La muerte de niños y jóvenes agranda la barbarie que sufren los migrantes empobrecidos que huyen del hambre y las guerras… Más de 600 niños han muerto ahogados desde 2014
Darin, Dildar, Amina y Dijwar Rashid. De 3 a 13 años. Siria
Hacía dos horas que los traficantes los habían metido en una lancha y, de momento, ahí seguían: les habían prometido que, nada más salir, si iban recto y no se desviaban, llegarían a la isla griega de Kastellórizo. Tan solo 10 minutos, les habían dicho, les separaban de Europa.
Más de 600 niños han muerto ahogados en el mar desde el año 2014
Pero llevaban dos horas perdidos en el mar y su barco de goma, junto con sus 15 tripulantes, todos sirios, empezaba a hundirse. Tardó poco en hacerlo: a las dos de la madrugada, la lancha se perdió en el negro oscuro del agua bajo la noche. Y, con ella, una familia entera. «Ya no tenemos nada. Siento que he muerto. Lo hemos perdido todo. Que Dios nos dé fuerzas para continuar», dijo, después de lo ocurrido, Idris, marido de Zeineb y padre de Darin (13), Dildar (10), Dijwar (8) y Amina (3). Idris y Zeineb sobrevivieron. Ninguno de sus hijos tuvo esa suerte.
Hacía varios años que la familia había escapado de la zona kurda de Siria en dirección hacia Turquía, donde se habían quedado en la provincia de Hatay, justo en la frontera y en uno de los sitios donde más campos de refugiados hay en todo el país. Pero en junio del 2018, decidieron que no podían más. Que su vida dependía de escapar hacia Grecia.
Entonces, se echaron al mar. Sus cuatro hijos –junto con otras cinco personas– murieron en el agua el pasado 3 de junio. «Los traficantes nos metieron en el barco y nos dijeron que nos fuésemos. Pensábamos que habría algún capitán con nosotros, pero no vino nadie. Ninguno de los que estábamos a bordo sabíamos navegar. Al final nos hundimos», explicó Idris. Un pescador dio el aviso a la policía y los turcos rescataron a los supervivientes primero y a los cuerpos después. Entre los muertos había dos niños sirios más: Mohammed Bilal, de 14 años, y Zahra Bilal, de 10 años. Dede el 2014, más de 600 niños han acabado sepultados bajo el mar.
Bikai Luc Firmin. 21 años. De Camerún. Murió en Tarajal entre material antidistubios
La foto de Bikai Luc Firmin, de 21 años, reposa sobre el mismo televisor desde el que su padre vio la noticia, hace cinco años, sobre un grupo de 14 migrantes que habían muerto de madrugada intentando alcanzar la playa ceutí de Tarajal, entre los botes de humo y las pelotas de goma que lanzaba la Guardia Civil para hacerlos retroceder. Sin embargo, aún tardó el hombre unas cuantas horas más en saber, por informaciones que le iban llegando de aquí y de allá, que su hijo era una de las víctimas. No hubo llamadas de las embajadas. Y fueron las organizaciones sociales las que realizaron las gestiones para tratar de unir el nombre de los desaparecidos con los cuerpos que, tras deambular durante días por las aguas fronterizas, fueron sepultados en Ceuta, a las 24 horas de ser localizados, en nichos anónimos.
Las entidades sociales fueron las que trataron de unir el nombre de los desaparecidos con los restos sepultados
«No sé cómo ha sido el entierro de mi hijo. ¿Le cubrieron con una sábana blanca? ¿Le bendijo un imán o un sacerdote? ¿Estaba vestido? No lo sé», decía el padre de Bikai en el documental ‘Tarajal: transformar el dolor en Justicia’, de la organización Caminando Fronteras. «He visto imágenes de zoos europeos en los que se trata muy bien a los leones y los pájaros. ¿Por qué nos han tratado así?».
El hombre –al que también se le denegó el visado cuando quiso viajar a Ceuta para «sentir un poco de calma»– durante mucho tiempo se preguntó por qué su hijo, que era «inteligente y quería ser militar», tomó una decisión tan peligrosa. La muerte de su madre, dice, lo dejó abatido . Y la precariedad familiar lo llevó a pensar que desde España «podría pagar los estudios a su hermano pequeño». Un apunte: el pasado agosto, la Audiencia de Cádiz obligó a reabrir por segunda vez la causa al considerar que la jueza ceutí no había tenido «el más mínimo interés de oír a los testigos».
Idrissa Diallo. 21 años. de Guinea Conakry
Idrissa Diallo, de 21 años, fue encerrado en el Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de la Zona Franca el 19 de diciembre del 2011, del que nunca salió con vida. Allí murió, la noche de Reyes, en una celda a 5.000 kilómetros de su casa, por una insuficiencia cardiaca.
Seis meses después de su fallecimiento, el juez archivó la causa: algunos testigos habían alertado de que los servicios sanitarios habían respondido tarde a la llamada de auxilio, pero el magistrado no autorizó que las cámaras del centro arrojaran luz sobre el caso (luego, un problema técnico del circuito impidió esclarecer las circunstancias del suicidio de Aramis Manukyan).
Murió de un fallo cardiaco en el CIE de la Zona Franca; seis años después recibió sepultura tras una campaña ciudadana
El caso es que los restos mortales de Idrissa tardaron seis años en desandar esos 5.000 kilómetros que, tiempo atrás, había emprendido en dirección contraria: primero en bus hasta Mali, luego cruzando el Sáhara y más tarde franqueando las fronteras de Argel y Marruecos, hasta que fue detenido el 7 de diciembre en una playa de Melilla.
En realidad, su viaje póstumo empezó cuando el diario ‘La Directa’ localizó sus restos en el nicho anónimo número 516 del cementerio de Montjuïc, donde la administración le dio sepultura sin la presencia de amistades ni familiares, que habían denunciado no haber recibido una sola llamada de las autoridades españolas. Entraba en juego la productora Metromuster, que hizo de puente entre Exteriores y la familia y, tras salvar un puñado de trabas burocráticas, logró exhumar el cuerpo y devolvérselo a su madre y hermanos, una odisea financiada con un verkami y que recoge el documental ‘Idrissa, una muerte cualquiera’, dirigido por Xapo Ortega y Xavier Artigas.
El caso de Idrissa, como el de Samba Martine, prendió la mecha del movimiento en defensa de los derechos de los migrantes y arrojó luz sobre estos centros que un juez madrileño definió como «lugares de sufrimiento y opacidad policial» y calificó de «peores que una cárcel».