y poder subsistir, un porcentaje de miles de venezolanos de la diáspora decidieron regresar. Y sufrieron miles de obstáculos para llegar a la frontera, pero sobre todo para pasar la línea fronteriza.
El régimen venezolano no los trató con la consideración debida, una vez que la cantidad de migrantes colapsaron los centros de atención y los refugios de las cuarentenas necesarias. Hay funcionarios que los calificaron de bioterroristas, otros los amenazaron con enviarlos a cárceles destinadas a presos de alta peligrosidad.