Los DINEROS de la IGLESIA ante el EVANGELIO

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En la medida de lo posible, la Iglesia debe procurar vivir al día, fiándose de su Maestro que dijo: «No andéis preocupados por vuestra vida, que comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis (…) buscad primero el Reino de Dios y su justicia, yo todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 25-34). En cuanto al mínimo patrimonio que pueda poseer tendrá que adminstrarlo de modo que sea una inspiración Ética para la sociedad civil. Así como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús a pesar de su condición divina se despojó de su rango tomó la condición de esclavo (Fil 2, 6) y por nosotros se hizo hizo pobre a pesar de ser rico (2Co 8, 9).



Luis González-Carvajal Santabárbara
Sacerdote diocesano de Madrid Profesor de Doctrina Social de la Iglesia.
Publicado en la Revista Id y Evangelizad

A lo largo de su historia la economía de la Iglesia ha oscilado entre extremos tan alejados como san Francisco de Asís, que se contentaba con sus harapos, y la compraventa de beneficios eclesiásticos. La situación actual no es, desde luego, de las peores. Se han suprimido las diferencias entre celebraciones según el precio pagado, y se han dado pasos importantes en la equiparación económica de los sacerdotes. Sin embargo, todavía necesitamos mejorar mucho.

¿Para qué necesita dinero la Iglesia?

Una tradición constante ha denunciado el peligro que las riquezas representan para la Iglesia. En el s. IV –cuando empezó a formarse el patrimonio eclesiástico con donaciones de los poderes públicos- dio la voz de alarma San Hilario de Poitiers: «Ahora tenemos que luchar contra un perseguidor insidioso, contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio. Este nos acaricia el vientre, pero nos apuñala por la espalda. No confisca nuestros bienes, conservándonos así la vida, pero nos enriquece para la muerte. No nos quita la libertad metiéndonos en la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro» (Contra Constantium Imperatorem, 4-5 – PG 10, 580-581)

En términos semejantes se expresaba San Jerónimo: «La Iglesia creció en las persecuciones y fue glorificada en los mártires. Con él advenimiento de los soberanos cristianos ha incrementado su poder y riqueza, pero se ha visto mermada en su fuerza interior» (Vita Malchi, I – PL 23, 53).

Sin embargo, la Iglesia como todos necesita dinero. Según el Concilio sólo para tres cosas le es lícito poseerlo: «para la ordenación del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para ejercer las obras del sagrado apostolado o de la caridad, señaladamente con los menesterosos» (PO 17).

Para la ordenación del culto divino.

En la Iglesia se han enfrentado siempre dos corrientes, que podíamos simbolizar mediante el monasterio cluniacense y los monasterios cistercienses, partidarios los primeros de templos suntuosos para resaltar la majestad divina, y partidarios los segundos de un culto austero respetuoso con la pobreza que el Hijo de Dios quiso para sí mismo. La sensibilidad actual parece inclinarse por esta segunda tendencia y, de hecho, Juan Pablo II escribió que «podía ser obligatorio enajenar los adornos superfluos de los templos y los objetos preciosos del culto divino para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ellos» (SRS, 31 g). Por eso, por su sencillez y pobreza, nunca resultará menos auténtico el culto divino. Más bien todo lo contrario.

La sustentación del clero.

También aquí han coexistido dos corrientes: partidarios los unos del trabajo civil del clero, y partidarios los otros del trabajo exclusivamente ministerial. Como es sabido, Pablo, también Bernabé, trabajaba con sus manos para sustentarse en los viajes apostólicos (1Co 9, 4-18). Era tejedor de tiendas y trabajador por cuenta ajena; la itinerancia le impedía poseer un taller propio. Pablo sabía de sobra que quienes anuncian el Evangelio tienen derecho a vivir de él (1Co 9, 9-14), pero renuncia a este derecho para poner de manifiesto su total desinterés en el ministerio de la predicación. No predica para ganarse el pan, sino por convicción personal.

Sin duda no cabe dudar de la eficacia pastoral de San Pablo. En cambio, unos siglos después, tras constatar que el cristianismo no se propaga ya con la celeridad del principio, San Juan Crisóstomo observa: «los apóstoles recorrieron el mundo, pasaron hambre y sed, trabajaron con sus manos; pero hoy, ¿quiénes de nosotros pasa hambre alguna vez por causa de la Palabra de Dios?; ¿quiénes de nuestros maestros viven del trabajo de sus manos y predican gratuitamente para no poner obstáculos al Evangelio?» (In I Co, 7, 4 – PG 61,52).

La decisión a favor o en contra del trabajo civil de los presbíteros dependerá de la vocación personal de cada uno y de las demandas de las comunidades a las que sirven, por lo que debería surgir siempre de un diálogo entre ambos.

El servicio de los pobres.

Durante la patrística y la Alta Edad Media se mantuvo con firmeza el principio de que los bienes eclesiásticos no pertenecen a los hombres de Iglesia. Son –como decía Pomerius- el patrimonio de los pobres. La única voz discrepante fue el pseudo-Isidoro a mediados del s. IX.

Esto no significa que los obispos y sacerdotes no pudieran participar también de los bienes de la Iglesia; pero lo que les daba derecho a ellos era ser y permanecer pobres. Las Constituciones Apostólicas, a principios del s. IV, disponían: «Que el obispo no se eleve por encima de los pobres. Que use de un alimento y bebida viles y moderados (…) y no sea amigo de la buena carne» (lib. II, cp. 5, nº 1-1 – FUNK, p. 36).

Y el Concilio de Antioquía, del año 341, decía: «El obispo tendrá poder sobre los bienes de la Iglesia a fin de hacer la distribución a los indigentes con bastante prudencia y en el temor de Dios. El tomará su parte según sus necesidades y también los hermanos que gozan de su hospitalidad, de modo que nos les falte, según lo que dice el Apóstol: ‘Teniendo con que alimentarnos y vestirnos, nos contentamos’ (1 Tim 6, 8). Si no se contenta con eso y se sirve de los bienes para sus asuntos personales (…) rendirá cuenta ante el Concilio de la provincia» (canon 25 – Mansi II, 1320-1321).

San Jerónimo sostenía que «es rapiña a los pobres cuando los obispos y sacerdotes llenan sus almacenes y se sirven de las obras de la Iglesia para sus lujos» (Com. a Isaías, lib. III, cap. 14 – PL 24, 68). Los concilios celebrados en las Galias a lo largo de los siglos V y VI (Vaison 442; Roma 504; Agde, 506; Orleans 549; II de París 557; Tours, 567) son aún más duros: el que retenga los dones hechos a la Iglesia debe ser excomulgado y considerado como un verdadero asesino de los pobres: necator pauperum (Mansi 6, 8 y 9).

Todavía en el s. XIII Santo Tomás dedicó un artículo de la Suma Teológica a preguntarse «si pecan mortalmente los obispos que no distribuyen a los pobres los bienes eclesiásticos que administran». Y concluye «los bienes eclesiásticos deben servir para uso de los pobres (…) Si la necesidad es urgente, sería una preocupación inútil y desordenada guardar los bienes para más tarde. Lo reprueba el Señor: ‘no os preocupéis del mañana’». (2-2, q. 185, a. 7 – BAC t. X, pp. 746-747).

Conclusión.

En la medida de lo posible, la Iglesia debe procurar vivir al día, fiándose de su Maestro que dijo: «No andéis preocupados por vuestra vida, que comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis (…) buscad primero el Reino de Dios y su justicia, yo todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 25-34). En cuanto al mínimo patrimonio que pueda poseer tendrá que adminstrarlo de modo que sea una inspiración Ética para la sociedad civil. Como dijo el sínodo del 1971: «Si la Iglesia pretende hablar de justicia a los hombres, debe él mismo ser justo a los ojos de los demás. Por tanto, convienen que nosotros mismos hagamos un examen sobre las maneras de actuar, la posesiones y el estilo de vida que se dan dentro de la Iglesia misma».

Así como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús a pesar de su condición divina se despojó de su rango tomó la condición de esclavo (Fil 2, 6) y por nosotros se hizo hizo pobre a pesar de ser rico (2Co 8, 9). También la Iglesia aunque necesite recursos humanos para realizar su misión, sin embargo no existe para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar, también con su ejemplo, la humildad y la renuncia.