El caso Chapela, retrato del poder enorme de la industria de la biotecnología
México, DF. Diez años atrás Ignacio Chapela, microbiólogo de la Universidad de California en Berkeley, y uno de sus discípulos, David Quist, hicieron un descubrimiento que desmentía uno de los principales supuestos de la biotecnología genética del maíz.
Como él dice, "le levantamos la sotana" a esa industria, dominada por un puñado de corporaciones trasnacionales. En diciembre de 2001 la revista científica internacional Nature divulgó ese estudio, que demostraba la presencia de transgenes en cultivos de la sierra norte de Oaxaca, uno de los centros de origen en territorio nacional, muy lejos de los sitios donde se experimentaba con esos productos.
A Chapela le ocurrió lo que a muchos otros expertos que han encendido las alarmas sobre los peligros de la biotecnología. Él y Quist fueron víctimas de una virulenta campaña de desprestigio dentro y fuera de los campus universitarios. Hoy, Chapela reconoce en entrevista: "Fue algo dañino para mi carrera, eso hay que aceptarlo. Al mismo tiempo fue muy educativo y permitió ver el trasfondo de la situación".
Esa controversia es reflejo de cómo en la última década la investigación sobre los impactos del maíz transgénico en las razas criollas y la discusión sobre la mejor forma de regular la explotación de esos productos se han convertido en pugna que enfrenta al conocimiento científico contra el afán de lucro.
Es una arena en la que los conflictos de intereses no son ajenos a las decisiones políticas, debate que en ocasiones origina disputas que repercuten en las publicaciones científicas más prestigiadas del mundo. En esta industria la necesidad de financiar investigaciones precisas sobre efectos a largo plazo suele chocar con las presiones de empresas que entienden esos procesos como "pérdida de tiempo" y, por tanto, de dinero.
Aquel artículo de Nature, que en años recientes ha sido refrendado con nuevas investigaciones que confirman el contagio de transgenes en cultivos de maíz, fue impactante porque, según explica Elena Álvarez Buylla, del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), "las compañías siempre argumentaron que los organismos genéticamente modificados eran una tecnología precisa y controlable".
La revelación cuestionó uno de los preceptos fundamentales de la industria y demostró que la tecnología no se podía contener. Desde entonces el debate en torno a si esa contaminación efectivamente se da y puede provocar daños a la biodiversidad del grano ha sido constante entre los expertos. Pero no para las industrias, que lo descartan de entrada.
Para sostener la inexistencia del contagio, Alejandro Monteagudo, director de Agro Bio (asociación que integra a las trasnacionales productoras de trans- génicos), se apoya en otro estudio realizado en 2005 por investigadores del Instituto Nacional de Ecología (INE) y de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, dependientes de la Se- cretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat).
Éste se divulgó en la revista PNAS, de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, el cual contradecía el hallazgo inicial del propio INE y descartó el riesgo de contaminación.
En 40 años de biotecnología, promesas incumplidas
A 10 años de distancia, Chapela, quien aún se desempeña como investigador en Berkeley, recuerda: "En ese momento tuvimos la oportunidad de levantar la sotana a la religión de la biotecnología. Probamos que lo que prometían no estaba ahí, sobre todo el control. Nos dimos cuenta de la influencia de fuerzas corruptas que nada tienen que ver con la ciencia ni con la economía. Ésa fue la gran revelación".
Dice en entrevista: "Hoy vemos las consecuencias. Estamos cumpliendo 40 años de biotecnología y vemos que no ha dejado nada. Aun así, siguen empujando sus productos con artimañas".
– El acoso que sufrió en aquel momento, ¿cómo lo recuerda?
– Fue impresionante ver el nivel de coordinación e influencia de las empresas no sólo en México, sino en Estados Unidos y en el mundo angloparlante.
En esos años el periodista inglés Jonathan Matthews siguió el rastro de los correos electrónicos que difamaban a Chapela y descubrió que los dos supuestos investigadores que comenzaron la campaña, Mary Murphy y Andura Smetecek, eran publirrelacionistas al servicio de la trasnacional Monsanto.
Agrega: «Los autores de las cartas en mi contra publicadas en Nature tienen conflicto de intereses directo. Están relacionados con otro escándalo en Berkeley en 1998, en el que Novartis (otra de las grandes de la biotecnología) invirtió 25 millones de dólares en investigaciones. Con ello buscó comprar al profesorado entero», denunció Chapela en La Jornada en 2002. Por ello el ecólogo fue despedido de su cátedra, que posteriormente recuperó.
Estudios contradictorios
Una vez que se publicaron en México los estudios que corroboraron la presencia de transgénicos en los cultivos tradicionales de maíz, el INE y la Conabio pidieron a Álvarez Buylla y a Rafael Rivera, actual director del Centro de Investigaciones Avanzadas de Irapuato, corroborar la información.
Sin embargo, Sol Ortiz y Exequiel Ezcurra, entonces adscritos al INE, y Jorge Soberón, secretario ejecutivo de la Conabio en aquel momento, «con quienes trabajábamos, decidieron separarse de la investigación, asignar recursos independientes a un proyecto paralelo. En 2005 la revista PNAS publicó su reporte sobre la inexistencia de transgenes en la misma zona donde Chapela y Quist los detectaron», afirma Álvarez Buylla.
Cuando Science pidió a Álvarez Buylla comentar ese artículo, se dio cuenta de que era el mismo estudio para el que creía estar trabajando, pero con conclusiones contrarias a la evidencia científica que había descubierto.
Ante ello, el equipo del IE enfrentó un nuevo reto: obtener suficientes datos para confirmar la primera conclusión de la contaminación. Y lo logró: encontró evidencias de que había transgenes no sólo en las razas de maíz que habían detectado Quist y Chapela, sino también en Yucatán, Guanajuato y varias zonas de Oaxaca.
Elena Álvarez intentó publicar el nuevo aporte en PNAS. Sin embargo, a pesar de las críticas positivas, no se divulgó. Aquí, nuevamente, apareció el conflicto de intereses. En ese momento la vicepresidenta de dicha academia era Barbara Schaal, de la Universidad de Washington e integrante del comité del Centro de Ciencias de Danforth Plant, institución que se había beneficiado con una donación de 70 millones de dólares de Monsanto.
Schaal vetó el artículo que contenía la evidencia científica sobre la movilidad de los transgenes de maíz de un campo de cultivo a otro. Más tarde el estudio de los universitarios se publicó en la revista Molecular Ecology.