Los que nos traen la fruta a casa: temporeros

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La pandemia no ha hecho más que agravar la situación de los temporeros en nuestros campos. A las condiciones infrahumanas en las que viven se han unido los rebrotes de COVID-19, que amenazan con dejarlos sin trabajo ni ingresos. La Iglesia, una de las pocas instituciones que siempre ha estado cerca de ellos, intensifica su trabajo estas semanas.

30/7/2020 Alfa y Omega

Durante el verano, el foco de la opinión pública se ha puesto en una realidad invisible, la de los temporeros, los que hacen posible que frutas, verduras y hortalizas lleguen a nuestras mesas diariamente. Personas, en su mayoría migrantes, que hacen un trabajo que los nacionales ya no quieren realizar. Pero esta atención pública no ha sido para reconocer el trabajo que realizan en nuestros campos, incluso durante el confinamiento, sino para colocarles en el disparadero como causantes de los brotes de COVID-19 que están teniendo lugar en las zonas del país donde trabajan.

Es cierto que se han producido contagios masivos entre temporeros, como también lo es que las condiciones en las que viven muchos de ellos sin que nadie tome cartas en el asunto, al menos hasta que no han contraído el coronavirus, son infrahumanas. Los asentamientos con chabolas de plásticos y palés, la carencia de agua o la falta de unas mínimas condiciones de higiene son el día a día de muchos. Una situación que, además, no permite guardar las medidas de seguridad para evitar contagios.

Esta es, precisamente, una de las denuncias que la semana pasada hizo el defensor del Pueblo, Francisco Fernández Marugán, que pidió a administraciones y empresarios que busquen una solución para acabar con la situación de degradación en la que viven los trabajadores agrícolas, es decir, que se garanticen sus derechos laborales y tengan unas condiciones de habitabilidad dignas.

En lugares como Lepe (Huelva), donde uno de los asentamientos se ha incendiado, o Albalate de Cinca (Huesca), la situación ha sido tan crítica que las Fuerzas Armadas han tenido que intervenir para habilitar alojamientos.

Este último pueblo, Albalate de Cinca, se encuentra enclavado en la diócesis de Barbastro-Monzón, donde Cáritas Diocesana trabaja cada año de mayo a octubre –la temporada de la fruta– para acompañar, escuchar y orientar a estos trabajadores. Se los informa de sus derechos para que no sufran abusos por parte de los agricultores, se los acompaña al médico y se los provee de alimentos. Esta atención de la Iglesia es un denominador común en todas las regiones con un importante volumen de producción agrícola.

Lo bonito de este programa de Barbastro-Monzón, que atiende las comarcas del Cinca Medio y Bajo Cinca –toman en el nombre del río que baña la zona–, es la figura del mediador, un chico de Mali o Senegal que hace más fácil la comunicación con los temporeros. «Como habla los diferentes dialectos, logramos ser más cercanos. Es una figura muy importante, la pieza clave en el proyecto», afirma Ana Belén Andreu, secretaria general de Cáritas Diocesana de Barbastro-Mozón.

Este año esa figura la ocupa Ngoro Coulibaly, un chico de Mali que fue temporero y vivió dos años en un asentamiento. Las personas a las que acompaña son sus amigos y paisanos. Sabe de lo que habla y lo que se siente. Cuando recibe la llamada de Alfa y Omega, el lunes 27 por la mañana, se encuentra en el polideportivo de Albalate, donde han estado confinados las últimas semanas 29 temporeros que habían dado positivo por COVID-19, todos asintomáticos. Fue él mismo y un técnico de Cáritas quienes dieron la voz de alarma después de comprobar en una visita rutinaria al almacén donde vivían hacinados que dos de ellos tenían una temperatura corporal alta.

Pasada la cuarentena, los quieren devolver al asentamiento. El sonido ambiente de la llamada deja constancia la tensión. «Están enfadados porque los quieren llevar de nuevo al almacén y ellos no están de acuerdo. Creen que primero lo tienen que rehabilitar. Además, muchos han perdido el trabajo que tenían y se preguntan quién les va a pagar estos 15 días», explica Coulibaly.

Situación de emergencia

En la vecina Lérida, todos los años tienen el mismo problema: llega más gente de la que se necesita para trabajar en la campaña de fruta dulce. Esto provoca que muchas personas deambulen por la ciudad y acaben atendidas en un polideportivo habilitado por el Ayuntamiento y que ayudan a gestionar entidades sociales, entre ellas Cáritas Diocesana de Lérida. Este año, lejos de reducirse, el número de temporeros que ha llegado a la zona se ha incrementado y, por tanto, se han tenido que habilitar dos pabellones para dar alojamiento y tres hoteles para acoger a posibles casos de contagio.

Según explica Rafael Allepuz, director de Cáritas Diocesana de Lérida, mucha gente que ha perdido su empleo en  el sector de la construcción o la hostelería también ha ido a esta zona ante los continuos llamamientos a personas para recoger la fruta. «La situación es de emergencia», afirma.

En estos momentos, Cáritas Diocesana está apoyando a la Administración local en la recepción, control de temperatura y servicio de comedor en los pabellones, pero pedirá, una vez termine la campaña, una reunión donde administraciones y entidades acuerden un modelo de gestión para el futuro. «Lo que ha hecho la pandemia es sobredimensionar un problema que ya teníamos», concluye.

En la comarca de Valdejalón, en la provincia de Zaragoza, la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de La Almunia destina a los temporeros de mayo a septiembre el reparto de alimentos que realiza durante todo el año. Diez kilos de comida para una semana que preparan el sacerdote, un voluntario y Galo Pedro Oria, el diácono que está ahora en esa zona y que atiende a este semanario por teléfono. Cuenta que la situación de los temporeros allí es similar a la de otras zonas: viven en cabañas y asentamientos como pueden. Eso sí, el COVID-19 los ha respetado hasta el momento. Por si acaso, la parroquia ha cedido a la comarca una casa de espiritualidad por un precio simbólico para alojar allí a posibles contagiados.

Atención y mediación

En el sur, en la región de Murcia, Cáritas Diocesana de Cartagena lleva trabajando desde hace muchos años con los temporeros, aunque de una forma más específica los últimos cuatro. Su secretario general, Juan Antonio Illán, pone el dedo en la llaga cuando habla de lo invisible que es esta realidad o de las condiciones infrahumanas en las que viven. La labor que ellos hacen con los temporeros en las distintas zonas agrícolas de Murcia –recorren casi todo el territorio y en algunas hay producción todo el año– tiene una doble vertiente. La labor humanitaria, que hace frente a cuestiones de higiene y alimentación, un trabajo que se ha intensificado durante la pandemia; y también una labor de mediación con las administraciones y empresas para buscar una solución a la situación de estas personas.

Illán habla del orgullo de los murcianos por ser la huerta de Europa o de la importancia del sector agroalimentario para el PIB de la región. Una actividad que necesita la mano de obra de los temporeros y a los que, reconoce, «no estamos correspondiendo como sociedad».

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