La literatura de calidad, medio de transmisión de valores.

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Actualmente, algunos autores indican que para estudiar la Ética hay que valerse de las grandes obras literarias…Aquí surge la cuestión decisiva: La lectura de obras literarias ¿puede contribuir a modelar nuestra forma de ver la vida y orientarla por una vía fecunda? ¿O se trata de un bello y divertido pasatiempo, útil para rellenar los ratos de ocio?




LA LITERATURA DE CALIDAD, MEDIO DE TRANSMISIÓN DE VALORES

ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS
Universidad Complutense. Madrid

Cuando éramos niños, la lectura de cuentos y narraciones infantiles nos abrió a mundos de ensueño, que todavía hoy no hemos olvidado, y las narraciones bíblicas nos descubrieron horizontes de vida amplísimos. Recordad el relato de José y sus hermanos en Egipto y las lágrimas que derramamos al leer el reencuentro de Jacob con su hijo. Al llegar a la adolescencia, empezamos a entusiasmarnos con diversas novelas históricas de corte romántico y disfrutamos en el colegio con las figuras adorables de Don Quijote y Sancho. Más adelante, ampliamos nuestro círculo de obras y fuimos descubriendo las inmensas riquezas de la literatura universal, según iban cayendo en nuestras manos las obras de los grandes autores: Tirso, Lope, Shakespeare, Dostoievski, Goethe, Flaubert, Pérez Galdós… Así fuimos descubriendo, emocionados, que el mundo de las letras ofrece una visión colorista, muy honda a su modo, de la vida humana.

Y llegó el momento de estudiar Literatura en plan académico. En los cursos de Enseñanza Media y de Universidad tuvimos que aprender multitud de datos: nombres de autores y obras, fechas, manuscritos, influencia de unos autores sobre otros, relaciones de unas escuelas y otras, y mil cuestiones más. Pero ¿aprendimos a penetrar en el tema profundo de cada obra, no sólo en su argumento? ¿Nos enseñaron a captar el sentido de cada pasaje, no sólo su significado más a mano y obvio? Todos Vds. han leído ese maravilloso relato de Saint-Exupéry titulado El principito. Cuando más enfrascado está el piloto en el arreglo del avión, advierte a su lado la presencia de un pequeño bien vestido, de aire gentil, que, sin presentarse siquiera, le ruega que le dibuje un cordero. Dígame una cosa, lector: ¿Qué sentido preciso tiene en este contexto semejante petición? ¿Le interesa de verdad al principito tener un dibujo de un cordero? Mire. Si atendemos sólo al dibujo, tal como se entiende de ordinario, captamos sólamente el argumento de la obra, no su tema. Y éste es lo verdaderamente importante, lo que encierra valor formativo y constituye la fuente de la belleza de la obra.

De niños nos hizo mucha gracia ver cómo le crecía la nariz al bueno de Pinocho cuando decía una mentira. Pero ¿hemos reparado en qué significa el hecho de que se le deforme el rostro al no decir la verdad? Si no lo descubrimos, reducimos la obra a una mera ficción, sólo apta para pasar un rato divertido. Con ello perderemos una ocasión de oro para aumentar nuestra formación y perfeccionar nuestro modo de ser.

Actualmente, algunos autores indican que para estudiar la Ética hay que valerse de las grandes obras literarias. Léase atentamente el siguiente párrafo que figura al final de la Ética de José Luis L. Aranguren:

«No, la moral no es aburrida, sino todo lo contrario. La moral, es decir, el sentido de la vida, es lo más apasionante en que el hombre puede pensar. Pero la ética sí suele ser aburrida. (…) Me parece que la solución está en la atención a la realidad, es decir, a la experiencia, a la vida, a la historia, a la religión y, en fin, a la literatura como expresión de todo esto. Lo cual de ninguna manera es una «concesión», pues, como hemos visto a lo largo de este libro, de todo ello y no de abstracciones tiene que alimentarse la ética. Creo, por tanto, que al buen profesor de ética le es imprescindible un hondo conocimiento de la historia, de la moral y de las actitudes morales vivas. Ahora bien, éstas donde se revelan es en la literatura. El recurso a la mejor literatura, a más de poner al discípulo en contacto con las formas reales y vigentes de vida moral, presta a la enseñanza una fuerza plástica incomparable y, consiguientemente, una captación del interés del alumno. Naturalmente, y como antes he dicho, este método de enseñanza no debe sacrificar el rigor a la amenidad, por lo cual las «figuras» literarias sólo cuando puedan ser fuente de auténtico conocimiento moral deben ser incorporadas a las lecciones. Pero, en cambio, por vía de ilustración, como ejercicios y en trabajos de seminario, deben ser ampliamente utilizadas (…) No se crea, sin embargo, que este medio auxiliar de enseñanza de la ética sea de fácil empleo. Hay que conocer profundamente la literatura, sobre todo la literatura contemporánea -que tiene mayor capacidad de solicitación del interés de los jóvenes-, y hay que ser un buen crítico literario. Cualidades que, ciertamente, no suelen darse con frecuencia entre los profesores de ética»(1).

La Ética estudia las actitudes que llevan al hombre al desarrollo de su personalidad o bien a la destrucción de la misma. La literatura de calidad describe ambos procesos de forma concreta y, a menudo, impresionante. Sin duda alguna, la lectura de grandes obras literarias puede ayudarnos sobremanera a descubrir lo que es nuestra realidad personal y lo que hemos de hacer para llevarla a plenitud. Pero ¿basta para ello leer las obras y hacerse cargo sencillamente de lo que en ellas se narra? Evidentemente no. Si al leer El principito y ver el avión averiado en el desierto, pienso que estoy asistiendo a una simple peripecia, un tanto aventurera -por tratarse de los tiempos heroicos de la aviación-, no sacaré de la lectura ningún provecho en orden a mi formación como persona. Tal vez sentiré el encanto poético de la narración y quedaré con un grato recuerdo de la figura del pequeño de aspecto principesco que vino a la tierra en busca de amigos. Pero se tratará de una impresión vaga que no cala hondo en el espíritu ni deja huella en él, porque no transforma las actitudes básicas que adoptamos en la vida.

Aquí surge la cuestión decisiva: La lectura de obras literarias ¿puede contribuir a modelar nuestra forma de ver la vida y orientarla por una vía fecunda? ¿O se trata de un bello y divertido pasatiempo, útil para rellenar los ratos de ocio?

Las obras de calidad distraen al lector, en cuanto le permiten salir del plano de la vida cotidiana e inmergirse en la trama de otras vidas. Pero esta trama no se reduce a una mera cadena de hechos. Es todo un tejido de «ámbitos de vida», enlazados merced a una lógica interna, que puede ser constructiva o destructiva. Descubrir este doble tipo de lógica tiene un gran valor formativo porque nos permite discernir el carácter benéfico o nefasto de ciertas actitudes. Empiezas a leer El túnel del escritor argentino Ernesto Sábato. Se trata de un relato en el cual un joven pintor cuenta que se hallaba completamente solo en la vida y un día conoció casualmente a una joven que le pareció sensible e inició con ella una relación de trato. Tal vez des por hecho que la quiere, que siente amor hacia ella. Pero ¿se trata de amor, o de mera voluntad de dominarla? Ven. La obra misma nos lleva a profundizar cuando la leemos de forma penetrante. Si acertamos a determinar con precisión de qué clase de atracción se trata, tendremos la clave para entender la obra hondamente y hacernos cargo del mensaje humanístico que nos quiere transmitir. Sábato no renunció a su carrera de físico atómico para escribir obras de mera distracción, sino para hacer un diagnóstico profundo del hombre actual que permita abrirle rutas fecundas.

Para descubrir esa clave, tenemos que leer la obra por dentro, como si fuéramos el autor mismo que la va creando. Esta lectura «genética» es la que vamos a realizar seguidamente, Verá, amable lector, las inmensas posibilidades que nos abre en orden a descubrir las leyes del desarrollo de la vida humana, de nuestra propia vida. Vista a la luz que desprende este tipo de lectura, cada obra no se reducirá a contarnos una historia lejana para nosotros; nos descubrirá ciertas formas de orientar la existencia que pueden muy bien ser las que nosotros adoptemos en el futuro. Shakespeare, en La tragedia de Macbeth, nos muestra el proceso que sigue un noble inglés desde el momento en que se entrega al vértigo de la ambición de poder hasta la hecatombe final. Tal vez piense Vd. que esto no le afecta en su vida. Se ve muy lejos de la posibilidad de matar al rey para ascender al trono. Sin duda, pero eso es el argumento de la obra. Penetre en el tema de la misma, y dígame si no ve como una posibilidad en su vida el entregarse a algún tipo de vértigo. Todos estamos expuestos a ello, y, a la luz de la obra shakesperiana, podemos muy bien prever cuál será nuestro fin si nos despeñamos por esa pendiente, que lo promete todo al principio y al final nos despoja de todo.

Se trata de una forma muy honda y fecunda de ver las obras literarias, y, derivadamente, las cinematográficas, que llevan siempre en la base un guión literario. Vale la pena adoptar este método y sacarle pleno partido. Para ello conviene fundamentarlo muy bien mediante un análisis filosófico preciso de lo que es una obra literaria, cuál es su alcance, en qué plano de la realidad se mueve, qué fines persigue…

Debido al poder clarificador que encierra la obra literaria, son numerosos los pensadores que acogen la obra novelística, teatral o poética como cauce adecuado para el análisis de temas filosóficos. Gabriel Marcel, dramaturgo y filósofo, manifestó en cierta ocasión que, cuando no veía claro un tema, elaboraba un drama, echaba a andar unos personajes y les concedía libertad para instaurar una trama de interrelaciones. En el campo de juego así fundado se le iluminaban las ideas. Esta luz filosófica procede del juego dramático, que, como todo acontecimiento lúdico, se realiza a la luz que él mismo suscita. De ahí que el criterio para crear o interpretar una obra deba ser interno al juego mismo de interpretación o creación.

En el campo estrictamente filosófico adoptaron, asímismo, con frecuencia el medio expresivo literario J.P. Sartre, A. Camus y M. de Unamuno. En obras literarias de calidad, escritas por pensadores profesionales de la filosofía, se hallan a menudo intuiciones filosóficas relevantes. Sirvan de ejemplo figuras como Goethe, Tolstoi, Dostoievsky, Rilke, Hölderlin, Proust, A. Machado… (2)

Por su parte, los cultivadores de la crítica literaria destacan actualmente la importancia del pensamiento filosófico en orden a una comprensión honda de los acontecimientos creadores. «Una reflexión profunda sobre la literatura -advierte S. Doubrovsky- es de orden filosófico o no es nada»3. Nada más cierto. Para revivir creadoramente el complejo acontecimiento que es una obra literaria, se debe seguir su proceso genético de elaboración, y ello implica la capacidad de hacer la experiencia de acceso a lo real que hizo en su día el autor. La tematización de este género de experiencias es tarea específica de la filosofía.

Nos hallamos ante una labor interdisciplinar, en extremo fecunda, que debemos acometer sin vacilación, en la seguridad de que la interacción de ámbitos y vertientes de realidad es fuente de luz, y, por el contrario, el acantonamiento de la actividad intelectual en actividades separadas provoca la depauperación del conocer humano.

Por mi parte, he intentado penetrar en el trasfondo humanístico de las obras literarias a la luz que desprende la investigación filosófica, sobre todo la estética. Este esfuerzo investigador me permitió elaborar un método de análisis literario que puede ser denominado «lúdico-ambital» por las razones que expondré a continuación.

Este método arranca de la convicción de que la obra literaria no se reduce a narrar hechos; plasma acontecimientos. No describe objetos; nos pone en presencia de «ámbitos de realidad» y de entreveramientos de ámbitos, que dan lugar a otros ámbitos o los destruyen. Al mostrar esta trama de ámbitos, la obra deja al descubierto los procesos espirituales que siguen los protagonistas hacia la construcción de su personalidad o hacia su destrucción. El conocimiento de tales procesos nos revela las leyes del desarrollo humano.

Posibilidad de una lectura «genética» de obras literarias

1. La obra literaria no es un mero objeto, sino un «ámbito de realidad»

Hay autores que muestran interés en destacar que la obra literaria, una vez terminada, se independiza del autor y posee autonomía propia(3). Para marcar esta independencia respecto al sujeto creador, afirman que la obra es un «objeto», una «cosa». Tal interpretación empobrece el alcance de la obra literaria de forma inaceptable y amengua en medida proporcional las posibilidades del hombre respecto a la misma. En efecto, si la obra es un objeto, yo no puedo encontrarme con ella, asumirla como propia, como una voz interior. Y al no poder asumirla, no soy capaz de interpretarla creadoramente, vivirla por dentro, como si la estuviera gestando. Con lo cual dejo de enriquecerme con el mensaje profundo que ella me transmite.

Vamos a precisar bien los términos, que es condición indispensable para pensar con rigor. ¿Qué se entiende por «objeto»? Podríamos decir, en principio, que es toda realidad que no se reduce a un apéndice del sujeto, que tiene independencia respecto a él. Bien, pero la palabra «objeto» presenta otra significación muy conocida, y no podemos permitir que se aplique a la obra literaria. Por objeto se entiende en la filosofía actual (Jaspers, Marcel, Heidegger…) toda realidad que es mensurable, asible, pesable, situable en el espacio y tiempo, sometible a análisis científico… Un ejemplar concreto de una obra literaria presenta estas condiciones: se lo puede medir, pesar, agarrar, etc. Pero, como obra literaria, no está en ningún lugar determinado, no puede ser asida con la mano, ni cabe someterla a un análisis científico en cuanto a composición, valor, alcance cultural y humanístico. No reúne, por tanto, las condiciones de objeto. ¿Es, acaso, un sujeto? De ningún modo. El eminente esteta francés Mikel Dufrenne afirmó que la obra artística es un quasi-sujeto, por cuanto presenta cierta iniciativa (5). Pero esa denominación ambigua no puede satisfacernos. Hemos de precisar qué tipo de realidad ostenta la obra literaria. Si no es ni objeto ni sujeto, ¿cómo debe ser caracterizada?

Antes de responder a esta pregunta, quisiera que Vd., amable lector, realice una experiencia que le va a dar luz para resolver por su cuenta el problema. Así empezará ya a ver por dentro el asunto, a ir siguiendo la génesis de la obra literaria, la historia de su proceso creador, así como la del proceso de interpretación de la misma. Aprenda de memoria un poema o un fragmento del mismo. Puede ser muy corto:

«Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquier tiempo pasado
fue mejor.»
«Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir»

Una vez aprendido el poema, repítalo una y otra vez, con intención de darle todo su alcance, su plenitud de sentido. Altere el ritmo, para conceder a cada palabra y cada verso su valor sonoro, su sentido en el conjunto, su colorido. Apague la luz, para quedarse a solas con el poema. Verá cómo, al cabo de un rato, le parece que es Vd. el autor del mismo, porque lo modela a su gusto, lo va re-creando en virtud de una voz interior que se lo dicta. En realidad, lo vuelve a crear, como si fuera por primera vez. No tiene Vd., obviamente, el mérito del autor, pero le corresponde el privilegio de dar vida al poema en ese instante preciso, y sin su colaboración el poema no existiría. Las meras letras sobre el papel no son el poema. El poema es esa fuerza que le mueve a Vd. desde su intimidad a expresar unos pensamientos y sentimientos de una determinada forma. Ahora dígame: ¿Qué tipo de realidad es esa que, siendo distinta de Vd. y en principio externa, extraña y ajena, se le acaba de convertir en íntima, en el sentido profundo de que es el principio de su obrar como declamador del poema? Un objeto nos es siempre distinto, externo y ajeno. No podemos asimilarlo como propio. Un alimento lo asimilamos, pero, al hacerlo, lo fusionamos con nuestra realidad, y pierde su autonomía, su identidad propia. El poema, en cambio, refuerza su identidad e independencia cuanto mejor y más intensamente lo asimilamos como una fuerza propulsora. ¿Se da cuenta de lo maravillosas que son estas realidades: un poema, una obra musical, un paso de danza…? Es fantástico descubrirlas y ahondar en su modo de ser, porque tal descubrimiento nos abre perspectivas colosales en nuestra vida.

Para determinar el modo de realidad del poema tuve que introducir un término nuevo: «ámbito de realidad», o sencillamente «ámbito». Haga conmigo estas sencillas experiencias de la vida cotidiana y verá cómo se ve también llevado a utilizar dicho vocablo. Estoy ante una persona desconocida. Con una cinta métrica puedo medir rápidamente lo que abarca de alto y de ancho, puedo pesarla, tocarla, empujarla, como si fuera un paquete. Presenta los caracteres de objeto. Pero sé perfectamente que esa persona, aunque no la conozco, no se reduce a lo que yo veo, oigo, toco, mido… Estoy seguro de que en su vida abarca cierto campo en diversos aspectos: el afectivo, el profesional, el estético, el religioso… Más que un objeto, bien delimitado, ese ser humano es un campo de realidad, que no es delimitable, ni asible, ni localizable, como lo son los objetos, pero es real. Llamémosle campo de realidad o ámbito de realidad. «¿Dónde termina el que ama; dónde comienza el ser amado?», preguntaba una mujer a su esposo en un drama de Gabriel Marcel. No lo podemos determinar, porque se trata de un ámbito de realidad que es difuso como una atmósfera, pero no por ello menos real. Cuando nos acostumbramos a ver como perfectamente reales ciertos seres que no tienen las condiciones que presentan los objetos, ampliamos inmensamente nuestra visión de la realidad, sobre todo de nuestra realidad personal, y ganamos una gran madurez como personas.

Pero no sólo los seres humanos son ámbitos, además de presentar una vertiente de objetos, por ser corpóreos. Un piano, como mueble, es un mero objeto. Puede ser medido, tocado, pesado… En cuanto instrumento, no se reduce a objeto. Es una fuente de posibilidades de sonar. Se abre, por así decir, a toda una serie de relaciones posibles; relaciones, por ejemplo, con obras de un carácter u otro (clásico, barroco, romántico…), a intérpretes de distinta técnica, mentalidad,orientación estética… Como realidad abierta y dotada de cierta iniciativa, el piano es un ámbito, no un objeto.

Algo semejante puede decirse de un barco. En cuanto puede ser medido, localizado, pesado…, constituye un objeto. Pero tampoco se reduce a tales condiciones; presenta diversas posibilidades: la de comer, pasear, pescar, disparar, navegar… Es, por tanto, además de objeto, ámbito.

Leamos un poema, y descubrimos fácilmente en él una fuente de posibilidades: de declamación, de configuración sonora y verbal, de expresión, de evocación… En cuanto está expresado en un material concreto, por ejemplo en este papel -que puedo tocar con mi mano y ver con mis ojos-, es un objeto. Pero, como obra literaria -fruto de un proceso creativo-, supera inmensamente la condición de objeto. Constituye todo un ámbito.

Este descubrimiento preciso de la condición «ambital» de ciertas realidades encierra la mayor importancia por una razón decisiva: los ámbitos pueden encontrarse entre sí; los objetos no. Y ya sabemos que el ser humano vive como tal, se desarrolla y perfecciona creando encuentros de uno y otro orden. Un bolígrafo que está sobre la mesa se yuxtapone a ésta, pero no se encuentra con ella. El barco que se desliza desde el dique al mar choca con éste, porque en un aspecto ambos son objetos, pero al mismo tiempo se encuentra con él, porque los dos -mar y barco- son ámbitos. De ahí el valor simbólico de una botadura. De modo semejante, el piano y el pianista se encuentran, porque entreveran sus posibilidades respectivas: la de sonar, por parte del piano; las de hacer sonar y crear formas musicales, por parte del pianista. Este entreveramiento de dos ámbitos da lugar a un ámbito nuevo de mayor envergadura: la obra musical interpretada.

El término «ámbito» puede referirse a tres formas de realidad distintas:

  1. Una realidad no delimitable, no asible, no pesable, dotada de iniciativa y de la capacidad de abarcar cierto campo en diversos aspectos. Muy sensible a este tipo de realidades, Martin Buber solía decir que «el tú no limita»(5).
  2. Un campo de posibilidades de acción. Un tablero de ajedrez, una red vial, un campo de deporte, un instrumento musical, un barco, un avión, el mar, el lenguaje, una obra de arte… y tantas otras realidades presentan una vertiente objetiva, pero no se reducen a ella; ofrecen al hombre diversas posibilidades de juego creador y deben ser consideradas como ámbitos. Tocarle al piano -como objeto- es distinto de tocar el piano -como instrumento-; lo primero es una actividad objetivista (una relación con un objeto), lo segundo es una actividad lúdica; significa un tipo de juego, un intercambio de posibilidades. Cuando se da esta forma de intercambio, acontece el fenómeno del encuentro, que implica la fundación de modos relevantes de unidad, el alumbramiento de sentido y la eclosión de belleza. Si hablamos con rigor, el juego no constituye un mero pasatiempo; es la fundación de ámbitos llenos de sentido (jugadas deportivas, formas musicales y artísticas, diálogos personales….) bajo unas normas precisas. Las diversas formas de juego están formadas por ámbitos que se entreveran, no por objetos que se yuxtaponen.
  3. El fruto de la interacción o entreveramiento de dos o más ámbitos. Una obra musical existe propiamente en el momento de ser interpretada. Es un ámbito de realidad creado por el entreveramiento de varios ámbitos: el autor, la partitura, el intérprete, el instrumento. Lo mismo cabe decir de un diálogo, la botadura de un barco, etc.

Ahora podemos comprender por dentro la experiencia que hemos realizado con el poema. Las posibilidades que éste nos ofrece las asumimos activamente y les conferimos un cuerpo expresivo merced a nuestra capacidad de revivir las experiencias a que alude el poema y la capacidad de dar voz y sentido a sus palabras, frases y estrofas. Este intercambio de posibilidades que da lugar a una realidad nueva -el poema en acto de ser revivido, declamado creadoramente- constituye un encuentro. Todo encuentro es una experiencia «reversible», de dos direcciones: yo configuro el poema y el poema me configura a mí.

Procure, amigo lector, hacerse perfectamente cargo de la riqueza que encierran estas experiencias «reversibles», porque la familiaridad con ellas le permitirá descubrir las formas de unidad más valiosas que puede fundar el hombre con las realidades de su entorno.
Es tan importante en nuestra formación como personas este descubrimiento que debemos dedicar un esfuerzo suplementario al análisis de la distinción que media entre objetos y ámbitos. Tenemos que conseguir que sea para nosotros algo transparente. Para ello vamos a realizar varios ejercicios, tan sencillos como eficaces. Este pequeño esfuerzo nos permitirá realizar otra serie de distinciones -hecho y acontecimiento, significado y sentido…-, decisivas para la elaboración de nuestro método de análisis literario.

Tres análisis de textos
A. La tragedia de Macbeth, de Shakespeare

Asediado por la conciencia de haber asesinado a su buen amigo, el rey Duncan, Macbeth se halla fuera de sí. Su mujer le insta a que tome un cuenco de agua y borre de sus manos las huellas del crimen. Con infinita tristeza, Macbeth contesta: «¿Todo el océano inmenso de Neptuno podría lavar esta sangre de mis manos? ¡No! ¡Más bien mis manos colorearían la multitudinosa mar, volviendo rojo lo verde!7. Esta frase impresiona por su escalofriante fuerza expresiva. ¿A qué se debe tal expresividad? Sencillamente, a la interferencia de dos niveles de realidad distintos. Lady Macbeth se movía en el nivel de los objetos: la sangre y el agua, vistos como realidades que pueden ser tocadas, delimitadas, desplazadas de un lugar a otro… En ese plano de la realidad, es claro que un poco de agua puede limpiar un poco de sangre pegada a unas manos. Macbeth, impresionado por el sentido negativo de su acción criminal, no se limita a considerar la sangre en el nivel objetivo; la ve como signo de una agresión injusta. Una agresión es un entreveramiento colisional de dos ámbitos de realidad, en este caso: dos seres humanos, Macbeth y Duncan. Al ser testimonio vivo, sensible, de este entreveramiento, la sangre adquiere poder simbólico. En cuanto objeto, la sangre puede ser lavada fácilmente con un poco de agua. Como símbolo de una escisión violenta entre dos personas, con su carácter extremadamente negativo en el aspecto ético, la sangre no puede ser eliminada ni por toda el agua del océano.

¿Ven cómo la distinción de objetos y ámbitos constituye una fuente de recursos literarios extraordinariamente valiosos? Este descubrimiento no hará sino ampliarse a medida que analicemos obras de calidad.

B. Hernani, de Víctor Hugo

En el capítulo IV, el autor nos presenta a Don Carlos que baja a la cripta en que se halla el sepulcro del emperador Carlomagno, y exclama conmovido: «¡Carlomagno está aquí! ¡Haber sido tan grande como el mundo…, y que todo quepa aquí…, y ved el polvo que hace un emperador!» También estamos ante una frase sumamente expresiva, y su expresividad procede asimismo del entreveramiento de dos planos de realidad: el objetivo y el ambital. En la frase «¡Carlomagno está aquí!» se confunden dos modos de realidad dispares. Al decir el nombre del emperador, nuestra atención se dirige al configurador de estructuras políticas que no han perecido con su muerte, sino que han pervivido de alguna forma en los siglos posteriores. Carlomagno, con cuanto implica, no yace en el sepulcro. En éste se halla su cadáver. La realidad que llenó el mundo y toda su época y modeló una forma de vivir y abrió perspectivas inéditas a la cultura europea no cabe en la estrechez de un sepulcro ni se disuelve en un puñado de polvo. Pertenece a otro nivel de realidad: el de los ámbitos y los «acontecimientos» políticos, sociales, espirituales.

El autor, con fina sensibilidad literaria, pasa subrepticiamente de un plano superior a otro inferior: considera a Carlomagno como un objeto corruptible. De ahí el choque entre la grandeza del monarca y la miseria de unos despojos corpóreos. Ese choque es fuente de gran expresividad. En el texto de Shakespeare, el salto de un nivel a otro se daba en sentido inverso: de abajo arriba. La sangre era considerada no como objeto sino como «ámbito», como realidad cargada de hondo valor simbólico.

Aquí se impone preguntar si este paso de un nivel a otro es legítimo. Al darlo, se juega con la ingenuidad del lector u oyente, que suele hallarse desprevenido y no tener muy en cuenta la diversidad de modos de realidad que existen. A mi entender, este recurso es del todo aceptable en literatura, por cuanto constituye una fuente de metáforas y comparaciones de la mayor belleza y expresividad. En el discurso filosófico, sin embargo, no es aconsejable, ya que el pensamiento filosófico no busca tanto la expresividad y la belleza cuanto la verdad, la exactitud en el análisis de cada realidad. Y esta exactitud sólo es posible cuando se considera cada ser en el nivel al que pertenece.

«La Historia es, como la uva, delicia de los otoños». De esta forma bellísima indica Ortega que la preocupación por historiar los hechos patrios es propia de sociedades maduras, de modo semejante a como la uva no está pronta para la cosecha en primavera, sino que es un producto otoñal. Esta comparación, además de muy lograda en el aspecto literario, resulta pertinente en el plano filosófico, porque expresa lúcida e inequívocamente lo que intenta sugerir el autor. No podría, en cambio, elogiar al mismo autor cuando afirma que el ser humano es por esencia soledad, y aduce, como ejemplo y prueba de ello, el hecho de que nadie puede sentir el dolor de muelas del otro ni gozar la delicia que le produce un manjar. Estos ejemplos están tomados del nivel de la realidad biológica, y, al hablar del «ser humano», nos referimos a un nivel superior: el de la realidad personal. No es lícito pasar la atención de un plano a otro y aplicar a un plano superior una consideración válida sólamente para un plano inferior.

C. Premières Méditations poétiques, de A. de Lamartine

En esta obra el gran poeta romántico francés nos legó este expresivo verso: «Un seul être vous manque et tout est dépeuplé»: Un solo ser os falta y todo queda despoblado. ¿Qué tipo de ser es ése que nos falta y que, al faltar, deja nuestro entorno despoblado? Vives en una ciudad populosa o en una pequeña aldea. Si se muere una persona, ¿quedan desiertos esos núcleos ciudadanos? De ningún modo. La trama de relaciones humanas, económicas, paisajísticas y de todo orden que constituyen un pueblo siguen prácticamente intactas. Pero figúrate que has creado con otra persona una relación íntima de tal forma que toda tu vida está centrada en ella, y esa persona desaparece. ¿No es verdad que «el mundo se te viene abajo», como solemos decir?¿O se trata de una mera metáfora? Mil veces no. Literalmente, el mundo de relación afectiva que habías configurado con esa persona se ha derrumbado. Y poco te importa en ese momento saber que a tu alrededor se mueven miles de millones de seres humanos, porque ninguno de ellos ha creado contigo una relación estrecha, un «ámbito de convivencia». Son para tí no sólo distintos sino distantes y externos, extraños, ajenos. No cuentan en lo que toca a tu vida íntima, afectiva, creadora de vínculos profundos. El ser fallecido era para tí «único en el mundo», en el sentido de que estaba colaborando contigo a realizar multitud de experiencias reversibles. Tú le ofrecías posibilidades; él te las ofrecía a tí, y entre los dos formábais un campo de juego, de libre iniciativa, de amor mutuo, de ayuda y entrega incondicionales. Era para tí un campo de posibilidades absolutamente disponible. Constituía, por tanto, un campo de realidad, un «ámbito». No se reducía a un ser humano entre otros, un mero número, un caso del universal «hombre». Falta este ser y todo queda despoblado. Naturalmente. Una ciudad inmensa en la que no tienes la menor relación con nadie ni con nada, que no te ofrece rutas que te orienten en orden a emprender actividades que tengan un sentido en tu vida es para tí un desierto, por superpoblada que esté.

Aquí vemos, bien perfilada ante la vista, la distinción de dos modos de realidad distintos: las personas vistas como ámbitos y las personas vistas no como objetos pero sí como ámbitos externos y ajenos, no operantes como tales ámbitos.

El descubrimiento de tal distinción nos dispone la mente para captar la diferencia que existe entre los meros hechos y los acontecimientos, el significado y el sentido, un proceso artesanal y un proceso creativo.

2. Distinción entre meros hechos y «hechos históricos» o acontecimientos

Alguien te pregunta si te gusta Brahms, y contestas que sí. Esta contestación es un hecho, un mero hecho. Has realizado el acto de responder, has sido cortés, lo cual tiene su importancia en la vida humana, pero esta acción tuya no opera ningún cambio en tu vida y menos todavía en la historia de tu país y de la humanidad. Pero imagínate que deseas estudiar dirección de orquesta con un gran maestro que está enamorado del compositor hamburgués, y, al responder tú afirmativamente, se decide a tomarte como alumno, privilegio que te abre un camino en tu vida profesional. Esa breve contestación -«sí»-, exactamente la misma en el aspecto objetivo (en cuanto a duración, tono, intensidad…), adquiere aquí un valor histórico en lo tocante a tu biografía individual, y, si llegas a adquirir una posición excepcional, incluso en la historia de la interpretación musical.

Cuando un hecho abre campos de posibilidades -y, en casos, cierra otros-, orienta la existencia de ciertas personas o grupos de personas de una determinada manera, constituye un hecho histórico, un acontecimiento.

Advirtamos que todo pende del contexto en que se da un determinado hecho. A Napoleón, en Waterloo, no se atrevió a despertarle su ayudante porque sufría un agudo dolor de muelas. Debido a ello, no tomó las medidas pertinentes y perdió esa batalla decisiva. Un hecho tan corriente como ese malestar biológico decidió el curso de la Historia. En ese preciso contexto, constituyó un hecho histórico. Tal dolor de muelas pudo haber sido exactamente igual en intensidad a otros dolores de muelas que hayan sufrido el mismo emperador y otras personas a lo largo del tiempo. Pero, en ese preciso instante, dicho dolor de muelas adquirió un valor especial, un sentido peculiar.

Sopesemos la circunstancia de que todo contexto humano no está formado por un puñado de objetos yuxtapuestos sino por una serie de ámbitos integrados entre sí. Lo que significaba Napoleón, como personaje desbordante de talento que sostenía con los países europeos una actitud agresiva y prepotente, era todo un ámbito complejo: cultural, político, militar, sociológico, religioso… Cuanto implicaban en todos los aspectos los países europeos agredidos formaba otro ámbito, tan rico como difuso y amplio, pero absolutamente real y eficiente. Esos dos ámbitos entran en colisión en un momento determinado de la Historia, y las fuerzas de ambos quedan desniveladas por el retraso que supuso un rato más de descanso, a causa de una vulgar dolencia. En esa peculiar colisión de ámbitos, tal indisposición adquirió un sentido histórico.

Este sencillo ejemplo nos lleva de la mano a otra distinción importantísima que debemos hacer a la luz de la diferencia que existe entre los objetos y los ámbitos. Me refiero a la distinción entre significado y sentido.

3. Distinción que media entre significado y sentido

El dolor de muelas que tuvo Napoleón en la madrugada de la batalla de Waterloo y los dolores que había tenido en ocasiones anteriores tuvieron la misma significación, pero su sentido fue abismalmente distinto.

El sentido surge siempre en un contexto, en una trama de relaciones entre ámbitos. De ahí que, para captar el sentido de un hecho, una palabra, una idea, haya que sobrevolar los distintos elementos que entran en juego y ver el papel que juega cada uno respecto a los demás y al todo. Vas por la calle, sientes hambre y observas que un grupo de personas se dispone a entrar en un restaurante para celebrar un banquete. Tú te unes a ellas y tomas asiento rápidamente alrededor de la mesa. El responsable del grupo advierte tu presencia y te invita a que te retires, pues en ese banquete no hay sitio para ti. Tú puedes argüir que hay sitio de sobra, y, por otra parte, tienes hambre atrasada. El reargüirá diciendo que efectivamente hay sitio, pero no un «puesto» para ti, porque no perteneces a ese grupo y no tiene sentido que participes en un banquete celebrado con motivo de un acontecimiento que no te afecta. Tú puedes insistir indicando que para ti encierra un enorme significado el ponerte inmediatamente a comer, no sólo para saciar tu apetito sino porque la compañía de esas personas te resulta muy grata. De poco valdrían estas razones porque te dirían enseguida que el comer en ese lugar y momento determinado puede significar mucho para ti pero carece de todo sentido, y debes por tanto abandonar la reunión.

El comer es un hecho y tiene siempre un significado igual: reponer fuerzas, complacer el gusto…, pero en cada situación este significado adquiere sentidos diversos. Sentido y significado no se oponen; se complementan. Por eso nuestra vida se enriquece cuando sabemos ver cada hecho en dos niveles distintos: el nivel del significado y el nivel del sentido.

Recuerde el lector el conocido pasaje de El principito, de Saint-Exupéry, en el cual se narra que el pequeño se acercó al piloto, ocupado en arreglar el avión, y mirando hacia éste le preguntó: «¿Qué es esa cosa?» El piloto lo corrigió inmediatamente: «No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión». «Y me sentí orgulloso -añadió- haciéndole saber que volaba»(8). El principito vio algo extraño e inmóvil sobre la arena. Ignoraba para qué podía servir, qué relación era capaz de fundar con otras realidades, por ejemplo el aire, las nubes, otros países… Por eso lo consideró, en principio, como una cosa. Pero el piloto sabía que es una realidad hecha para volar, es decir, para crear rutas aéreas y establecer vínculos con otras tierras y otros cielos y servir de medio a los hombres para relacionarse rápidamente. Lo veía como fuente de posibilidades. El avión le ofrecía a él, como piloto, tales posibilidades (energía, forma aerodinámica, espacio interior…), y él le ofrecía su capacidad de pilotar, es decir: de asumir activamente esas posibilidades. El piloto consideraba el avión como «ámbito», no sólo como objeto. Por eso se sentía orgulloso de su relación con él. Eso que está ahí, abatido sobre la arena del desierto, no parece ser un «avión», sino un conjunto de objetos, dispuestos de una determinada forma. Al que no sepa para qué sirve, de qué es capaz, qué tipo de relaciones puede establecer, tenderá a verlo más bien como una cosa u objeto que como un ámbito. De hecho, si se estropea y no puede ser arreglado, deja de funcionar como avión y se convierte en «chatarra». Pierde el sentido que le es propio: el ser medio de transporte aéreo. Cabe decir que el significado básico sigue siendo el mismo: Es un artefacto de tales medidas, tal peso, tal situación en el espacio y tiempo, tales materiales, tal potencia en el motor, tal envergadura, tal amplitud de vuelo… Pero cierto fallo le impide volar. Con ello pierde su sentido propio. Sin embargo, podría ser utilizado para otros fines, por ejemplo como restaurante en un club juvenil. Su significado no cambiaría sustancialmente, pero cobraría un sentido nuevo.

El ideal de todo escritor eminente es penetrar en los estratos nucleares de la vida humana y clarificar su sentido genuino. «El deber del escritor -escribe Enrik Stangerup- es plantear al lector las verdaderas preguntas existenciales». «Si, al terminar el libro, el lector (…) comienza a preguntarse sobre el sentido de la vida, puedo decir que he alcanzado mi objetivo»(9).

Cuando nos habituamos a distinguir objetos y ámbitos, hechos y acontecimientos o hechos históricos, significado y sentido, estamos en disposición de comprender a fondo la distinción que media entre la producción artesanal y la creación artística.

4. La producción artesanal y la creación artística

El simple artesano -el que no es, además de artesano, artista- trasforma unos objetos para dar lugar a otros distintos. Se mueve siempre entre objetos. Por eso dirige su actividad a su arbitrio, determina cuándo produce tal o cual objeto, y con qué material, y qué forma le imprime según el fin que pretenda conseguir. Un carpintero, por ejemplo, tiene libertad absoluta para hacer una simple mesa de cocina -que no tenga intención artística alguna-. Puede realizar su trabajo en cualquier momento y lugar. Le basta disponer de una materia e idear una forma, que posiblemente le venga ya dada por el cliente según la finalidad a que destine tal objeto.

El artista procede de manera muy distinta. Puede proponerse hacer una mesa, pero ésta no se reduce a una tabla sostenida por unas patas y destinada a un fin determinado, como puede ser escribir o comer cierto número de personas. Tiene que responder a un estilo preciso, encarnar una idea, dar lugar a una experiencia de belleza… Todo ello significa que el artista ha de vivir intensamente en relación con su época y cuanto ésta implica en diversos aspectos. Cada uno de éstos es un ámbito. Una mesa rococó plasma un mundo de ideas, sentimientos y anhelos muy distinto a una mesa barroca o clásica. De ahí que el proceso de creación de una mesa artística sea un encuentro entre ámbitos, no una mera actividad fabril, dominadora y transformadora de objetos.

Anteriormente, hemos advertido que un poema no es un objeto, sino un ámbito. Lo es porque el proceso de elaboración del mismo es creativo, no meramente artesanal. El poeta se encuentra con algunos aspectos de la realidad, que son ámbitos, y el fruto de tal entreveramiento de ámbitos es el poema. Por eso el poeta no puede fijar el lugar y momento de crear versos, como el carpintero determina el momento y lugar en que va a hacer mesas o sillas. No puede determinarlo porque no es dueño de los posibles encuentros que vayan surgiendo en su vida.

Con motivo del 80 cumpleaños del gran poeta Jorge Guillén, unos jóvenes admiradores le hicieron una visita en su apartamento de Málaga, frente al mar. Uno de los jóvenes le preguntó si seguiría «haciendo» versos. El poeta se levantó fatigosamente del sillón, se acercó a la ventana, la abrió hacia fuera y dijo mirando al ancho mar: «Es posible que algún día haga esto, y vea pasar las gaviotas, y el aire húmedo me dé en la cara, y llegue hasta mí el olor fuerte de las algas, y se me ocurra un poema». Los jóvenes quedaron perplejos. Pensaban, seguramente, que un poeta insigne es capaz de «hacer» versos en todo momento. Y lo es, sin la menor duda. Lo que sucede es que los versos auténticos no se «hacen», se «crean», y toda creación es por esencia dual, dialógica. Ahora bien. El diálogo nadie puede forzarlo sin hacerlo imposible. He aquí la grandeza y la menesterosidad de todo proceso creativo.

Al distinguir cuidadosamente los objetos y los ámbitos, ganamos la perspectiva necesaria para advertir la distinción de hechos y acontecimientos, significado y sentido, proceso artesanal y proceso creativo. Se trata de un ascenso notable en la marcha hacia la madurez intelectual. Pero todavía se abre una posibilidad más, sumamente fecunda: la de advertir la oposición que existe entre las experiencias de vértigo o fascinación y las de éxtasis o encuentro.

5. Oposición polar entre las experiencias de vértigo y las de éxtasis

A. El proceso de fascinación o vértigo

Si soy egoísta, tiendo a convertir cada realidad de mi entorno en medio para mis fines. Cuando veo algo que me atrae poderosamente, mi actitud interesada me lleva a dejarme arrastrar por la ambición de dominarlo, poseerlo y disfrutarlo. El afán de obtener ganancias inmediatas, gratificaciones fáciles, me fascina, es decir, me seduce y me empasta con la realidad deseada. Ante un estímulo halagador, mi respuesta parece darse de modo automático. No hay distancia de libre juego entre la realidad y yo. Por eso no se da encuentro. Puedo dominar tal realidad apetecida, pero no puedo encontrarme con ella. Al no encontrarme, no me realizo como persona, porque el hombre es un «ser de encuentro», un ser que se desarrolla como persona mediante la realización de diversas formas de encuentro. Cuando me doy cuenta de que estoy bloqueando mi desarrollo personal, siento tristeza. El dominio, que halaga, produce en principio exaltación, euforia, pero se traduce pronto en decepción. Al verme una y otra vez aislado y bloqueado, me siento vacío interiormente porque el hombre sólo se plenifica al encontrarse con realidades valiosas. Si me asomo a ese tremendo vacío, soy presa del vértigo espiritual: la angustia. Este género de angustia suele ser irreversible porque la entrega a la fascinación debilita la voluntad y lanza por un plano inclinado. Cuando todas las vías hacia la plenitud personal aparecen cerradas, surge el sentimiento de desesperación. La amargura profunda de verse anulado como persona lleva a la destrucción: la propia en el suicidio, la ajena en el homicidio.

Numerosas obras literarias y cinematográficas plasman de modo impresionante este proceso de vértigo, que en principio no te pide nada, te insta a que te dejes arrastrar por el afán de poseer aquéllo que atrae, te lo promete todo y acaba quitándotelo todo.

Lean, por ejemplo, El túnel de E. Sábato. Verán lúcidamente ejemplificado este proceso de vértigo. Castel, el protagonista, se deja llevar por el vértigo de la ambición de dominar a María. La somete a interrogatorios constantes, para conocerla y «ficharla». Ella quiere conservar su intimidad, y se repliega. Esta actitud irrita a Castel, que pone en juego su inmensa capacidad de cálculo para avanzar en su proceso de conquista de la intimidad de la joven. Con ese fin, se empeña en sostener con ella relaciones secuales, pero éstas no incrementan su unión con María, porque significan una unidad de empastamiento, no de encuentro. Castel se enfurece cuando se entera de que María es casada, lo que la hace más difícilmente poseíble, y que comparte la intimidad erótica con un tercer hombre. Desconcertado y airado, se entrega a diversos vértigos, que -como suele suceder- se provocan e incentivan entre sí: se embriaga, frecuenta casas de prostitución, abusa de la velocidad… Debido a ello, pasa de la tristeza a la angustia, de ésta a la desesperación, y de aquí al frenesí destructivo, que lo lleva a matar a María. En la cárcel se pregunta cómo es posible que haya eliminado a la única persona en el mundo que le hacía compañía y le mostraba afecto. Todo el relato novelesco es un intento de aclarar este interrogante que lo asediaba. No logró dar una respuesta. Nosotros podríamos ofrecerle una tan sencilla como certera: «Cometiste -amigo- un error de base, que altera la realidad personal en su raíz, y la realidad no perdona estos ataques. Confundiste el amor personal y el afán de dominio. Por eso no te encontraste con María. Intentaste una y otra vez dominarla. Pusiste en juego todo tu inmenso poder de calcularlo todo, tenerlo bajo el control de tu inteligencia fría y astuta, pero no movilizaste las energías del corazón de modo sencillo y generoso. En una palabra: te despeñaste por la vía del vértigo y no encontraste sino tristeza, vacío, angustia, profunda amargura y desesperación. Tu gesto destructor final no fue sino un momento más de un proceso todo él violento, iniciado con tu entrega a la fascinación: la voluntad de poseer aquello que encandila».

B. El proceso de éxtasis o encuentro

Si soy generoso, no convierto los seres del entorno en satélites míos; los respeto en lo que son y en lo que están llamados a ser. Este respeto me lleva a no tomarlos como medios para mis fines sino como compañeros de juego en una tarea creadora. Esta voluntad colaboradora da lugar al encuentro. Al encontrarme, me desarrollo como persona y siento alegría. La alegría se trueca en entusiasmo cuando la realidad con la que me encuentro me ofrece posibilidades creadoras de tal magnitud que, al asumirlas activamente, me elevo a lo mejor de mí mismo. Esta elevación se traduce en un sentimiento de felicidad interior, el cual, a su vez, suscita una actitud de mayor confianza en el poder constructivo de todo lo valioso y una total decisión de entregarse a la tarea común de fundar modos muy elevados de unidad. El entusiasmo conduce, así, a la edificación plena de la persona humana y de la comunidad. El proceso de creatividad o éxtasis perfecciona a todas las realidades que entran en relación de encuentro.

Sobrevolemos lo antedicho. El proceso de creatividad o éxtasis te pide todo al principio, te lo promete todo y te lo concede todo al final. ¿Qué te exige el éxtasis? Generosidad, apertura de espíritu, disponibilidad… No podrá Vd. mostrarme una sola acción creativa -en deporte, en arte, en vida de amistad, en la práctica religiosa y ética…- que no lleve en la base una actitud generosa.

El proceso de éxtasis no empasta, no seduce; mantiene la distancia del respeto, y al final une de modo muy fecundo. El proceso de vértigo quiere evitar toda distancia y acaba alejando, porque nos obsesiona con una realidad distinta y distante con la que no podemos hacernos íntimos. La intimidad se logra a través del encuentro, y éste pide creatividad, entreveramiento de «ámbitos», no mero dominio de objetos. El vértigo me saca de mí, me enajena y aliena. El éxtasis, en cambio, me acerca a mi plena identidad personal.

Relea El principito, y convendrá conmigo en que su tema básico es el proceso de éxtasis. El pequeño abandona a la flor de su asteroide porque piensa que el defecto de la vanidad que observa en ella impide el encuentro. Viene a la tierra en busca de amigos, y, tras cometer una serie de errores y con la ayuda del zorro, que encarna aquí a la inteligencia, acaba creando una auténtica relación de amistad con el piloto. Este encuentro personal lo transfigura todo: el adusto paisaje desértico, la muerte, la soledad de los espacios siderales…

Si queremos analizar en pormenor el relato y poner al descubierto su carácter extático, debemos realizar un análisis muy fino. Con un hacha de leñador no se puede arreglar un reloj. Con un análisis basto de los términos y experiencias que constituyen el tejido de una obra literaria no es posible hacer justicia al verdadero alcance de ésta. Al leer una obra, debemos estar constantemente elevándonos de nivel: del nivel del argumento al del tema, del nivel de los hechos al de los acontecimientos, del nivel del significado al del sentido, del nivel de los objetos al de los ámbitos, del nivel de los procesos artesanales al nivel de los procesos creadores. Veámoslo en un pasaje concreto de El principito.

6. El sentido profundo de ciertos términos, realidades y experiencias que forman el tejido de las obras literarias de calidad

Lo primero que hace el Principito al ver al piloto en pleno desierto es pedirle que le dibuje un cordero. El piloto, preocupado por arreglar el motor del avión siniestrado, dibuja precipitadamente una figura y se la da al pequeño. Este se muestra descontento y la rechaza. Tras otro intento fallido, el piloto recurre a una astucia para liberarse del acoso del niño. Dibuja una caja con agujeros, y le dice: «Esta es la caja. El cordero que quieres está dentro». En vez de molestarse, como hubiera sido de temer, el Principito abre los ojos con alegre sorpresa, y exclama: «Es exactamente así como yo lo quería». ¿Qué quiere decir el autor con este episodio? Las palabras y las frases están tomadas de la vida ordinaria. En principio, uno se ve tentado a tomarlas en su significado más a mano. Meditémoslas en su contexto, descubramos el campo de juego en que están inscritas y descubriremos su verdadero sentido. El Principito viene de muy lejos buscando amistad. La amistad sólo es posible entre personas que tienen una actitud creativa ante la vida y sienten necesidad de dar sentido a todos sus actos. Tengamos en cuenta esto, y notemos que el Principito es un niño que aparece de repente en el desierto y no muestra señal alguna de fatiga, de sed o miedo, y, en vez de preguntar dónde ésta y pedir que lo lleven a casa, solicita que le dibujen algo tan extraño en esa situación como es un cordero. Es obvio que el autor quiere dejar claro que no se trata de una figura «realista» que hayamos de interpretar en sentido casero. Tenemos que verla como portadora de un sentido que no resalta ni a la vista ni al oído, pero puede revelarse a la mirada interior. Esta mirada tiene fuerza de penetración cuando actúa sinópticamente, ve en bloque, sobrevuela los pormenores para captar la función que ejerce cada uno en el conjunto.

Hagámoslo nosotros así, y, para ello, sigamos considerando el texto. Una vez que el pequeño se aquieta en cuanto al cordero, le pregunta al piloto por el sentido que tienen las espinas de las flores. El piloto se desazona, porque no quiere distraer la atención, y le contesta que las espinas son expresión de la pura maldad de las flores y que él tiene que ocuparse en «cosas serias». Ante esta respuesta poco convincente y desabrida, el niño se desconsuela y rompe a llorar. En ese momento el piloto abandona su tarea, toma al niño en sus brazos y lo consuela. «¡En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que consolar. Lo tomé en mis brazos. Lo acuné… No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarle. .. Es tan misterioso el país de las lágrimas…»(10).

Si queremos interpretar este pasaje, debemos penetrar en el sentido de cada uno de los términos y expresiones que usa el Principito en la alocución que culmina en el llanto. «Conozco un planeta donde hay un señor carmesí. Jamás ha olido una flor. Jamás ha mirado una estrella. Jamás ha querido a nadie. No ha hecho más que sumas. Y todo el día repite como tú: ¡Soy un hombre serio, soy un hombre serio!, y esto lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, ¡es un hongo!». «Y ¿no es serio intentar comprender por qué (las flores) se esfuerzan tanto en fabricar espinas que no sirven nunca para nada?»(11)

Estas palabras son pronunciadas por el Principito después de la petición reiterada al piloto de que le dibuje un cordero. Ya el piloto había utilizado el verbo dibujar cuando quiso dejar constancia de que en su niñez se encaminaba hacia el arte y «los mayores» lo encaminaron hacia otras actividades menos creativas. Evidentemente, dibujar alude aquí a toda actividad creativa. Podía haber dicho interpretar música o teatro o diseñar edificios. Sería lo mismo, en definitiva. Lo importante era, para él, marcar la diferencia entre consagrarse al manejo de objetos y a la creación de ámbitos.

En la misma línea hemos de interpretar el hecho de «oler una flor» o «mirar una estrella». Se trata de acciones que no reportan beneficios, pero nos ponen en relación viva con la naturaleza. El perfume es una especie de salida de sí de la flor, que a su vez es la expresión cabal de la planta. Al oler una flor, me siento unido a la planta que se me comunica amablemente y me transmite todo el encanto de la naturaleza con la que ella está íntimamente vinculada. Oler una flor es una experiencia reversible, en la cual dos seres nos salimos al encuentro. Si no me quedo en la mera sensación agradable, el acto de aspirar el perfume de una flor me une muy profundamente con la naturaleza entera. En el fondo es un acto de amor. Como lo es el mirar la estrella cuando en tal mirada está uno contemplando el brillo que llega a mis ojos como el resultado de un larguísimo caminar de la luz a través del espacio insondable. Una simple mirada me llena de profunda admiración, casi diría de pasmo, ante un conjunto de hechos abismalmente grandes, que se traducen en un espectáculo de indefinible belleza y despiertan en mí sentimientos de amor y no de temor y aversión. No es extraño que a continuación hable el Principito del amor. «Jamás ha querido a nadie». En el amor auténtico cobra el ser humano su plenitud, y por tanto su sentido. Pero notemos bien que el amor se da en el plano de la creación de ámbitos, no del manejo de objetos. Ello lleva al Principito a subrayar que el señor al que alude se mueve exclusivamente en el plano del cálculo, del dominio y control de las realidades cuantificables. «No ha hecho más que sumas». Ese control y dominio le parece el colmo de la seriedad y lo llena de orgullo. Pero se equivoca. El pequeño fulmina su soberbia revelándole que no es un hombre. Se mueve en un nivel infracreador, y por ello infrahumano. «Es un hongo». Pensar que su actividad meramente fabril, dominadora de objetos, es lo propio del hombre adulto y lo auténticamente «serio» es un sarcasmo.

La mera sospecha de que todos los hombres tengan tan poca sensibilidad para la vida creativa de amistad como este primer ejemplar de hombre que acaba de encontrar en el desierto hace entrar al Principito en un estado de desconsuelo y le provoca el llanto. ¿Qué sentido tiene el llanto en una persona adulta? Ya sabemos que el Principito, a pesar de su apariencia de niño, representa a las personas adultas que tienen alma de niño y van buscando el encuentro a través de múltiples tanteos y errores. El método que propongo consiste en no pasar por encima de las experiencias humanas que se sugieren en las obras, sino en detenerse y ahondar en el sentido de cada término, cada acontecimiento, cada experiencia. El llanto obedece a un desmoronamiento interior. Te habías hecho una ilusión, habías puesto tu corazón en un proyecto, de él pendía en buena medida tu futuro, y de repente adviertes que todo se ha desvanecido. Esta decepción puede provocarte el llanto.

Ante el derrumbamiento del enigmático pequeño, el piloto lo deja todo y lo atiende. No lo conoce, se siente incómodo ante sus preguntas impertinentes, intenta desentenderse de él, pero ante las lágrimas intuye que algo en su interior se ha hundido. No sabe de qué se trata, pero abandona su tarea, pese al riesgo que ello implica, y atiende al pequeño. «… Es tan misterioso el país de las lágrimas…!» Con esta entrega generosa del piloto se inicia la primera fase del encuentro que va a tener lugar entre él y el Principito.

Al llegar a este punto, si sobrevolamos todo lo leído desde el comienzo del relato, podemos empezar a vislumbrar el ver