La PERLA , de John Steinbeck

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Un indigente pescador mexicano encuentra una perla muy valiosa, un tesoro capaz de sacar a su familia de la miseria. Así comienza la novela corta más célebre y perfecta del premio Nobel norteamericano Jonh Steinbeck, La perla.

“UN TESORO TRÁGICO Y REVELADOR”, por Jesús Pardo

Más de un crítico literario ha sugerido que la literatura, como la geografía de Estados Unidos, debería dividirse en dos mitades: norte y sur. John Steinbeck, de aceptarse esto, podría ser considerado como el típico escritor sureño de América del Norte, más incluso que Faulkner, de quien es, en cierto modo, la contrapartida sociológica y literaria. Steinbeck es un escritor obsesionado por la pobreza del sur norteamericano, y apenas hay libro suyo en el que esto no se note desde el principio: su novela más conocida, The Grapes os Wrath (Las uvas de la ira, 1939), donde esta obsesión hace espléndida y aterradora explosión, es, mutatis mutandis, el equivalente norteamericano de La Terre, de Emilio Zola. Ambos escritores eran originarios del sur pobre de países ricos: Italia en el caso de Zola; y el sur norteamericano en el de Steinbeck.

Obsesión que, por así decirlo, implosiona con no menos aterrador esplendor en la novela corta The Pearl (La perla) , que aquí nos ocupa. Toda la obra, digamos, social de John Steinbeck está concentrada en estas pocas páginas. Su mensaje es hondamente rural, y muy revelador de la mentalidad, sofisticada y primitiva, brutal y lírica, de su autor: una perla muy valiosa, hallada por un pescador mexicano totalmente indigente, destruye su hogar y mata a su hijo, dejándole sin esperanza. Es un mensaje sin moraleja, moral o remedio: Steinbeck expone la tragedia sin juzgarla ni suscitar ánimos. Como en una tragedia antigua, se deja al público la tarea de interpretar, valorar y premiar o castigar.
Steinbeck, que murió en 1968 a los 66 años de edad y ganó el Premio Nobel en 1962, se distingue de otros escritores del sur norteamericano en que su mente es profundamente terruñera y fatalista. Su principal medio de expresión son el cuento y la novela corta, y un análisis de sus novelas largas quizá revelase que, en realidad, son conglomerados de relatos breves cohesionados a fuerza de talento narrativo. En este último aspecto, Steinbeck se diferencia radicalmente de otros escritores de su tierra como William Faulkner.

Las novelas largas de Steinbeck son, por otra parte, muy pocas: además de The Grapes os Wrath, podemos citar East os Eden (Al este del Edén, 1952), larga saga familiar que abarca desde la Guerra de Secesión norteamericana hasta la Guerra europea, y The Winter of Our Discontent (El invierno de nuestro descontento, 1961, una cita shakesperiana), atípica descripción de la desintegración moral de un aristócrata de Nueva Inglaterrra bajo la presión de la vida contemporánea. Ni una ni otra están a la altura de The Grapes of Wrath, cuya grandeza literaria y narrativa tiene auténtica garra de león.

El final de La perla es muy detonante y muy simbólico: el indio mexicano al que ha traído la desgracia, coge la perla y, por consejo de su mujer, la tira al agua. Inesperada conclusión muy propia de la compleja mente de Steinbeck: mística y al tiempo brutalmente realista, que recuerda mucho la idea central y el final de la gran película de Sacha Guitry, Les Perles de la Couronne, en la que la última de las siete perlas que han traído desgracia a innnumerables gentes durante cuatro siglos, cae al mar por un descuido del que está mostrándola y desaparece en las valvas abiertas de una ostra, que las cierra al sentirla. Esta película, que fue mundialmente famosa, se estrenó en 1937, 11 años antes de que se publicase La perla. En 1945, el actor mexicano Pedro Armendáriz, protagonizó la versión cinematográfica de este relato: La perla, dirigida por el Indio Fernández (Emilio Fernández), que fue famosa en toda Iberoamérica y de la que el crítico Paulo Antonio Paranaguá dijo que era “una denuncia maniquea, una apología del fatalismo”. Ernest Hemingway definió así este relato: “La perla es un auténtico poema épico, e hizo falta muchísimo talento para resumirlo en tan pocas páginas”.

La traducción que hace de este libro Horacio Vázquez Rial es excelente: con poquísimos fallos, nos da en casi todo momento la sensación de estar leyendo un libro escrito originalmete en castellano, aunque ni evoca ni podría evocar el tono cortante y áspero de Steinbeck, que los efectos románicos del castellano son incapaces de reproducir sin incidir gravemente en el ritmo de la narración, siempre escueta y muy elíptica, sembrada de inesperados atisbos de suntuoso lirismo tanto fonético como semántico.
La narrativa de John Steinbeck es una extraña combinación de realismo y ternura que con frecuencia disuenan entre sí, como si estuviese descuidadamente aunados, por más que una lectura atenta de la obra steinbeckiana nos indicaría que ese efecto suele ser deliberado. Sus ambientaciones son casi siempre rurales, y sus personajes gente uncida vitalmente a la naturaleza y acosada por fuerzas malévolas, tanto naturales como humanas, que juntan sus esfuerzos contra ellos hasta el punto de separarlos mental y psíquicamente de la vida natural para la que fueron creados.

Steinbeck busca con frecuencia crear situaciones extremas, cuya única salida, como en el caso de La perla, sólo puede ser simbólica, lírica o mística, dejando al así acuciado en un infierno sin salida real. Es raro que este autor ofrezca soluciones realistas a sus personajes condenados a muerte en vida.

Algunos críticos le han tildado de un ruralismo anticuado, olvidando que la novela rural puede adaptarse al infierno industrial sin grandes modificaciones; no hay gran diferencia entre una helada que deja al campesino sin cosecha y una crisis económica que deja al obrero si trabajo: la clase industrial polaca de los años 45-80, sin ir más allá, e componía de campesinos e hijos de campesinos, y su conducta ante la explotación económica o se diferenció mucho de la de clases trabajadoras veteranas, como la inglesa o la francesa.

En La perla, el lector tiene un certero epigrama social de tremenda complejidad. Su lectura atenta le dará un profundo atisbo de la mente rural, llevada por la miseria a enfrentarse con extremos de codicia y despojo, de opresión ladina y mudo sufrimiento.

“UN REALISMO EFICAZ Y SIMBÓLICO”, por Mariano Antolín Rato

Steinbeck dijo una vez que para escribir bien sobre algo, había que odiarlo o amarlo con la mayor fuerza posible. Y él odió y amó cosas aparentemente opuestas en el transcurso de su vida. De la combativa denuncia de la explotación de los inmigrantes en sus obras de los años 30, pasó a una defensa cerril del “sueño americano” y la intervención en la Guerra del Vietnam.

Subyace, sin embargo, en sus obras mayores un sentido del humor, una comprensión del ser humano, reflejado en esos personajes irresponsables que, a pesar de sus borracheras, del juego, de sus pleitos, robos y prostitución, son fundamentalmente buenos. De hecho, frente a sus desilusionados contemporáneos, Steinbeck cree en la solidaridad y en la capacidad para crear una atmósfera por medio del reportaje. Y al tiempo, añade un contenido simbólico, en ocasiones un tanto cargante, donde presenta al hombre en busca de la tierra prometida. Porque, en realidad, siempre se propuso escribir la gran epopeya norteamericana.

En sus obras, más que el cine, influye la fotografía de artistas como Dorothea Lange o Walker Evans, cuyas imágenes prácticamente ilustran página por página su gran novela Las uvas de la ira. Se encuentran también ecos de los pioneros que habían ido en busca del Salvaje Oeste. Los espacios son los mismos, idénticas las virtudes de la acción. Cambia el vehículo, en Steinbeck un automóvil, antecesor en espíritu al de Kerouac. Aunque siempre se mantenga al ser humano enfrentado con valentía al destino. Y eso le une a Faulkner, a Hemingway, cott Fitzgerald, y a sus demás contemporáneos de la llamada “Generación Perdida” empeñados en vivir –y sobre todo, escribir- más allá de las posibilidades que los seres razonables son capaces de imaginar.

“UN INTERMEDIARIO DE OJOS CLAROS”, por Horacio Vázquez Rial

En los ojos claros de John Steinbeck lucía el asombro ante el aparente caos de la existencia, absurdo, y, sin embargo, lógico; probablemente indescifrable y, sin embargo, crípticamente ordenado. Estudió biología y fue buen conocedor de la Historia, pero en cierto instante de su juventud comprendió que en las ciencias no iba a encontrar explicaciones más luminosas que las que le proporcionara la ficción. Su necesidad de comprender le llevó a recorrer sendas diversas: desde el relato social crítico, una de cuyas cumbre, Las uvas de la ira, se le debe, hasta el reencuentro con la tradición más aquilatada, en Los hechos del rey Arturo. En ese sinuoso y prolongado viaje de conocimiento, el socialista y el patriota convivieron bien durante un tiempo. Sólo durante un tiempo. De esa convivencia surgieron In dubious battle, de la que no conozco edición en español, y, poco más tarde, en 1939, Las uvas de la ira, en la estela dejada por Norris, Dreiser y Siclair Lewis.

La guerra y, sobre todo, lo que siguió, es decir, el macartismo, hicieron mella en la mayoría de los contemporáneos de Steineck. La lamentable conversión de John Steinbeck al anticomunismo cerril, la cobardía delatora de Elia Kazan o el agotamiento de Dmytrick, muerto en estos días, el permanente y conspicuo estar de viaje de un Ernest Hemingway quizá demasiado intacto, los heroísmos de los escaso miembros de la especie de Hammett, cambiaron a todo el mundo al señalar las direcciones posibles de la conducta humana. Eso dejó su marca en la Historia de la Literatura, y no sólo la americana: está por hacer una Historia de la Literatura, y una Historia de la Historia, en el tiempo de la Guerra Fría.

Por supuesto, en la escritura de Steinbeck hay huellas del proceso en el que el patriota Steinbeck descubrió la locura religiosa sobre la que se había creado su país, y que hasta hoy estructura y moviliza la sociedad estadounidense. (En España nadie debería sorprenderse por ello: parecidas pasiones crearon este Estado, precisamente cuando América, tomaba su sitio en los mapas. Al este del Edén, publicada en 1952, no debería ser leída como una obra ajena: podemos reconocernos en ella). En el paso de Las uvas de la ira a Al este del Edén, el socialista Steinbeck descubrió que el mecanismo social era infinitamente más sencillo de lo que él había supuesto. En 1947 apareció La perla, un relato perfecto en el que la impotencia y la pobreza se enfrentan al poder y a la riqueza, no sólo en el transcurrir de los hechos, sino también en el interior de sus protagonistas, que en la memoria popular nunca son los ricos ni los poderosos, sino aquellos para los que hasta el encuentro con la fortuna deriva hacia la tragedia.

Cuando Kino y Juana sólo tienen delante la miseria y la desesperación de la inminente muerte de su hijo, cuando no pueden pedir ayuda, ni atención, ni siquiera piedad, el mar les da una perla, la mayor y más gloriosa que se haya visto nunca. Pero la perla no trae la felicidad: trae la codicia, el mal. No es imposible que Steinbeck haya creído estar componiendo, entre otras cosas, un alegato contra el pensamiento mágico, una argumentación literaria destinada a explicar que la suerte de un único hombre no repara la injusticia fundamental a la que su destino de paria le ata. Que haya creído estar diciendo que no hay soluciones que no sean colectivas. Y es posible que al hacer su película, tan perfecta como el relato de Steinbeck, al contar nuevamente La perla, Emilio Fernández, haya pensado cosas parecidas.

Afortunadamente, los libros, y muchas veces las películas, son más sabios que sus autores, las narraciones van mucho más allá que quienes tienen el don de transmitirlas. Steinbeck tenía conciencia de ser un intermediario, como la tienen todos los grandes escritores. Por eso, porque sabía que, como decía Borges, no estaba haciendo, sino dejando hacer –a la tradición, al saber común, a la intuición de la verdad o a la verdad misma, que tiene el poder de expresarse por sí sola-, incluyó unas líneas anónimas, entrecomilladas como para señalar que no le pertenecían a él ni al narrador de cuya voz se había hecho cargo, en las que se deja constancia de que la historia que se va a leer ya ha sido contada, tantas veces que “ya ha echado raíces en la mente de todos”. Y de que, “como todas las historias que se narran muchas veces y que están en los corazones de las gentes, sólo tiene cosas buenas y malas, y cosas negras y blancas, y cosas virtuosas y malignas, y nada intermedio”. No obstante, deja abierta la posibilidad de que se trate de una parábola –un producto situado en las antípodas de lo maniqueamente definible-, y de que “cada uno le atribuya un sentido particular y lea en ella su propia vida”. Por eso es un clásico.


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