La lucha obrera en Chicago del 1º de Mayo de 1886

11987

Tras las manifestaciones del 1º de mayo de 1886, fueron ajusticiados 5 trabajadores inmigrantes, acusados injustamente de disturbios posteriores. Por las luchas obreras muchos países de Europa y América conquistaron las 8 horas y prohibieron el trabajo de los niños. (incluye vídeo)

Pedían devolver todo el honor al trabajo, concretándolo en la reivindicación de las 8 horas: 8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas de formación. En EEUU a principios del S. XIX una ley prohibía trabajar más de 18 HORAS, “salvo caso de necesidad”. Por las luchas obreras muchos países de Europa y América conquistaron las 8 horas y prohibieron el trabajo de los niños. Presentamos aquí el testimonio de 3 de “Los mártires de Chicago”:

CARTA DE PARSONS

Soy internacional: mi patriotismo va más allá de las fronteras que limitan una nación: el mundo es mi patria, todos los hombres son mis paisanos. Eso es lo que el emblema de la bandera roja significa; ella es el símbolo del trabajo libre, del trabajo emancipado.

Los trabajadores no tienen patria: en todas partes se ven desheredados; América no es una excepción de la regla.

Los esclavos del salario son instrumentos que alquilan los ricos en todos los países; en todas partes son parias sociales sin patria ni hogar. Así como crean toda la riqueza, así también riñen todas las batallas, no en provecho propio, sino de sus amos.

Esta degradación tendrá un término: en el porvenir, los trabajadores sólo pelearán en defensa propia, trabajando sólo para sí y no para otros.

Todas las evidencias -dice- han demostrado, no mi culpabilidad, sino mi inocencia; he sido convicto de anarquista, no de asesino; me presenté voluntariamente a los tribunales para ser juzgado con imparcialidad; el resultado ha sido un crimen jurídico.

Los amantes de la justicia están interesados en que se conmute la sentencia por la prisión perpetua; por esto les doy las gracias, pero soy inocente; soy sacrificado por aquellos La lucha obrera en Chicago del 1º de Mayo de 1886que dicen: Estos hombres pueden no ser culpables, pero son anarquistas. Estoy dispuesto a morir por mis derechos y por los derechos de mis compañeros, pero rechazaré siempre con energía el ser condenado por falsas y no probadas acusaciones; así es que no puedo aceptar el esfuerzo que se hace para conmutar la sentencia de muerte en la de prisión perpetua.

Tampoco apruebo ninguna otra apelación ante la ley, porque entre el capital, que es aquí el legal, y los tribunales, la decisión siempre ha de ser a gusto de los que poseen.Apelar a ellos sería la humillación del esclavo ante el amo que lo tiraniza.

No supe que era anarquista hasta que se me llevó a los tribunales; ellos me lo han hecho ver claramente.

No pido clemencia; sólo quiero justicia.

Terminaré repitiendo las palabras de Patrick Henry: Dadme la libertad o dadme la muerte.

A. R. Parsons.

CARTA DE ADOLFO FISCHER AL GOBERNADOR DE ILLINOIS

Cárcel de Chicago, 10 de noviembre de 1887.A M. Oglesby, gobernador de Illinois.

He sabido que se circulan peticiones pidiéndoos la conmutación de la pena de muerte que el tribunal ha pronunciado contra mí. Ante esa demanda simpática de una parte de la población, declaro que se efectúa sin mi autorización. Como hombre de honor y de conciencia no puedo pedir gracia. No soy criminal y no puedo arrepentirme de lo que no he hecho.

¿Pediría perdón por mis principios, por lo que creo justo y bello? Jamás. No soy hipócrita y no puedo intentar que se me perdone ser anarquista; al contrario, la experiencia de los dieciocho últimos meses ha afirmado mis convicciones. Se me pregunta si soy responsable de la muerte de los policías muertos en Haymarket; no responderé a esa pregunta mientras no declaréis que cada abolicionista era responsable de los actos de John Brown. No puedo pedir gracia, ni recibirla, sin perder el derecho a mi propia consideración. Si no puedo obtener justicia, si no puedo ser devuelto a mi  familia, prefiero que la sentencia se ejecute.

Todo el que esté un poco al corriente de los acontecimientos, debe reconocer que esa sentencia ha sido inspirada en el odio de clases, en la excitación de la opinión pública por una prensa perversa, en el deseo que anima a la clase dominante de reprimir el movimiento socialista. Los partidos interesados niegan esto, y sin embargo no es más que la pura verdad, y estoy persuadido de que las generaciones venideras juzgarán nuestro proceso, nuestra sentencia y nuestra ejecución del mismo modo que hoy juzgamos las crueldades de los siglos pasados: la intolerancia y la preocupación pretendiendo sofocar las ideas de libertad.

La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se pongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no será una excepción de la regla.

En todas las épocas, cuando la situación del pueblo ha llegado a un punto tal que una gran parte se queja de las injusticias existentes, la clase poseedora responde que las censuras son infundadas y atribuye el descontento a la influencia deletérea de ambiciosos agitadores.

Adolfo Fischer.

DISCURSO DE SAMUEL FIELDEN

Y hablando del socialismo decía:

Hallándome en un estado o disposición investigadora y habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones populares y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Yo reconocí que había algo injusto: mis ideas no me hacían comprender el remedio, pero me condujeron a su determinación con la misma energía que me había llevado hacia aquéllas, años atrás. Siempre hay un periodo en la vida individual en que tal o cual sensación simpática es agitada o sacudida por cualquier otra persona. Aun no bien se ha comprendido la idea, y ya se está convencido de la verdad respondiendo a aquella sensación simpática por otro producida. No de otro modo me ocurrió en mis investigaciones sobre la economía política. Sabía cual era el error, la falsedad, mas no conocía el remedio a los males sociales; pero discutiendo y analizando las cosas y examinando los remedios puestos en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y esta fue la enseñanza. Comprendí enseguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La Constitución de los Estados Unidos cuando dice: El derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado a cada ciudadano, reconoce a cada individuo el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social, y ¿por esta y sólo por esta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte? ¿Qué es el socialismo? ¿Es tomar alguno la propiedad de otro? ¿Es eso lo que el socialismo significa en la acepción vulgar de la palabra? No. Si yo contestara a esta pregunta tan brevemente como los adversarios del socialismo, diría que este impide a cualquiera apoderarse de lo que no es suyo. El socialismo es la igualdad; el socialismo reconoce el hecho de que nadie socialmente es responsable de lo que es; de que todos los males sociales son el producto de la pobreza; y el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre. No hay ningún criminalista que niegue que todo crimen en su origen es el producto de la miseria. Pues bien; se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal. Andad, id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte. ¿Creéis que estos hombres tienen verdadera conciencia de lo que hacen? De ningún modo. Es el producto de ciertas condiciones, de determinados medios en que han nacido, lo que les obliga a ser lo que son y nada más que lo que son. Os lo podría demostrar aquí con mil ejemplos.

La cuestión social es una cuestión tan europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos, el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En donde está la diferencia de país a país?

Habéis traído a los reporteros de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han acudido o han podido acudir nuestros adversarios para demostrar la falsedad del socialismo; que a nuestros mítines hemos invitado a los representantes de la prensa, de la industria y del comercio, y que casi siempre han dado la callada por respuesta; y, en resumen, os digo que un reportero es un hombre que no depende de sí mismo, que no es libre, que obra a instigación ajena, y lo mismo puede acusarnos de un crimen que proclamarnos los más virtuosos de todos los hombres. Es más; todas las reuniones convocadas por el Grupo Americano fueron de controversia. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880, nos ha escrito repetidas veces ofreciéndose a declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusara en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de anarquistas, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios.

Recordáis que yo pronuncié estas palabras (¡Suprimid la ley!) tomándolas de un discurso de Mr. Foran en el Congreso. Y si es verdad, como dice aquél, que nada se puede hacer por la legislación que se supone favorable a los intereses comunes, nada más lógico que aquella frase. No se puede legislar sin herir los intereses de algunos; necesariamente la ley ha de favorecer unos intereses y perjudicar a otros. Si, pues, nada se puede conseguir por medio de la legislación y centenares de hombres reciben un sueldo anual por hacer las leyes, es lógico y natural que la gran mayoría, que no recibe ningún favor de la ley, prescinda de ella, así como ésta prescinde de dicha mayoría. No es, por tanto, una frase terrible la pronunciada por mí. Si no hubiese estallado la bomba de Haymarket, no se le ocurriría a nadie seguramente que aquella frase fuese terrorífica ni mucho menos.

Además no había necesidad de provocar ningún conflicto la noche del 4, pues el mitin había sido pacífico y el lenguaje de los oradores no pudo ser en modo alguno incendiario.

Por otra parte, la Constitución no define ni determina cuál es el lenguaje revolucionario y cuál no, y por tanto, no puede condenar este o el otro. Pero si determinara, ¿nos hacéis tan tontos que no lo tuviéramos en cuenta?

Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad…

… Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquía, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio…

… Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mí mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.

A finales de mayo de 1886 varios sectores patronales accedieron a otorgar la jornada de 8 horas a varios centenares de miles de obreros. El éxito fue tal, que la Federación de Gremios y Uniones Organizadas expresó su júbilo con estas palabras: «Jamás en la historia de este país ha habido un levantamiento tan general entre las masas industriales. El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millones de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando hasta ahora habían permanecido indiferentes a la agitación sindical.