Mucho se habla de multimedios y estrategias comerciales de los medios de comunicación, pero cada día se habla menos de cuál es el compromiso de los medios con su sociedad consumidora. El autor escribe desde España, y toma el ejemplo que vive a diario. Declara: ´Hemos podido ver cómo la programación infantil desaparecía casi completamente de las cadenas por no ser considerado un target rentable, mientras que estos espectadores especiales tienen que concentrarse obligadamente en los programas más lamentables para adultos´MASS-MEDIA: ¿HOMBRES DE NEGOCIOS U HOMBRES DE MEDIOS?
Por: ENRIQUE BUSTAMANTE (*)
Fuente: Urgente24
Recientemente, en un seminario internacional celebrado en Latinoamérica, se me pidió que pronunciara la ponencia principal en un panel cuyo lema central era el interrogante:»¿Hombres de negocios u hombres de medios?». (1)
Parecía inicialmente una pregunta simple e incluso simplista, si se orientaba tan sólo de forma personal, para dirimir si los dirigentes de los medios de comunicación debían ser preferentemente periodistas sensibles a la información y sus funciones sociales o podían proceder de cualquier otra profesión más orientada a la gestión de los negocios y del dinero.
Lo que nos llevaría a una interminable discusión sobre si los periodistas, algunos al menos, no podrían transformarse o se estaban efectivamente transformando en hombres de negocios puros, o si los medios podían ser encabezados y hasta controlados por expertos en finanzas y marketing, mejor dotados aparentemente para la selva del mercado moderno.
Sin embargo, la misma naturaleza de la pregunta y su reiterada formulación en los últimos años, insólita en cualquier otro sector económico, denotaba ya unas inquietudes y demandas sociales que exigían otras cuestiones en cascada: la primera y central apela a la naturaleza general o específica de la comunicación social en una economía de mercado, y puede ser a su vez declinada en varias perspectivas:
** ¿desde el mero punto de vista de la economía, tiene la comunicación y, más aún, la cultura en general en la que se integra, una singularidad que la diferencie sustancialmente del resto de los sectores mercantiles, por ejemplo, de una fábrica de zapatos?; y, yendo más lejos,
** ¿tienen la información y la cultura, desde una mirada sociopolítica en una democracia, una especifidad que la distancie de cualquier otro producto o servicio?
Detrás de ambas disyuntivas aparecen opciones diferentes, no sólo sobre la personalidad y formación de los directivos de los medios, sino también sobre las condiciones de trabajo de los comunicadores de los medios.
Pero, a su vez, de la respuesta a esa interpelación dependen otras más relevantes: no sólo la ubicación de ese siempre cambiante cuarto poder, identificado por algunos recientemente con el poder económico después de haberse confundido peligrosamente durante años con el poder político ejecutivo; sino, especialmente si el sistema de mercado, en sus diversas lógicas o modelos construidos históricamente en los medios de comunicación, basta para asegurar la competencia efectiva y transparente en un terreno en que, desde la perspectiva política, adquiere los trazos vitales del pluralismo como base insoslayable de la democracia representativa.
Porque si consideramos este último punto tenemos que hablar del servicio público y su papel, de su equilibrio en cada sociedad respecto de los medios mercantiles, pero también de las condiciones concretas que pueden garantizar que los medios privados compaginen su naturaleza mercantil con su sustancia de servicio social esencial. Y todo ello nos conduce al debate sobre el respeto a los públicos, en su doble cara de consumidores y de ciudadanos, y a los mensajes informativos y culturales que pueden articular ambos perfiles.
He aquí cómo una pregunta aparentemente simple abre las puertas de un gran debate pendiente en muchas de nuestras sociedades. Pero las respuestas no pueden ser sino históricamente datadas, sobre las tendencias comunes que atraviesan a todos los países democráticos desarrollados, y sobre las tradiciones, herencias e hipotecas que determinan cuadros nacionales bien diversos. Intentaré en este texto dar cuenta de esas exigencias en cadena, aunque su complejidad, enraizada en la elección entre grandes modelos sociales, se compagine mal con las simplificaciones y los eslóganes.
Cultura-comunicación: nuevas tendencias del mercado
Aun a riesgo de malentendidos, me gustaría explicitar mis bases de partida. Porque me siento muy lejos de las visiones apocalípticas que identifican la perversión de la comunicación y la cultura con su «caída» en la mercancía.
Partiendo de la base, creo que incontestable, de que ambas cuestan caras y no se dan por generación espontánea al alcance de los ciudadanos, he defendido desde hace 25 años el concepto y la teoría de las industrias culturales, como término pragmático pero no acrítico, superador desde los años ´70 de las connotaciones nostálgicas que acompañaron a su nacimiento, que reconoce directamente que una parte importante de la cultura y la comunicación prosperó y se desarrolló desde finales del siglo XIX gracias a su transformación tecnológica y mercantil.
La prensa y el libro de masas, el disco y el cine y, finalmente, la radio y la televisión alcanzaron gracias a esas circunstancias una expansión nunca antes lograda en la historia de los contenidos simbólicos humanos.
En el haber del mercado está pues ese desarrollo de la creación y la recepción de la cultura y la información, cuyo peso sobre la generación de condiciones democráticas ha sido con frecuencia minusvalorado, bien sea en el modelo editorial con pago directo del consumidor, como en el libro-disco-cine-video, bien en su lógica más acabada de modelo de flujo, pagado por el consumidor en forma de tiempo, a su vez trocado en el mercado por el dinero del anunciante, como en la radio y la televisión y, en parte, de la prensa escrita.
Aunque en el debe de ese mercado pueda, lógicamente, apuntarse la raíz de muchas discriminaciones y censuras económicas de la misma forma que muchos Estados consiguieron crear las condiciones para el acceso de toda la población a la comunicación por medios electrónicos, sin perjuicio de practicar muchas veces dinámicas políticas dominantes de censura y manipulación.
El debate no debería centrarse pues, a estas alturas, en una maniquea disyuntiva entre mercado y Estado, entre economía y política, sino en una valoración efectiva de las transformaciones sufridas por ambos planos en las últimas décadas, y en los principios y misiones, en las desviaciones y contrapesos que ambos mantienen y perfilan entre sí.
Comenzando por el mercado, el cambio más evidente en nuestro campo durante los últimos 15-20 años es, sin duda, el gigantismo estructural que ha aquejado a los mayores grupos estadounidenses y europeos, y de otras regiones en menor medida, que les ha hecho multiplicar su facturación por muchas veces por tres en los años ´90, en la búsqueda de la mayor talla posible nacional e internacional, y en una diversificación multimedia que ha ido derivando desde la supuesta sinergia entre sectores culturales diversos hacia la máxima integración vertical en cada sector y la colonización acelerada de las nuevas redes.
Grupos como AOL-Time Warner, Disney-Capital Cities, Viacom-Paramount, Vivendi-Universal, Bertelsmann tienen hoy ya dimensiones mastodónticas por facturación, plantilla y catálogos de derechos y algunos como News Corporation de Murdoch operan en determinados soportes, en la televisión en este último caso, con una envergadura de operaciones prácticamente mundial.
Sin embargo, esta realidad que ha llevado a algunos expertos a lanzar el fantasma de una cultura McWorld se encuentra atemperada por la todavía limitada internacionalización de esos grandes grupos (AOL-Time Warner, por ejemplo, sólo capta fuera todavía de USA, 35% de su cifra de negocios), por su endeudamiento muchas veces gigantesco como precio por un crecimiento externo aventurero y, especialmente, por las resistencias culturales de muchos países que demandan productos cercanos a sus raíces culturales.
Menos destacado en la literatura internacional es el proceso similar que se ha llevado a cabo en el seno de muchos países industrializados, donde algunos grupos nacionales se han expandido y diversificado también fuertemente en sentidos horizontales y verticales hasta alcanzar características multimedia hegemónicas en muchos campos de la información y la cultura.
Porque estos fenómenos no se habrían podido dar en muchos casos sin la relajación desregulación de las normas que a priori protegían el pluralismo de posiciones oligopólicas e incluso de las que garantizaban a posteriori las reglas de oro de la libre competencia, y hasta sin la complicidad directa de muchos gobiernos en términos de sinergia entre poder político-económico y mediático.
En el fondo de tales tendencias se descubre un sustrato común que minimiza los riesgos para la democracia y el mercado en aras de unos grupos privados fuertes campeones nacionales capaces de sostener por ello los colores y beneficios nacionales en la guerra comunicativa por el mercado mundial.
Y lo curioso es que esta ola ideológica mantiene su auge, aunque la observación empírica nos muestre que los mayores grupos diversifican sus intereses y censuras económicas en lugar de reforzar supuestamente su independencia, que se alían con los grandes grupos transnacionales en vez de resistirse a ellos y que, en último término y para competir en la arena internacional, precisarían concentrar tal peso financiero, devenir cuasi monopolista en la práctica, que resultaría insoportable para una democracia en países de mercados pequeños o medianos.
En cuanto a su presunta neutralidad informativa, basta contemplar cómo ensalzan la oferta de sus filiales o hermanas empresariales, cómo destacan el más leve suspiro de sus directivos y propietarios e incluso, en términos más recientes, cómo cultivan sus cuadras de escritores e intelectuales y marginan a los de la competencia, para entender el poder comunicativo como un híbrido de censuras y sobre informaciones.
Más allá de los riesgos, exagerados con frecuencia pero no desdeñables en su ascenso y su potencia, de unos productos McDonald´s uniformes y pandifundidos a nivel internacional, y de las amenazas evidentes de tales procesos transnacionales y nacionales sobre el pluralismo político y de expresión, lo que se ha minusvalorado sorprendentemente son los efectos que para los creadores, los contenidos y los receptores están derivándose de tales fenómenos de crecimiento acelerado y concentración.
Porque no se trata sólo de la constatación de que la información y la cultura son ya sectores de grandes expectativas de beneficios capitalistas, y de influencia indirecta sobre otros negocios, un cambio sustancial de mentalidad que ha calado incluso en los medios bancarios. Sino de unas intensivas necesidades de capital y de beneficios que la expansión incontrolada lleva consigo.
Casi todos los grupos importantes, a escala multinacional pero también muchas veces nacional, se han visto obligados a acudir al mercado de capitales, a importantes empréstitos, emisiones de obligaciones, ampliaciones continuas de capital, entrada de accionistas financieros, salidas a la bolsa en lo que podemos llamar una compulsiva tendencia a la financiarización, que se perfila como la principal consecuencia de la globalización sobre la cultura y la comunicación, la que se cierne sobre la gestión misma de los medios y, en cascada, sobre todos los escalones del proceso comunicativo desde el creador o comunicador hasta el receptor, sus hábitos y usos.
En otras palabras, las tasas de beneficio de un dígito, consideradas durante años como reveladoras de la buena salud de una empresa de medios, ahora son inútiles o ruinosas y han de ser imperiosamente trocadas en tasas de dos dígitos, a ser posible en crecimiento constante.
De forma que la simple presión financiera permanente no sólo va cambiando a los gestores principales de los medios de periodistas en hombres de negocios, salvo cuando algún comunicador demuestra una capacidad de transmutación considerable en ese sentido. Pero no se trata sólo de los máximos directivos de las compañías, sino de las propias jerarquías y poderes establecidos en el seno de los medios que, como muestra el caso de la televisión, extensible a todos los medios y sectores culturales, ha ido trasladando el estrellato de los creadores-comunicadores (realizadores, productores, presentadores) a los programadores (los hombres del marketing) y, finalmente, a los directores financieros.
La comunicación y la cultura clónicas
El resultado de estas cada vez más insoportables dinámicas es, en definitiva, que el marketing y los superbeneficios se colocan en el puesto de mando, acabando con las delicadas ecologías que caracterizaban al mundo de los medios, a la cultura masiva en general.
En otras palabras, la cara más palmaria de ese salto cualitativo en la mercantilización (conmodification) es la aplicación intensiva de las técnicas de marketing testadas en los productos de consumo de masas a la distribución y la venta de contenidos culturales, con enormes inversiones en promoción, con lanzamientos intensivos de fastsellers, de venta rápida y masiva que poco a poco intentan también aplicarse al diseño de la creación simbólica misma en la comunicación y la cultura, crear lo que se debe vender: desde libros o discos que inundan los grandes almacenes hasta películas lanzadas en miles de copias que deben conseguir altísimas ventas en pocas semanas.
Aún cuando, felizmente, el usuario de cultura muestre sistemáticamente sus peculiaridades con el rechazo y el fracaso de muchos de esos lanzamientos multimillonarios, tales estrategias van asfixiando paulatinamente a la creación minoritaria, renovadora, vanguardista, a las pequeñas y medianas empresas que tanto peso han tenido siempre en la renovación cultural, a las producciones locales enraizadas verdaderamente con las identidades nacionales.
Y van poco a poco también instaurando el reino de la repetición sobre fórmulas masivas de éxito, reiteradas mil veces con ligeras variaciones sobre rituales básicos, en lo que ha sido calificado de «reprocultura» (Yves Achille,1997), y yo propongo denominar «cultura clónica», siempre favorable a la glocalización, es decir, a la adecuación local a cada «ventana» de mercado de productos diseñados para el mercado transnacional.
Los grandes procesos televisivos me parecen en este sentido un observatorio privilegiado de análisis, porque la televisión siempre ha sido pionera en estos fenómenos de mercantilización desde que la «dictadura del audímetro» por minutos o segundos sobre cada programa se fue trasladando a los índices de venta en el mundo editorial o al control electrónico de taquilla en el box office cinematográfico.
Pero podríamos extender estas observaciones a la prensa diaria o las revistas periódicas, cada vez más atadas por grandes campañas de marketing, por sus fascículos o regalos de todo tipo de gadgets sin relación con la cultura al tiempo que abiertas, incluso en el caso de la prensa de referencia o de élite, a los supuestos gustos del lector medio: las noticias del corazón, la crónica negra, al tratamiento sensacionalista de todo acontecimiento y, en general, al seguidismo sistemático respecto de la dinámica televisiva.
Más clara aun en su papel de pivote, la televisión publicitaria competitiva ha dejado atrás la simple ley de la programación menos rechazada y orientada a las grandes mayorías, para ahondar su conservadurismo comercial y su autismo respecto de la realidad exterior.
Ya no se trata sólo de homogeneización de contenidos en las horas de prime time, con la consecuente marginalización o expulsión de los programas culturales (2) y educativos, sino de invasión universal de los programas autorreferenciales, generados por la propia televisión, del mestizaje y de la contaminación permanente entre ficción y realidad, de la eliminación sistemática de la oferta y los gustos de las múltiples minorías que componen la audiencia.
El macrogénero de infoshow con sus múltiples declinaciones, docushow, docugame, quizshow, más o menos discutidas socialmente, (3) se expande invasoramente desde hace unos años en casi todos los países según formatos internacionales adaptados y de acuerdo con la teoría de la pepita de oro: descubierto un filón todos los mineros se apresuran a explotarlo hasta el agotamiento, para lanzarse inmediatamente, cada vez más rápidamente, hacia la siguiente mina (Bustamante, 1999).
Y peor aún, los propiamente denominados killer format (formatos asesinos) como Gran Hermano, como Operación Triunfo no sólo arrastran la audiencia en un mercado horario sino que subordinan avasalladoramente a todo el resto de la programación propia e incluso colonizan a la de sus competidores, multiplicando sus clones diversos en toda la gama posible durante un tiempo, aunque tales adicciones sean cada vez más aceleradas y entren en decadencia a la tercera o incluso a la segunda temporada. (4, 5)
Así, el sentido de la programación televisiva como catálogo de ofertas diversas para intereses múltiples, de subvención cruzada de programas mayoritarios a los minoritarios, de los productos «ricos» a los «pobres», queda seriamente dañado, prefigurando las estrategias de saturación en presencia en el resto de la cultura.
Y más aún, el formato asesino televisivo, en cumplimiento estricto de su calificativo, se expande hacia el resto de los productos culturales, colonizando la venta de discos, libros, juegos, revistas, canales temáticos, mensajes telefónicos, merchandising de toda suerte, y alimentándose incluso de sus críticas en los medios.
Operación Triunfo
De esta forma y, por referirme al caso español, hemos podido ver cómo la programación infantil desaparecía casi completamente de las cadenas por no ser considerado un target rentable, (6) mientras que estos espectadores especiales tienen que concentrarse obligadamente en los programas más lamentables para adultos.
La propia ficción nacional, de gran éxito en los últimos años como en otros muchos países, y que permitía soñar con una industria audiovisual en ascenso, se bate en retirada frente a realities que apenas cuestan un 20% del gasto empeñado por un episodio ficcional.
Mucho más grave aún, los telediarios, antes contemplados como un espacio público de vital importancia para la participación democrática, en tanto que única fuente informativa para una gran parte de la población, están sufriendo una rápida desviación hacia el infoentretenimiento y alargan su metraje hacia los 60 minutos para dar creciente cabida a los deportes, las historias de personajes del corazón, la crónica negra, las noticias light o soft, e incluso la publicidad o el patrocinio (prohibidos por las normativas europeas) o la autopromoción. GH u OT, por ejemplo, han gozado repetidamente de atención en esos espacios, y la gala de Eurovisión de mayo de 2003 (Festival de Riga) disfrutó de espacios estables en todos los informativos de las cadenas de Televisión Española en tanto auténtico final de su Operación Triunfo.
Una lógica ferozmente comercial que, paradójicamente, no resulta incompatible con dinámicas políticas y propagandísticas aparentemente anticomerciales. (7)
Desde otra perspectiva complementaria, el hecho de que estos formatos circulen a nivel internacional con meras adaptaciones al gusto local, parece elocuente sobre los caminos de la cultura glocal. Nacidos o reinventados con frecuencia en los últimos años en Europa (Endemol y sus filiales sobre todo, enraizada en Holanda, pero propiedad de Telefónica de España) han dado pie a algunos autores mostrar un curioso orgullo por esta inversión de tendencia que permitiría al «viejo continente» exportar su «cultura» hacia el mundo, incluido Estados Unidos; aunque sean réplicas muchas veces de viejos formatos estadounidenses remozados, lanzados a nivel internacional bajo la curiosa vestidura comercial de las franquicias.
Transformaciones en la «caja negra»
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, como la irrupción de quizshows cada vez más agresivos, o como la suplantación de los documentales ya prácticamente desaparecidos y de los informativos mismos por múltiples programas del corazón e incluso por algunos de cámara oculta en los cuales el supuesto periodismo de investigación escoge temas anodinos o colabora a provocar el delito para después denunciarlo.
Pero la conclusión es coincidente: el abandono de las potencialidades culturales, educativas, cívicas del medio en beneficio de una concepción de la comunicación-acontecimiento, autorreferencial y endogámica al medio mismo, que se ampara siempre en la justificación de «al público lo que quiere», pero se orienta mediando audímetros y una concepción reductora y pasiva del público hacia dinámicas mercantiles puras de costos-beneficios y hacia lógicas publicitarias extremas que nada tienen que ver con los deseos del público.
Sin embargo, todas estas transformaciones recientes no podrían explicarse sin más por los cambios en la propiedad y sus lógicas, sin tener en cuenta lo que sucede en la «caja negra» de los medios donde se producen los procesos de creación y empaquetamiento de los significados simbólicos.
Porque, una vez más, no se trata de centrarse en una insuficiente visión conspirativa incapaz de permitir una comprensión del mundo, sino de entender los complejos procesos con los que se produce y reproduce la realidad. Lo que nos retrotrae de nuevo hacia la pregunta inicial de «¿hombres de negocios u hombres de medios?», pero declinada en un abanico diverso que va desde los directivos y los escasos periodistas-estrella hasta la masa más bien anónima que elabora de forma sistemática los contenidos de los medios.
Y aquí, en la prensa, la radio y, de nuevo de forma intensiva en la TV, se han producido también cambios cualitativos importantes en los últimos años que pasan por procesos de creciente precarización de la profesión periodística y, en general de los comunicadores y los creadores y por la imposición de elementos de flexibilidad, movilidad y polivalencia, con sus correlatos en la desespecialización, la subordinación tecnológica, la imposición de una razón económica mucho más coercitiva que nunca (Rieffel, 2001).
Es así como, en contradicción paradójica con una mejora sustancial en los niveles de titulación y formación de los comunicadores e incluso, en otro orden de cosas, con fuertes incrementos de productividad constatados por la informatización, la capacidad de resistencia de los informadores y creadores se va debilitando al tiempo que se entroniza un tiempo coactivo y una velocidad propia del capital pero hostil a la cultura y la información de calidad.
Culminación de un proceso de dos décadas, las redacciones digitales o newsroom de muchas televisiones, y radios y periódicos, ejemplifican esa presión temporal y productiva sobre comunicadores que no sólo realizan ya la totalidad de las funciones necesarias sino que también tienen que declinar la información elaborada en múltiples soportes y lenguajes (lo que algunas multinacionales han denominado el anycasting), sin tiempo ni medios para garantizar la veracidad y calidad de sus mensajes,8 en perjuicio de la diversidad y el pluralismo efectivos para los consumidores-ciudadanos.
Habría que preguntarse si estos fenómenos no vienen propiciados por una enseñanza, universitaria incluso en muchos casos, que ha dimitido de su función de formar comunicadores críticos y responsables para conformarse con ser fábricas de técnicos en información. Mediando después un adecuado proceso de cooptación y de promoción interna, los creadores de información eslabón débil del proceso comunicativo y cultural, se encuentran así en unas condiciones laborales que tienen también, añadidas a las consecuencias de cualquier otro sector, graves efectos sobre los equilibrios informativos y de poder en los medios y, en definitiva, sobre la libertad de expresión misma.
Especialmente cuando, a tal debilidad en el seno de las empresas se unen las omisiones y dimisiones de una legislación que, en muchos países y en España en concreto en el análisis reciente de un jurista, no ha querido o podido proteger los derechos de quienes tienen encomendada socialmente una función tan trascendental (Escobar, 2003). La acumulación de casos extremos de periodistas, en Estados Unidos y Europa, que inventan o manipulan descaradamente las noticias no es más que la punta del iceberg de estos fenómenos y no una simple aberración individual.
En el marco de tendencias que hemos intentado sintetizar, parece indudable que correspondería al servicio público el papel no sólo de equilibrio del sistema y garantía del pluralismo, político y sobre todo de expresión y creación, sino también la misión de actuar como referencia de calidad, atemperando al menos los procesos más perniciosos del mercado.
Y sin embargo, su instrumento más poderoso, la radiotelevisión pública gestionada por el Estado, ha acentuado también, en el mismo movimiento de comercialización general, sus crisis de principios, financiera, de audiencias hasta llegar en muchos casos a su privatización o jibarización, o al menos a dejarse tentar por los mismos objetivos de rentabilidad económica y de audiencias, en lugar de medirse por su rentabilidad social.
Aún así, se presentan cuadros muy diversos según los países, incluso en la propia Unión Europea, como función de las tradiciones, las resistencias y la conciencia democrática de cada país (Bustamante, 2003).
En Reino Unido o Alemania, donde una larga tradición permitió paulatinamente asentar unas radio-televisiones públicas autónomas del poder político y estables económicamente, la crisis y las polémicas no han podido evitar un reforzamiento de la financiación pública y planes estratégicos que encaran el futuro, entre ellos una expansión y diversificación del servicio público a un entorno multicanal y multiservicios, en todos los soportes digitales incluyendo Internet.
Como proclamaba un reciente documento de la BBC, el nuevo papel añadido de este organismo era asegurar los beneficios del mundo digital a todos los ciudadanos, evitando el peligro de fractura social entre los ricos y los pobres en información (The BBC Beyond 2000). También, aunque con menor firmeza y en medio de periódicas polémicas, las televisiones públicas francesas han autolimitado su captación publicitaria y reforzado sus misiones de servicio público.
En el polo opuesto, países con una escasa tradición de servicio público como España y Portugal han apostado desde hace años por la captación publicitaria como única o dominante fuente de financiación, compatible con una tradición de manipulación política sistemática por los partidos en el poder.
El resultado ha sido en ocasiones, como en el caso español, una notable y mantenida tasa de audiencias, pero también un endeudamiento acumulado gigantesco más de seis mil millones de euros en RTVE en 2003 que se convierte en la fuente financiera hegemónica, una sistemática desviación de sus programaciones hacia la competencia comercial y un cuestionamiento permanente de su propia existencia desde la sociedad.
Además, y en un entorno insoslayable de incremento de canales y de fragmentación de los públicos que no puede hacer más que crecer en el entorno digital del próximo futuro, estas televisiones públicas y sus gobiernos se han mostrado incapaces de afrontar el futuro digital, con estrategias caóticas y resultados mediocres (Bustamante, 2002).
En definitiva, y como numerosos documentos de la UE han constatado, en un mundo de aparente abundancia y proliferación de la comunicación como el que ha comenzado a construirse, en una proclamada Sociedad de la Información donde esta última es un elemento estratégico de primer orden, el servicio público integral en la radiotelevisión no sólo continúa siendo necesario sino que se ha convertido en un elemento cardinal del Estado de Bienestar, como la sanidad, las pensiones de jubilación o la educación con la que comparte muchas articulaciones (Calabrese/Burgelmann, 1999).
En resumidas cuentas, si no hay acceso general a la información y la comunicación de calidad no es posible defender, ni siquiera teóricamente, el mito fundador de la igualdad de oportunidades que basamenta toda democracia. Pero su realización efectiva y su peso referencial han de estar basados tanto en la independencia y el pluralismo del servicio público como en la autonomía financiera que sólo el dinero público puede asegurar.
Lo que no resulta incompatible en tiempos de crisis fiscal del Estado con una captación publicitaria voluntariamente autolimitada, por debajo siempre de lo que su propia tasa de audiencia permitiría acopiar y extremadamente cuidada en fórmulas y tiempos, compatibles siempre con su naturaleza esencial (Moragas/ Prado, 2000).
El secreto reside en el equilibrio
No ignoro las polémicas y realidades que han marcado el sistema televisivo y comunicativo de los países latinoamericanos. Y debo expresar por anticipado mi respeto a sus peculiares dinámicas e incluso mi admiración hacia algunas originales construcciones de partida, como el sistema chileno.
De forma que la salvaguarda del servicio público debe adoptar en cada país una forma peculiar, adecuada a sus tradiciones y sus realidades, más allá de un aparato estatal y centralizado como en la mayor parte de los países europeos, difícil de crear o restaurar ya en muchos otros países.
Trascendiendo estas experiencias y especificidades nacionales, podríamos asegurar que el secreto común a todos los sistemas comunicativos y culturales ricos reside en el equilibrio y en la armonía no sólo entre competidores, entre grandes grupos y medianas empresas, entre medios nacionales y locales, sino también entre el mercado y el no-mercado, y por tanto entre la financiación publicitaria y la pública.
Esa podría ser la conclusión más destacada de dos investigaciones que he llevado a cabo con un amplio equipo los últimos tres años en los campos más destacados de la cultura y la comunicación, incluyendo los preparativos para su transición al mundo digital (ver Bustamante, 2002 y Bustamante, 2003).
Así, en el sistema de radiodifusión ese equilibrio debería concretarse no sólo en unas televisiones públicas fuertes, sino también en unas cadenas privadas saneadas y estables que colaboren a la producción audiovisual y cultural, a la identidad cultural y el enriquecimiento del espacio público.
Pero para ello, además del acceso a un mercado publicitario suficiente ha de existir una regulación que garantice la competencia transparente y efectiva entre sí y con el servicio público, el pluralismo real en su seno, la diversidad de elección del usuario, los derechos del consumidor
En primer lugar porque la comunicación social, y los medios electrónicos en particular no resultan asimilables a cualquier otro mercado y porque las empresas privadas usufructúan un bien público como las ondas que debe ser compensado por normas sobre la publicidad, la información, la producción independiente, el derecho de réplica.
Además, y como en tantos otros mercados crecientemente complejos, pero mucho más en sectores políticamente tan sensibles, sólo la consolidación de autoridades de regulación auténticamente autónomas y potentes pueden asegurar esa reproducción armónica del sistema, con competencias sobre las cadenas públicas y privadas, por encima de toda sospecha.
Además, la DTT o televisión digital terrestre constituye una ocasión única para asegurar ese equilibrio hacia el futuro, a condición de situarla como motor de la renovación de la televisión abierta y gratuita, y de repartir programas y múltiples de forma equitativa entre canales públicos y privados (Bustamante, 2003).
Mutatis mutandi, esa línea es extensible al conjunto de las industrias culturales donde las nuevas redes y soportes digitales brindan una ocasión de oro para reformar la comunicación y la cultura en un sentido de profundización de la democracia al tiempo que como sectores punteros de la creación de riqueza y de empleo. A condición, naturalmente, de que lo público encabece una transición en beneficio del interés general, con nuevas políticas públicas unificadas y coherentes de cultura y comunicación.
Construir y mantener ese sistema de contrapesos y equilibrios no es ciertamente fácil. Traducirlo y consolidarlo en el nuevo entorno digital que está naciendo es un desafío más complejo aún. Pero de ese reto depende algo tan vital para nuestro porvenir como el crecimiento económico y el destino del espacio público democrático. En definitiva, la articulación entre economía y democracia en la comunicación y la cultura sigue estando en la raíz de una opción básica: la elección del modelo de sociedad y de desarrollo que cada país debe decidir.
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Notas
1. Una primera versión de este texto fue presentado como conferencia en el seminario titulado «A favor de lo mejor en los medios», celebrado en Santiago de Chile a finales de mayo de 2003, y organizado por la Fundación Chile Unido.
2. Se ha estimado que los programas culturales ocupaban en 2002, 2.1% de Antena 3 TV, 1.5% de Telecinco, y 8.3% de TVE-1.
3. En muchos países el debate público ha intentado distinguir en los realities entre televisión-basura y programas que soportaban valores sociales positivos. Sin embargo, el apelativo de «realities de superación» aplicado a OT y programas parecidos en un sentido benéfico es bastante dudoso. Primero y sobre todo, porque estos programas mantienen la confusión entre realidad y ficción; segundo, porque su supuesto carácter de «solidarios» encubre una filosofía de competencia y éxito rápido individual; en último lugar, y una vez agotadas las vetas iniciales, dan entrada indefectiblemente a versiones cada vez más cargadas de suspense y morbo para mantener la audiencia.
4. En España, la primera edición de Gran Hermano, iniciada en abril de 2000, alcanzó tres meses después a los 9.3 millones de espectadores, pero cayó en la edición de 2002 a casi la mitad (4.6 millones de espectadores). En cuanto al gran éxito inicial de OT, su segunda edición ha perdido rápidamente fuelle y atractivo de audiencias.
5. El intento de detener la caída de audiencia de los formatos de éxito, o de repetir su atractivo mediante clones encuentra sus límites en el cansancio rápido del espectador. La vía de cargar de morbo y sexo sobre las nuevas ediciones o copias perjudica además la imagen de la cadena, suscitando curiosas polémicas. En España por ejemplo, el programa Hotel glam (antes Glamour) ha dado origen a un debate en la prensa entre la productora, Gestmusic, y la cadena difusora, Telecinco que se acusaban mutuamente de la culpabilidad de las escenas más soeces.
6. Los programadores televisivos españoles consideran que la franja de audiencia de 4 a 12 años sólo representa 6.5% de la total, y no atrae publicidad significativa. De forma que esta programación ha sido expulsada de los horarios vespertinos y sólo se mantiene en la franja horaria matinal y los fines de semana, alimentada casi únicamente con dibujos animados japoneses y estadounidenses. Los niños ven así, prioritariamente, según las cifras de los audímetros, programas para adultos, incluyendo los peores realities.
7. En España, esa omnipresente razón comercial ha mostrado ser compatible, como en los tiempos preparatorios y posteriores a la guerra contra Irak, con una manipulación sistemática probélica de cadenas públicas y privadas (TVE y Antena 3 TV, especialmente) en contra de la opinión abrumadora de las audiencias que ha castigado duramente a sus tasas de audiencias.
8. La denominación, cada vez más usual en la literatura anglosajona, de media workers, ilustra bien esta proletarización del trabajo creativo en la información que podría extenderse al conjunto de la cultura.
Bibliografía
Yves Achille, «Marchandisation des industries culturelles et développement d´une réproculture», en Sciences de Société, núm. 40, Toulouse, 1997.
The BBC Beyond 2000 (www.bbc.uk), BBC, 1999.
Enrique Bustamante, La televisión económica, Barcelona, Gedisa, 1999.
Enrique Bustamante (coord.), Comunicación y cultura en la era digital. Industrias, mercados y diversidad en España, Barcelona, Gedisa, 2002.
Enrique Bustamante (coord.), Hacia un nuevo sistema mundial de comunicación. Las industrias culturales en la era digital, Barcelona, Gedisa, 2003. Andre Calabrese y Jean Claude Burgelmann (comps.), Communication, Citizenship and Rethinking of the Welfare State Social Policy, Rowman & Ilttlefield, Maryland, 1999.
Guillermo Escobar, «Regulaciones y déficit de una profesión emblemática: el derecho de los periodistas», en Telos núm. 54, Madrid, enero-marzo, 2003.
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Rémy Rieffel, «¿Hacia un periodismo móvil y polivalente?», en Quaderni, núm. 44/45, otoño, París, 2001.
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(*) Profesor de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad Complutense de Madrid. ebr00001@teleline.es