La navidad con minúscula

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Cada año nos ponen antes la navidad. Una navidad con minúscula, pequeña y mercantil, que abarrota los escaparates de suculentas ofertas, tan sofisticadas como innecesarias. Nuestros munícipes aportan al festejo sus bombillas de colores que, naturalmente, extraen de nuestros castigados bolsillos

La importación de interesada y barriguda imaginación siembra el ambiente de gordinflones colorados, ajenos a nuestra cultura.

Nuestras aspiraciones cristianas se tambalean ante la avalancha de profanos intereses. Nos ilusiona la paga extra, ganada con el heroísmo de todo un año, pero -apenas conseguida- la canjeamos por superfluidad. ¡Qué poco valoramos nuestro esfuerzo!

¡No podemos permitir que nuestros hijos conozcan la recia austeridad! Hay que introducirles en el consumismo injusto, en el capricho fofo, en el gregarismo patrocinado por los traficantes de banalidad. ¡Que no se frustren, podrían sufrir traumas síquicos irremediables! Hay que compensarles de nuestra dilatada ausencia, de nuestra falta de atención, de nuestra nula escucha. Trabajamos mucho y no tenemos tiempo para hacer familia. Ahora, en esta navidad flácida y bullanguera, es imprescindible compensar ese vacío con unos regalos muy relucientes, muy ruidosos, muy agresivos; hay que canalizar la violencia mamada día a día en la televisión y en los videojuegos.

Todavía me escuecen y emocionan las palabras de mi madre anciana ante aquel regalo caro: «No quiero joyas, hijo. Te quiero a ti, tu presencia, tu voz, tus besos. Prefiero que me cuentes cómo en el trabajo tu honradez puede a tu ambición. Cómo tu mujer y tus hijos disfrutan de tu bondad y tu ejemplo. Cómo respondes a los que te necesitan sin darles largas. Soy feliz, hijo mío, comprobando que la Navidad corre por tus venas, que vas haciendo nuevo cada año el tesoro que yo te transmití».

¡Cómo no me voy a rebelar contra esa navidad de papel moneda que colma los bolsillos hartos y vacía los corazones! Me repele la importación de vanas costumbres que agreden nuestras tradiciones y nuestra fe. Para demasiados sólo es un tiempo de banquetear y bullir con el efímero desplome del calendario.

Nuestro Pablo ya lo advertía: «Hay muchos entre vosotros, de quienes muchas veces os hablé, y ahora tengo que repetirlo con lágrimas en los ojos, que son enemigos de la cruz de Cristo; su fin será la perdición, su dios es su vientre, su gloria sus vergüenzas y tienen puesto su corazón en las cosas de la tierra» (Fil 3,18). Pero me duele que los cristianos, los que deberíamos celebrar con alegría y paz el abrazo de Dios a nuestra Humanidad, caigamos en el ruido pagano, en la exaltación del alcohol, en el olvido de quienes nos observan estupefactos desde su impotente miseria.

Cuando veo instalar las luces multicolores del Ayuntamiento, me dan ganas de gritar: ¡Diógenes coge esas innecesarias bombillas y recorre el Consistorio! A ver si, por fin, encuentras un hombre, a ver si a fuerza de voltios se ilumina el corazón hermético, frío, petrificado, tal vez corrompido, de nuestros regidores. A ver si se percatan de que, mientras ellos despilfarran en colorines, en pólvora de artificio, en fuentes y monumentos ociosos, hay personas que se consumen en la calle, que carecen de alimento y techo.

Individualmente poco podemos hacer, salvo denunciarlo, gritarlo, prestar nuestra alimentada voz a su abatido mutismo. A la compasión personal acuden tanto los verdaderos indigentes como los pillos negociantes de la mendicidad. Es muy difícil distinguirlos. Sólo desde la autoridad constituida, desde las instituciones al servicio del pueblo, se pueden tomar medidas para ayudar a los necesitados y erradicar la galopante lacra de los farsantes y explotadores. De momento nuestros políticos se entretienen con pregones navideños de espaldas al más mínimo sentido de humanidad.

La Navidad, con mayúscula, nos trae el recuerdo de ese Niño frágil y balbuciente en el que se personó la piedad y paciencia de Dios para recordarnos nuestra esencia amasada a su imagen y semejanza. ¿Cómo podemos olvidar la justicia, la misericordia, la compasión, la dignidad del ser humano? ¿Cómo pueden vendernos como productos navideños la superficialidad, el capricho, la comilona, el despilfarro y el olvido de los desamparados?

Hoy, como ayer en Belén, hay quienes se hospedan en el jolgorio, la confusión, el promiscuo hacinamiento y el hartazgo de las posadas. Siempre hay sitio junto a avispados posaderos que explotan las oscuras pasiones. Pero, naturalmente, este no es lugar adecuado para una familia honrada y viajera que espera su primer hijo. Nuestro Dios prefiere para revestirse de Niño el silencio, la paz y la limpieza de una noche estrellada. Por eso los confidentes de la Navidad son humildes trabajadores de intemperie. Por eso las ofrendas son regalos de primera necesidad. Por eso la Gloria de Dios va unida con la Paz a los hombres de buena voluntad.

Pasados los años ese Niño, nacido al margen, nos dirá: «Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios… Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañe que te diga: Es necesario nacer de nuevo» (Jn 3,3).

Por eso en la Navidad cristiana recordamos y celebramos la visita de Dios. Pero, sobre todo, renovamos nuestro propio nacimiento, el de cada día, el de cada año, el de cada paso fiel a Aquel que nos amó primero. Esta es la Navidad auténtica, la que se vive y no se ve, pero alegra y ensancha el corazón.