Las dos almas de Turquía

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Turquía es una país geopolíticamente muy singular. Casi toda su geografía es asiática, pero tiene corazón europeo; está situada en la periferia de Europa, pero no es Occidente; forma parte de la OTAN, pero en su zona más lejana; manifiesta su deseo de entrar en la Unión Europea, pero no siempre está dispuesta a cumplir las condiciones exigidas.

 Jueves, 3 de Mayo de 2007


 Por Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense y experto en relaciones Estado-Iglesias (EL MUNDO, 03/05/07):


La delicada situación política que se vive en el país estos días participa de dicha singularidad. En teoría, en las calles de Ankara y Estambul se han enfrentado laicismo e islamismo. En la práctica, lo que hay es una lucha por el poder entre derecha e izquierda. Entre otras razones, porque el laicismo turco no es verdadero laicismo, ni su oponente, el fundamentalimo de Erdogan, es estrictamente tal.


 El creador de esta ambigua situación es Mustafá Kemal (Atatürk, 1881-1938), quien, tras la disolución del Imperio Otomano después de la I Guerra Mundial, abolió el Sultanato y el Califato, haciendo -en abstracto- de la religión un asunto privado. El padre de la Turquía moderna llegó hasta el extremo de declarar que el mejor sitio para las religiones «era el fondo del océano». Así, se prohibió vestir con el traje tradicional -incluido el velo de las mujeres- y se introdujo el vestido europeo; la poligamia fue abolida; el alfabeto latino sustituyó al árabe; el calendario se adaptó al occidental y se introdujo un nuevo sistema educativo. Desde 1960, el Ejército, asumió la defensa del kemalismo -para lo que no ha dudado incluso en dar tres golpes de Estado desde entonces-. Y en las sucesivas constituciones que ha tenido el país hasta la actual de 1982, se ha establecido el principio fundamental de laiklik (laicismo).


 Sin embargo, es éste un laicismo también singular. Imita a Francia en el modelo, pero se aparta en el contenido. Baste pensar que el modelo turco es más bien un laicismo teocrático, es decir, el Estado no sólo controla la religión, sino que ha integrado el islam(en su rama suní) en la propia Administración. Sólo se entiende así que en un país laico la enseñanza de la religión (la suní) sea obligatoria en las escuelas públicas, sin ninguna reciprocidad para los restantes credos. De ahí que una minoría islámica no suní como los alevitas acaben de plantear ante el Tribunal de Derechos Humanos una demanda exigiendo que a ellos no se les imponga la única enseñanza religiosa oficial.


 La peculiaridad del laicismo turco conduce a que, a diferencia de en el occidental -entendido como una construcción en la que se fomenta la libertad de conciencia y de religión-, la libertad religiosa aparezca severamente controlada. Por ejemplo, las organizaciones católicas y protestantes no son más que entidades fantasmas, sin personalidad jurídica. Las iglesias cristianas no gozan del derecho de propiedad. No existen lugares para la formación del clero y hay un severo control sobre la actividad de sacerdotes y obispos.


 Una de las condiciones impuestas por las autoridades de la UE para el ingreso de Turquía es, precisamente, el cese de esta hostilidad. El ambiente anticristiano alcanzó su clímax en la campaña desatada contra Benedicto XVI con motivo del polémico discurso de hace algunos meses en la Universidad de Ratisbona. El máximo responsable de Asuntos Religiosos turco pidió -¡nada menos!- que el encarcelamiento del Papa si pisaba tierra turca. No pude dejar de esbozar una sonrisa al contemplar el abrazo que el Pontífice propinó al fogoso guardián de la identidad islámica al llegar a Estambul poco tiempo después. En fin, otra peculiaridad de este laicismo es haber ilegalizado tres partidos políticos laicos (el comunista unificado, el socialista y el OZDEP), aunque el Tribunal de Derechos Humanos declaró no fundada su disolución. No es de extrañar que el anterior relator especial de la Comisión de Naciones Unidas para la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación por motivos religiosos o creencias, Abdelfattah Amor, describa la laicidad turca como «altamente compleja», entre otras razones porque es el propio Estado, a través del Departamento de Asuntos Religiosos, el que distribuye el texto de los sermones que se leen los viernes en las mezquitas, pagando, controlando y contratando a todos los imames en los templos turcos.


 Tal vez la prohibición de llevar velo a las estudiantes en la enseñanza universitaria (por cierto, confirmada por la sentencia de 10 de noviembre de 2005 del Tribunal de Estrasburgo ) sea sintomática. Como observó la juez belga Françoise Tulkens, en su voto discrepante a la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos, la prohibición supone «un abusivo paternalismo que no sólo se mueve contra la mujer, sino que contradice lo sostenido por el propio Tribunal de Derechos Humanos en lo relativo al derecho de autonomía personal».


 Si el laicismo turco tiene sus singularidades, el islamismo de Erdogan y de su candidato a la Presidencia de la República, Abdulá Gül, también es peculiar. Inicialmente, el primero pertenecía a la rama moderada del Partido de la Prosperidad -sucesor directo de cuatro partidos anteriormente disueltos por el Gobierno turco-, con más de seis millones de votantes y que gobernaba en coalición con un pequeño partido de centro derecha. Fue disuelto por atentar «directamente contra el principio de laicidad del Estado» e indirectamente por promover actividades separatistas. El Tribunal de Estrasburgo aprobó la disolución al entender que «la democracia representa un valor fundamental en el orden público europeo, pero si se demuestra que los responsables de un partido político incitan a la violencia o mediante mecanismos ilegítimos buscan la destrucción de la propia democracia su disolución puede considerarse justificada». -Es inevitable pensar, y perdóneseme el inciso, en la situación española y la ilegalización de un partido vasco-.


 Posteriormente, la rama moderada del partido disuelto (Partido de la Justicia y el Desarrollo), liderado por Erdogan, volvió a asumir el poder. Desde entonces, sus directrices recuerdan más a una rama conservadora de los partidos demócrata-cristianos europeos que a los fundamentalistas iraquíes o iraníes. Sus manifestaciones parecen orientadas a reconciliar las dos almas de Turquía: la kemalista y la islamista. Es sintomático que Zapatero haya encontrado en Erdogan el máximo apoyo para su Alianza de Civilizaciones. No parece el posicionamiento de un fundamentalista activo, por más que las acusaciones de los laicistas hayan dejado en una posición incómoda al presidente del Gobierno español, también laicista y, sin embargo, incondicional aliado de Erdogan. No obstante, la moderación y el apoyo de las autoridades de la UE al actual primer ministro turco y el hostil planteamiento de la Corte Constitucional y del Ejército turcos no harán fácil su tarea.


 Por ello, la decisión de la Corte de anular la primera votación en el Parlamento para designar al presidente de la República no sorprendió a nadie. Desde luego, había un problema de quorum, pero, además, el posicionamiento de la Corte ha sido tradicionalmente proclive a mantener una beligerancia vigilante contra cualquier veleidad que se salga del marco de la posición tradicionalmente kemalista. Igual de improbable parece que en la votación fijada para este domingo pueda el europeísta y moderado Abdulá Gül alcanzar la mayoría necesaria en el Parlamento.


 El desenlace inevitable serán unas elecciones adelantadas, en las que nuevamente lucharán las dos almas turcas, probablemente con nuevo triunfo de Erdogan, pero esta vez sin mayoría absoluta. Y esto podrá suponer un freno a las aspiraciones europeístas turcas, con ventaja para los pequeños e inquietantes gropúsculos extremistas religiosos, que esperan agazapados en la sombra.