Los Santos Inocentes, Miguel Delibes

4633

A Miguel Delibes le debemos obras impagables como El camino, Cinco horas con Mario o la última, El hereje. Pero todos recordamos sus santos inocentes, el drama rural de Extremadura que publico en 1981 y que fue llevada al cine por Mario Camus. Las interpretaciones de Paco Rabal y Alfredo Landa forman parte de lo mejor de nuestro cine mas reciente. El escritor castellano, Premio Miguel de Cervantes, ambientó en Extremadura un libro en el que aparecen señoritos, criados, la caza y unas relaciones sociales de un mundo que agoniza. Y por supuesto, la inolvidable “milana bonita”.


“CON LOS HUMILLADOS: VERDAD Y LITERATURA”, por Santos Sanz Villanueva

La vida en el campo ocupa muchas de las páginas de Miguel Delibes. En ocasiones, el escritor ha adoptado la mirada del periodista, del ensayista o del experto cazador que habla de su propia experiencia. Entonces ha denunciado el postergamiento social y económico o ha defendido posturas conservacionistas que avisan de los peligros que amenazan a la naturaleza constantemente degradada. Otras veces su pluma ha dado vida al campo recreando existencias ajenas en cuentos y novelas de los que brota un hondo sentir según el cual lo rural tiene algo de Arcadia feliz y algo, también, de una realidad limitada y dura. Estas preocupaciones han tenido casi siempre como escenario las tierras castellanas que el vallisoletano conoce al detalle. Ese marco habitual en él lo cambia en Los santos inocentes por la geografía extremeña para dar autenticidad a una historia trágica que contrapone dos mundos, el de los terratenientes y el de los campesinos a su servicio.

Los santos inocentes se inserta en la tradición del drama rural, un género cuya meta consiste en presentar la injusticia y la existencia primitiva en lugares apartados del progreso, en los cuales todavía rigen relaciones de corte feudal. En este sentido, la novela no se aparta de los rasgos convencionales y esperables en esta modalidad literaria. Hay en ella dos grupos humanos opuestos por la clase social. Por un lado, los señores, propietarios de origen noble, que llevan la arbitrariedad al límite del más cruel despotismo. Por otro, las familias que se ocupan de las labores campesinas, sojuzgadas, auténticos siervos. A lo largo del relato se suceden pequeños hechos cotidianos o habituales: la pasión por la caza del señorito Iván o los trabajos agrícolas y ganaderos desempeñados por los criados. Menudean significativos datos testimoniales que acreditan el conservadurismo clasista de los señores y las condiciones infrahumanas en que viven los empleados. En fin, no falta la violencia que llega a adoptar la forma de homicidio.

Este puñado suscinto de elementos le sirven a Delibes para construir un relato animado y vivaz guiado por un propósito de denuncia. Con semejantes mimbres se han escrito a lo largo de la historia otras muchas obras. El mérito de Los santos inocentes no se halla, pues, ni en la selección de personajes, ni en las anécdotas, ni en la recreación ambiental, ni en la intencionalidad crítica. El acierto del escritor está en haber convertido en obra de arte extremadamente singular los materiales que maneja. Los personajes tienden al estereotipo de buenos y malos, pero lo superan hasta convertirse en seres humanos de una verdad y hondura absolutas. El escenario resulta inédito gracias a la plasticidad de las descripciones. Las anécdotas, en su deliberada insignificancia, aportan ese interés por conocer sucesos indesligable de la mayor y mejor tradición del género novelesco. Y, en cuanto al compromiso del escritor con la justicia, no hay en la obra ni un solo gramo de propaganda, ni tampoco se proponen mesianismos redentores: la verdad desnuda y escueta de los personajes y de sus acciones produce un emocionado y contundente alegato contra los poderosos y a favor de los desheredados.

Este feliz agregado de aciertos parciales es sólo una clave del acierto global de Los santos inocentes, el cual radica en su ideación general, suma de tradición y vanguardia. Miguel Delibes siempre ha defendido un relato tradicional basado en tres componentes inexcusables, “un hombre, un paisaje y una pasión”, según su conocida definición de la novela. En este drama extremeño no duda, sin embargo, en adoptar unos mecanismos narrativos de un calculado y eficaz vanguardismo. No hay, por supuesto, un gusto experimental intrínseco, sino unos recursos novedosos de gran eficacia. Es suficiente la lectura de unas pocas páginas iniciales para comprobar de qué sabia y oportuna manera incorpora las palabras puestas en boca de los personajes o el diálogo de la narración.

Le basta a Delibes con prescindir de los convencionales guiones para obtener un inusitado y brillante efecto, el de una salmodia, una especie de relato enhebrado por la voz de un contador -o cantador- de una historia que tuvo lugar en cierto tiempo -próximo y específico, pero también intemporal, ahistórico- y que se dirige al presunto oyente de la plaza pública, al modo de los juglares antiguos. Hay algo de recitativo en el discurso del narrador, con sus escenas sueltas, sus variantes o modulaciones de un asunto principal y su pausada e implacable marcha hacia la tragedia inexorable. No se trata, sin embargo, de un narrador espontáneo e inocente, pues, de vez en cuando, junto a características expresiones coloquiales, recurre a voces muy cultas. Tampoco es un narrador distante de los hechos: mantiene de éstos un cierto alejamiento y hasta los refiere el ocasiones con un punto de frialdad, pero habla desde dentro de la historia, asume o incorpora a su voz la voz de los protagonistas del drama.

He ahí el misterio desvelado del calor y la emoción, siempre controlada, que transmite el relato casi musical de quien va contando la vida secreta de un cortijo, los afanes de sus gentes, sus dolores, sus pequeñas rebeldías, su dolorosa sumisión. Ha de quedar bien claro, sin embargo, que esa forma novedosa no se debe a un prurito vanguardista deseoso de llamar la atención sobre sí mismo. Todo arte es artificio, pero la artificiosidad no figura en el ideario de Delibes. Ha tenido que ser un hallazgo intuitivo -no ajeno, por supuesto, al estudio y la meditación previos- el que ha proporcionado al autor ese punto de vista de tan admirables resultados.

En paralelo, se conjugan un realismo descarnado y una estilización poética. La novela evita la prolijidad descriptiva y se prohíbe el regodeo en la miseria o el dolor. La narración va a lo esencial humano. Y ello se recrea con una prosa que, sin perder su cualidad narrativa, se carga de elementos lingüísticos que desvían el texto de lo enunciativo e informativo. Así ocurre con las abundantes anáforas, repeticiones de varias clases, y con el frecuente polisíndeton, o reiteración voluntaria de las conjunciones. Con ello se alcanza una intensificación expresiva que se salda con un texto de auténtico carácter poemático. A la par, se produce una gran intensidad emocional.

De este modo, la crónica testimonial se convierte en una especie de poema lírico narrativo. El narrador invisible -pero cercano, sin duda, al propio autor- va deslizando su visión emocionada de los hechos referidos. Es esa emoción preñada de solidaridad lo que importa. No proporciona Los santos inocentes noticia acerca de otro episodio más del inacabable drama de las relaciones entre amos y siervos. Delibes consigue una extraordinaria originalidad al convertir el compromiso con los humillados en una emocionante narración poemática.


ENTREVISTA A MIGUEL DELIBES,

Por Manuel Llorente

“Milana bonita, milana bonita”. La ternura de “Azarías” hacia el pájaro marca el ritmo interior de una de las novelas más conseguidas de Miguel Delibes y más queridas por los lectores españoles.

El éxito de Los santos inocentes (1981) se rubricó después con la versión cinematográfica que dirigió Mario Camus (1983). Tal es así, que el que vio la película y después leyó el libro no podía tener una mirada inocente: la genial interpretación de Paco Rabal como “Azarías”, un retrasado que vive en el campo a su aire y que habla con una milana (“¡quiá, quiá, quiá!”) marca la novela.

No se queda atrás el papel de Alfredo Landa, que encarna a un campesino con gran maña para la caza y que asombra a ministros y señoritos que se acercan algunos fines de semana para cobrarse codornices, tórtolas o rebecos a un cortijo extremeño.

“La película de Camus es a mi juicio la más perfecta de las que se han hecho hasta ahora sobre mis novelas”, afirma el escritor. “Pero también La guerra de papá, El disputado voto del señor Cayo, Retrato de familia son películas buenas, aceptables dentro de lo que se hace en España en cine, pero creo que la intuición, finura, movimiento de tipos que realiza Camus en Los santos inocentes está por encima de todas las demás.

Miguel Delibes se ha pateado, muchas veces, con la escopeta al hombro, buena parte de Castilla la Vieja. Sus personajes suelen ser humildes, nuca héroes, apegados a la tierra. El poeta zamorano Claudio Rodríguez gustaba de andar por montes y vaguadas mientras pensaba sus versos. “Teníamos puntos de vista parecidos. Él pensaba como yo y como Nietzsche “que no se debe prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre”, afirma el escritor.

Pero con Los santos inocentes cambió de geografía, se trasladó a Extremadura. ¿Cómo ve ahora la novela, cambiaría algo?
Creo que las cosas han cambiado favorablemente en Extremadura. Esto quiere decir que no escribiría una novela tan dura de tener que hacerlo ahora. Habría que estudiar las cosas.

Los personajes parecen arquetipos, ¿cómo surgieron?
Es la realidad. El sur de España no era muy diferente al que creé en la novela.

Leída hoy parece que pertenecen a un mundo que agoniza.
Es posible. En realidad varias de mis novelas parecen novelas en el límite. La jubilación de don Eloy en La hora roja, Las ratas, Cinco horas con Mario, las tengo por expresión de un mundo que va desapareciendo.

La crítica dice que es una de las novelas más conseguidas…
Es una de mis novelas de observación. Yo creo que en Los santos inocentes no inventé nada, todo está más o menos recogido del natural.

Delibes se propuso hacer “una larga cantata”, tal y como confesó a Javier Goñi en el libro Cinco horas con Miguel Delibes (Anjana ediciones, 1985). Los santos inocentes, que publicó Planeta y dejó buenos dineros al escritor, se vendió como rosquillas. “Pero la verdad es que nunca imaginé que acabara siendo un best-seller”.

Hoy el libro mantiene intacta una gran violencia. “La novela, y consiguientemente la película, tiene eso y mucho más”, afirma ahora Delibes. “El hecho del retorno a la justicia natural por medio de la acción de un retrasado es impresionante. No hay maldad en el comportamiento de Azarías sino simplemente un gesto que para él es natural. El señorito no tenía poder sobre la “milana bonita”.

Delibes ha ido recogiendo en su prolífica carrera de escritor (también dirigió “El Norte de Castilla” y fue catedrático de Derecho Mercantil) numerosos premios, desde el Nadal con su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, al Cervantes. Él matiza: “No los he perseguido, me han llegado sin reclamarlos. ¿Podrá creer que con El hereje me llegaron seis en una semana?”

Los santos inocentes, su comienzo, estuvo guardado durante “ocho o diez años. No lo sabía cerrar”, según dijo a César Alonso de los Ríos en Conversaciones con Miguel Delibes (Destino) en dos largas sesiones que mantuvieron mano a mano en 1970 y 1992. El caso es que nos ha regalado una obra maestra.