Ricardo de la Cierva defiende la tesis de que detrás de cada ataque contra la unidad de España en la historia reciente, estaba la masonería como una especie de piqueta moral.
La masonería, ariete contra la unidad
Revista EPOCA
20 de mayo de 2005
Agradezco a José Luis Rodríguez Zapatero que no haya encargado respuesta alguna a la entrevista que me acaba de publicar el semanario ALBA en la que me pareció necesario comunicar mi convencimiento de que el señor presidente está vinculado a la masonería.
Con este silencio ha frenado, por el momento, mi ya preparada réplica en la que pensaba informar sobre los miembros de su Gobierno y de su partido que están afectados por la misma vinculación, según fuentes masónicas fiables.
De esta forma podré profundizar, matizar y completar esa lista, para que la opinión pública pueda comprender mejor los orígenes y los cauces de esa política indudablemente masónica que se está realizando en España desde que Rodríguez Zapatero ha tomado el poder en circunstancias anómalas.
Se trata de un aplazamiento, no de una cancelación. Porque esa política incide directamente en mi campo de actividad profesional -la historia de España- mediante ese fraude vengativo al que llaman «recuperación de la memoria» aunque no es realmente más que recuperación del odio y el miedo, los dos grandes factores que según otro masón distinguido, Manuel Azaña, provocaron la guerra civil de 1936, y no ese falso «golpe militar fascista» que han definido, dogmática y absurdamente las Cortes españolas metidas en un campo que nada tenía que ver con el suyo.
Para este número de ÉPOCA sobre la unidad de España he pensado articular brevemente una tesis que me parece indudable: a lo largo de la historia contemporánea española la masonería ha actuado como un ariete mortal contra esa unidad. Es muy fácil demostrarlo por capítulos.
La masonería moderna se gestó en la segunda mitad del siglo XVII y cristalizó en las primeras décadas del siglo XVIII. Sus iniciadores fueron un decidido grupo de pastores protestantes radicalmente anticatólicos en Inglaterra, que acertaron a transformar la anterior masonería cristiana de los arquitectos y constructores medievales en una masonería sectaria, anticatólica y paganizante que teóricamente prohibía en su seno los debates sobre política y religión.
Pero en realidad, y dentro del ámbito de la Gran Logia de Londres (que era y sigue siendo el patrón y matriz de toda la Masonería Regular), se identificaba con la Iglesia anglicana (y una rama con la presbiteriana) y actuaba al servicio de la corona británica en su política exterior imperialista y económica.
En mi reciente libro La masonería invisible (Editorial Fénix), demuestro punto por punto esa realidad. Inglaterra ya había tramado un reparto del Imperio español a finales del siglo XVII, y cuando en el XVIII perdió su primer imperio en América (en parte por culpa de Francia y España), trató de compensarlo con la conquista del Imperio español en el continente americano, Cuba y Filipinas.
Cuando finalmente fracasó en este empeño, volvió a intentarlo con el asalto al río de la Plata, hasta que la invasión napoleónica de España invirtió el sistema de alianzas y las fuerzas británicas destinadas a la conquista de Buenos Aires, al mando de Wellington, fueron destinadas a Portugal para combatir a favor de España contra los franceses.
Por eso la masonería que invadió y trató de descuartizar a España en 1808 no fue la británica, sino la bonapartista de Francia, cuyo gran maestro era precisamente José Bonaparte, destinado inmediatamente al trono de España: fue nuestro primer rey masón, que creó una amplia red de logias que desaparecieron después de la derrota y retirada de los napoleónicos.
Tras la victoria hispano-británica de 1813 tomó el relevo la masonería británica, que irradió su influencia desde Gibraltar y se creó vigorosamente con la llegada del duque de Wharton, gran maestro de la Gran Logia de Londres, fundador después de la masonería francesa y la española y creador de la Logia de las Tres Flores de Lis en lo que hoy es la Gran Vía de Madrid.
Católico sincero (la masonería aún no estaba condenada por la Iglesia católica), Wharton falleció piadosamente en el monasterio de Poblet, donde hasta hoy reposan sus cenizas, que buscó infructuosamente en su visita de 1952 el general Franco y junto a las que he podido rezar en sufragio de su alma.
El Reino Unido organizó nuevamente la conquista de la América española por vías más sutiles (el imperialismo económico) sobre la trama masónica de la Independencia. Todos los libertadores eran masones reconocidos. Los Borbones de España (ninguno de los cuales fue masón, pese a ciertas consejas sobre Carlos III) habían forjado «la España de ambos hemisferios», como la llamó grandiosamente la Constitución de Cádiz en 1812. Implicaciones masónicas comprobadas provocaron la pérdida de la América continental hasta culminar en la falsa batalla de Ayacucho, que fue en parte una pantomima masónica.
España había recuperado virtualmente su Imperio americano en 1815. Pero la dudosa presencia del general Morillo y la decidida intervención contra la expedición naval española de 1820 por parte del masón comandante Riego y del masón Juan Álvarez Mendizábal (intendente del Ejército de la Isla y futuro ministro desamortizador) frustraron el envío de esa segunda escuadra al río de la Plata, con inmensa alegría masónica de Bolívar y San Martín.
Así se produjo aquella pérdida de la España americana, que se consumó en 1898 con la de Cuba, Puerto Rico y Filipinas a través de una gran conspiración masónica en España y Ultramar, que algunos historiadores alucinados se obstinan en negar arbitrariamente.
Martínez de la Rosa confiesa
Todas las grandes amenazas a la unidad de España en los siglos XIX y XX se gestaron en las logias. El hermano Martínez de la Rosa confesó en el lecho de muerte, y existen pruebas fehacientes, que la quema de conventos y matanza de frailes de 1834 fue obra de la masonería.
El empeño en la secularización total -arrancar de la sociedad a la Iglesia- es el proyecto fundamental de la masonería moderna y vertebra toda la historia de España desde entonces hasta hoy mismo. Los períodos masónicos de esa historia -el Trienio Constitucional de 1820-1823, el Sexenio revolucionario de 1868-1874, la Primera República de 1873, la Segunda de 1931-1939- desembocan fatalmente en un cuarteamiento de la unidad de España con riesgo grave de que España desaparezca.
Amadeo I de Saboya, el rey impuesto por el general masón Prim en 1870, fue nuestro segundo monarca masón; no así la reina María Cristina de Borbón, a quien los carlistas llamaban equivocadamente «reina masona».
La Primera República de 1873, masónica de cabo a rabo, cayó en una desintegración cantonal de España en la que «las regiones A.B.C.D.» -rezaba su Constitución nonata- se declaraban Estados soberanos en el seno de una nación federal; un caos que al menos no reconocía más nación que la española, como habían hecho todas las constituciones desde la espúrea de Bayona en 1809, y sucedería hasta la nuestra de 1978, donde al Congreso constituyente se le olvidó el término «nación española» que pudimos incluir el profesor Julián Marías y yo desde el Senado, tras un inolvidable encuentro en la terraza del Casino de Madrid y un borrador que aceptaron el Rey y el presidente Adolfo Suárez, mejorándolo.
La exacerbación autonómica, con fuertes dosis masónicas, estuvo a punto de desintegrar a la Primera República y volvió a intentarlo en la Segunda. Está clarísimo en el libro sobre la Masonería en España de la profesora Dolores Gómez Molleda, al que intentó meter en el congelador una editorial masónica y que demuestra definitivamente la influencia masónica decisiva en la política republicana contra la Iglesia en los campos de las órdenes religiosas y la educación.
Son 5.000 miembros
Un foco de secularización masónica esencial fue la Esquerra Republicana de Cataluña, creada por el teniente coronel masón Francisco Maciá y dirigida después por el político masón Lluís Companys, al que hoy se ensalza acríticamente en Cataluña sin tener en cuenta las terribles sombras que emanan de su trayectoria.
Pese a todo, pese a su contribución de entonces al separatismo, la Esquerra de la Segunda República era un partido nacional español, no como la de ahora, que en cambio imita a aquélla en su carácter profundamente masónico y va todavía más allá en su agresividad descarada contra la unidad de España.
En medio de los eternos bandazos que, por desgracia, configuran la historia moderna de España nos debatimos hoy en una cresta masónica que, como en los casos anteriores, amenaza gravemente nuestra unidad nacional, nuestra misma existencia como nación. Conviene que no perdamos de vista uno de los focos principales de ese peligro.
Acabo de recibir el último número de una revista masónica, Hiram Abif, de Buenos Aires, ya posterior a la elección del Papa Benedicto XVI, en la que afirman que los masones españoles que estuvieron a punto de conseguir la secularización total y la desintegración de España en la Segunda República eran solamente 5.000. Pues bien, en un artículo del corresponsal de la revista en España, Joan Palmarola, que me parece inteligente y documentado, nos detalla que hoy, en 2005, hay en España 25 obediencias y grupos masónicos que suman en total 3.905 hermanos y hermanas.
El primer experto español en el problema de las sectas que conoce esta lista de Hiram Abif me sugiere que el número auténtico de masones y masonas ronda los 5.000, es decir, un número equivalente al que logró semejantes objetivos en la última República. Que el ya inminente santo Juan Pablo II y los innumerables santos y mártires españoles de la Segunda República nos protejan.
Ricardo de la Cierva.