La República imaginada

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En España se mezclan tiempos y épocas, se atribuyen a las sociedades del pasado actitudes, creencias y valores del presente o se utiliza la memoria histórica como un instrumento de deslegitimación del adversario político.

Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto


HAN pasado más de 75 años, pero la Segunda República sigue siendo algo más que una triste, vieja y apasionante historia. Que el presidente Zapatero haya dicho que en España los demócratas son hijos de la Segunda República y que quien niega esto es porque no tiene detrás tradición democrática alguna resulta ya de por sí esclarecedor. El debate político sobre la Guerra Civil, que ya es historia, o debería serlo, está abierto desde que en los últimos años se comenzaran a exhumar cadáveres en fosas comunes, buscando republicanos paseados, y poniendo los muertos de un bando sobre la mesa. El de la Segunda República se ha reavivado con ocasión de su 75 aniversario y parece proyectar el deseo de crear una nueva tradición y una nueva identidad: la de una España democrática, heredera, no ya de la política integradora de la Transición, sino de una mitificada España republicana. El pasado pesa en España porque el presente lo manipula. El despropósito es asombroso, y lo peor del caso es que la falsificación del pasado se contempla sin escándalo, incluso con un cierto regocijo. La derrota, por lo que parece, estimula más la conciencia reivindicativa que la victoria. La ventaja del perdedor histórico es su facultad de seducción y su capacidad para generar mitos. El de Blas Infante, más que en sus escritos -teñidos de un fatalismo lacrimógeno por un paraíso musulmán que jamás existió- y en sus descabellados ensueños de restaurar Al Andalus en pleno siglo XX, se fundamenta en su terrible asesinato. De Companys interesa, mucho más que su responsabilidad en el pronunciamiento confederal del gobierno autónomo catalán en 1934, su ejecución por los franquistas. Más que Antonio Machado el poeta de los campos de Castilla, interesa Antonio Machado el intelectual al servicio de la República.


La historia se escribe con los datos contables y con el propósito de llegar a la verdad, pero se inserta también en nuestras biografías de historiadores o lectores. Y por eso se reescribe continuamente. Es lícito y bueno revisarla, pero a base de documentos y fuentes, no de sentimientos. De ahí que en medio de este magma de fosas, exiliados, presos, olvidados… convendría, primero, no dejarse arrastrar por esa cultísima ignorancia de vivir los acontecimientos pasados como coetáneos, y, en segundo lugar, no confundir la versión del derrotado con el balance definitivo de la Historia. En España se mezclan tiempos y épocas, se atribuyen a las sociedades del pasado actitudes, creencias y valores del presente o se utiliza la memoria histórica como un instrumento de deslegitimación del adversario político.


Es triste el olvido, pero a veces es más triste el recuerdo o la manera en que se recuerda, sobre todo si el pasado se trae al presente reajustado y convenientemente aderezado… ¡cuando han transcurrido la friolera de setenta y cinco años! Porque lo que hoy algunos llaman Año de la Memoria Histórica se parece, en realidad, a los paisajes que construía aquel barón alemán que viajaba por el mundo coleccionando panoramas y, siempre que lo consideraba necesario para crear un hermoso mirador desde donde disfrutar la tristeza melancólica del crepúsculo, hacía talar árboles, abatir bosques enteros o demoler alquerías, si obstaculizaban la vista.


Nuestra tierra ha sido regada de emociones peligrosas que turban la razón, envueltas en un discurso trasnochado y pringoso. Pero desde Goebbels hasta el publicitario de nuestros días saben que cualquier disparate, suficientemente repetido, pasa a ser una verdad evidente. Los dos libros de George Orwell que le hicieron mundialmente famoso, Rebelión en la granja y 1984, tienen en común la reivindicación apasionada de la fidelidad objetiva a los hechos frente a los intentos totalitarios de reescribir el pasado y de manipular el presente a su conveniencia. Tras su experiencia en la España de la Guerra Civil, el aventurero y escritor británico llegó a la conclusión de que si se abandonaba la idea de que una historia que puede, y debe, ser escrita con veracidad, se abre paso a un mundo de pesadilla en el que cualquier dictador puede controlar el futuro y también el pasado. «Si el líder dice de tal evento esto no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva -escribía Orwell en 1941- me preocupa mucho más que las bombas».


Cuando Zapatero dice que la primavera de 1931 es la escena originaria del tiempo presente que vivimos, y un ejemplo moral, un modelo de dignificación de la vida pública, un limpio ejercicio de la política entendida como el compromiso de guiar a un pueblo hacia su futuro, olvida la realidad de unos años convulsos y repletos de profecías excluyentes. Lo que, de esta manera sentimental y nada inocente, encontramos a nuestras espaldas, allí, en un borroso 14 de abril, no es ya una época de radicalismos, caos y desgobierno sino una lejanía de valores admirables, imprescindibles en nuestra sociedad, que, en palabras de nuestro actual presidente del Gobierno, sólo sería posible gracias a quienes conservaron y transmitieron la memoria de la República y sus defensores.


La historia sí, pero bien contada, sin hipocresías ni sectarismos, y ceñida a su contexto, a su tiempo. La Segunda República, es cierto, representó mucho más que un cambio de régimen. La Segunda República fue vista por muchos intelectuales y por muchos españoles de clase media poco dados al aventurerismo como un camino ancho y limpio. Como la culminación de un esfuerzo de sincronía cultural con el resto de Europa y la posibilidad de ofrecer una alternativa moderna y avanzada a una Monarquía centenaria y naufragante. Lo que ocurrió es que, cuando tuvo que darse contenido político al desbordamiento de aclamaciones, cantos y desfiles populares de la soleada Puerta del Sol, el camino no resultó ser ni tan ancho ni tan limpio. Lo que ocurrió es que, de tanto haber idealizado la República, sus prohombres terminaron irrealizándola.


El fracaso de la República no sólo se debió a las conspiraciones de la derecha, que despreciaba la democracia, sino que a derrumbarla también ayudó un sector considerable de la izquierda. Hay que recordar que, cuando un sector de la derecha liderado por Gil Robles exigió el poder ganado en unas elecciones, las izquierdas rompieron con la República, lanzándose a la más descabellada de las revoluciones, que es la revolución cuando el país no la quiere. La insurrección de octubre de 1934, en la que también se vieron involucrados los nacionalistas catalanes de Companys y los socialistas moderados de Prieto, no fue el prólogo de una tragedia inevitable, pero sí un error imperdonable, porque Alcalá Zamora tenía la obligación de llamar a la CEDA, el partido más votado en 1933, al Gobierno, y porque, rebelándose ante tal decisión, la izquierda perdió la autoridad moral para condenar cualquier sublevación que viniera de la derecha. Excusar la sublevación de otoño de 1934 como el acto de un proletariado bien organizado que había tomado nota de lo que acababa de perpetrar en Austria el canciller Dollfuss, al ilegalizar al Partido Socialista y diezmar a sus sindicalistas en violentas luchas callejeras, resulta de una parcialidad equiparable a justificar el alzamiento militar de 1936 esgrimiendo el fantasma de un supuesto y terrible proceso revolucionario.


Con el recuerdo de la sanjurjada de 1932 y las llamaradas de octubre relampagueándole todavía en los ojos, Gaziel, uno de los periodistas más agudos del siglo pasado, hizo en La Vanguardia una reflexión que quizá pueda servir para poner en cuarentena la mitología edulcorada que parece haber llegado con la celebración del 75 aniversario de la Segunda República: «Si de la República han de estar ausentes las derechas, cuando mandan las izquierdas, y luego, cuando son las derechas las que gobiernan, las izquierdas han de enloquecer y lanzarse a la revolución, no habrá, no ha habido todavía, verdadera democracia en España. Como tantas otras cosas, la democracia aquí no es más que un nombre de raíces clásicas y de contenido extranjero».


En ocasiones conviene repasar lo que escriben los conservadores inteligentes, ya que siempre hay algo que conservar. Por lo menos la inteligencia.