La PROVOCACIÓN del DISCURSO sobre DIOS

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Hoy, ponemos a vuestra disposición este magnífico libro “La provocación del discurso sobre Dios” escrito por varios autores: Johann Baptist Metz, Joseph Ratzinger, Jürgen Moltmann, Eveline Goodman-Thau. Es importante que los militantes cristianos de Iberoamérica tengamos a nuestro alcance un libro como éste, que ha tenido su origen en el homenaje que a Juan B. Metz le dedicaron un grupo de amigos en su 70 aniversario….La PROVOCACIÓN del DISCURSO sobre DIOS

Frente a la censura que suponen los precios de los libros, principalmente ocasionada por el circuito comercial establecido en este sector, agradecemos a los autores y trabajadores que hacen posible VOZ DE LOS SIN VOZ la gratuidad con que desempeñan sus funciones. El libro sigue siendo artículo de primera necesidad en la cultura de los pueblos y debe ser tratado como tal y no como instrumento de negocio.

Hoy, ponemos a vuestra disposición este magnífico libro “La provocación del discurso sobre Dios” escrito por varios autores: Johann Baptist Metz, Joseph Ratzinger, Jürgen Moltmann, Eveline Goodman-Thau. La colaboración económica es tan sólo de 1 euro. Puedes solicitar el libro en Formulario de contacto o al teléfono 91-3734086 (Madrid) España, (Fuera de España con el 34 delante)

Recogemos a continuación la conferencia pronunciada por Johann Baptist Metz en el homenaje que organizaron sus amigos.

PRESENTACION DEL LIBRO

Julián Gómez del Castillo, responsable de Ediciones «Voz de los sin Voz», en la presentación del libro señala:

Es importante que los militantes cristianos de Iberoamérica tengamos a nuestro alcance un libro como éste, que ha tenido su origen en el homenaje que a Juan B. Metz le dedicaron un grupo de amigos en su 70 aniversario.

Poder tener idea de como trabajan estudiosos católicos, protestantes y judíos, hombres y mujeres, de los más altos niveles intelectuales, y tener a nuestra disposición sus trabajos por unas escasas monedas gracias a a la acción solidaria como edita «Voz de los sin Voz», es un regalo que demuestra que hay personas que consideran más importante plantearse las grandes respuestas humanas que conseguir los grandes beneficios económicos.

Cuando el economicismo lo preside todo, en la vida personal y en la de las naciones, nos alegra especialmente saber que también los empobrecidos de Iberoamérica pueden tener un libro como éste al alcance de su bolsillo gracias a la escasa colaboración económica que se necesita.

PRÓLOGO DEL LIBRO

El 27 de octubre de 1998 el círculo de amigos y alumnos de Johann Baptist Metz, el seminario de Teología Fundamental de la Universidad de Münster y el foro para la formación de la ciudad de Ahaus organizaron, en el castillo de esta población, una jornada teológica con motivo del setenta cumpleaños de Johann Baptist Metz. A pesar de que el tema -«¿El fin de los tiempos? La provocación del discurso sobre Dios»- no parecía, precisamente, de rabiosa actualidad ni prometía ser especialmente cercano a la praxis, convocó una inusual atención en torno a Ahaus, convertida ya en noticia por el transporte de residuos radiactivos y las protestas antinucleares.

Hubo razones para ello. Había prometido asistir nada menos que el prefecto de la vaticana Congregación de la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, y además se presentó, para indignación de muchos que no fueron: ¿en serio, Johann Baptist Metz, el protagonista de una izquierda crítica dentro de la teología y de la Iglesia, podía hacer algo en común con el cuestionado guardián máximo de la fe, y además en un momento de tensiones y nervios en la política eclesial?

Estaban también la filósofa judía de la religión Eveline Goodman-Thau y Jürgen Moltmann, el protestante con ideas de la teología de la liberación y de teología política. Se trataba, pues, de un encuentro de actores muy distintos, con diferencias de cuño confesional y religioso.

La mañana se reservó a los conferenciantes principales, Ratzinger y Metz, que, tras sus intervenciones, mantuvieron un breve intercambio de opiniones. Luego, por la tarde, tuvo lugar una mesa redonda moderada por Robert Leicht (Die Zeit), que se inició con unas extensas tomas de postura de Moltmann y Goodman-Thau.

Ya antes del comienzo la «provocación» teológica anunciada en el título había caldeado los ánimos y provocado, en parte, vivas reacciones a favor y en contra. Pero, en todo caso, en el salón real del castillo de Ahaus, así como ante una pantalla de vídeo por la que se retransmitió, un público predominantemente estudiantil siguió toda una larga jornada dedicada a la reflexión teológica unas veces analítica y pausada, otras, excitante, y en algún momento, también, pesada. Porque la «provocación» consistió, no en último término, también en la total seriedad del acontecimiento, provocadora para cuantos esperaban un espectáculo teológico o de política eclesial.

«La teología es una ayuda, un instrumento de lucha, y no un fin en sí misma» (Dietrich Bonhoeffer), un instrumento de lucha para la gente que pena y sufre; o, al menos, ése es el credo de la teología política de Johann Baptist Metz, en cuyo honor se celebraba la jornada. Pero ¿quiénes son los que sufren y por qué sufren? Este era el verdadero punto conflictivo de teología y de política eclesial: hay que combatir el sufrimiento y no aceptarlo ya; pero ¿no existe un sentido del sufrimiento que se descubre en la fe? Y también: entre los hombres que sufren ¿podemos olvidar a los que sufren por la Iglesia?

Es una especificidad de la teología política tomar en serio la crisis de la Iglesia sin quedarse en apelaciones de política eclesial. En medio de un movimiento reformador es necesario llegar a un meditado acuerdo en torno a la cuestión de cuál es el Dios y cuál es la Iglesia de que se habla; ¿qué es el tiempo y qué es la sociedad en que vivimos y en que se desarrollan nuestros sueños o se articulan nuestros miedos eclesiales?

«Debería ser estimulante -se decía en nuestra carta de invitación al cardenal Ratzinger- que, precisamente hoy, por encima de las diferencias doctrinales (¡aunque, por supuesto, teniéndolas en cuenta!), volviéramos a situarnos en la escatología, de la que la teología y la Iglesia han vivido siempre y en la que tienen, sin duda, su única posibilidad de supervivencia». Luego, en el programa de la jornada, el discurso sobre Dios se presentó como un «mensaje sobre el tiempo» y se definía con las siguientes palabras: «El olvido del tiempo y de la indigencia, con que se maquillan y se mitifican incluso los fracasos, ¿es actualmente signo de una profunda “crisis de Dios»? Ésta parece amenazar también al hombre, que, sin remedio, anda abandonado a sus ilusiones, represiones y compensaciones. Por eso es tan necesario como provocativo anclarse firmes en el Dios de Israel, en sus mandamientos y promesas, y recordar que el día está señalado, incluso el día de la Iglesia, y que al hombre se le plantea la urgencia de la responsabilidad y de la libertad crítica, también en lo que se refiere a la Iglesia y la teología».

Al discurso sobre Dios le viene bien cambiar las coordenadas en las que se mueve públicamente, posibilitar encuentros y revisar el conjunto del discurso teológico, incluidas sus zonas de tabú, las condenas y la escasez de aliento de la política eclesial. En Ahaus se dio un primer paso en ese intercambio teológico extraordinario y fundamental; y además allí pudo sentirse el deseo de que aquél no debía ser el último sino el primero de una serie de encuentros, también entre actores distintos y en circunstancias diferentes.

El eco en los medios fue enorme, incluida la prensa internacional. El que la jornada teológica de Ahaus se calificara al otro lado del Atlántico como catholic event no hay que interpretarlo en beneficio del simposio mismo, pero sí habla de la gran repercusión que un ensayo así de entendimiento tiene por encima de fosos y fronteras.

Aunque también puede sentirse la teología halagada por tener una vez el «placer» de una tal atención pública, lo que esto le proporciona no es sólo provecho. En estos niveles de interés «más público» no siempre se advierten los detalles, se pierden matices y se exageran las diferencias. Y, aunque es verdad que en parte las noticias sobre el encuentro de Ahaus fueron extraordinariamente acertadas y agudas, sobre todo fue motivo de titulares: «Felicidad cadavérica. El cardenal Ratzinger discute con el teólogo Johann Baptist Metz: en contra de una modernidad excesiva» (Die Zeit); «Auschwitz cambia la teología. Guardián e insurrecto hacen las paces» (Süddeutsche Zeitung); «En la distancia corta. Ratzinger contra Metz: coctel de teología» (Frankfurter Allgemeine Zeitung); «La libertad, el mal y el discurso sobre Dios» (Deutsche Tagepost); «¿Memoria del dolor o metafísica de la salvación?» (Neue Zürcher Zeitung); «Teología para viajar por el tiempo» (Christ in der Gegenwart); «Una oferta de paz provoca un nuevo debate» (National Catholic Reporter).

A la vista del interés de los medios, y sobre todo de las contradicciones y, a veces, de las observaciones y valoraciones interesadas de las crónicas, se tiene el derecho a contar con el texto mismo, con lo que realmente se dijo. Es la razón de esta documentación (1). Se ha realizado el mayor esfuerzo para hacer reproducible el simposio como foro de discusión teológica y experiencia de política eclesial. Se presentan íntegras las palabras de apertura, las conferencias, las tomas de postura y las conclusiones, mientras que las discusiones han sido corregidas (aunque siempre manteniendo la fidelidad a lo que allí se dijo).

Münster y Ahaus, diciembre de 1998.
TIEMO RAINER PETERS, CLAUS URBAN

DIOS. CONTRA el MITO de la ETERNIDAD del TIEMPO

Por Johann Baptist Metz

Primeras certezas

Lo peculiar de la ocasión permite también una intervención peculiar: quiero decir personal.

A mis setenta años hace ya decenios que hago teología, y sigo teniendo la impresión de que aún me hallo completamente al comienzo, de que nunca he dicho aún lo verdaderamente importante y todavía debo muchas respuestas. ¿Depende eso sólo de mí, de mi incapacidad, o también de la teología misma, de la teología no como esto o aquello, sino como la osadía siempre renovada de intentar hablar de Dios? Dios no es un problema en el sentido en que hablan de problemas los especialistas, no es un problema que pueda resolverse y relegar luego ad acta. Y por eso la teología tampoco es un método de solucionar problemas corrientes. Sus respuestas no acallan ni hacen desaparecer las preguntas a las que responden, sino que, más bien, las agudizan. Por ejemplo, quien formule el discurso sobre el Dios de Abraham, Isaac y Jacob de forma que resulte inaudible la queja de Job, su lamento de «¿hasta cuándo?», no está haciendo teología, sino mitología. Y quien escuche el mensaje de la resurrección de Cristo de modo que quede del todo apagado el grito del Hijo abandonado por Dios, no está oyendo el Evangelio sino un mito de triunfador.

La comprensión de Dios no se fundamenta en el descubrimiento («posmoderno») de no se sabe qué imágenes de Dios que, en cualquier caso, no aguantan nada de negativo, ningún sufrimiento desconsolado, sino en la imagen de Dios de las tradiciones bíblicas. ¿Nos tomamos verdaderamente en serio la innegable dialéctica dolorosa de esta imagen de Dios? Es la pregunta que yo me hago, cuando en la predicación de hoy escucho metáforas tan positivas de Dios que sólo se habla en ellas de su «amor». Es lo que me pregunto, también, cuando leo a algunos críticos que sólo a la Iglesia se debe una imagen de Dios lúgubre, pensada para asustar y humillar a los hombres. No; es la vida misma la que ofrece ya esta imagen lúgubre de Dios y que una fe madura no debe maquillar, sino afrontar (aunque siempre con la queja silenciosa de la criatura). ¡Qué narcisista no sería una fe que, a la vista de la infelicidad y del abismal sufrimiento existente en la creación, sólo conociera el júbilo y no se le escapara lamento alguno ante el rostro tenebroso de Dios!

Permítanme, en este contexto, una referencia de mi biografía teológica. Yo pertenezco a la generación de alemanes que, lentamente -es probable que demasiado lentamente-, tuvo que aprender a verse como generación «de después de Auschwitz» y ser consecuente con ellos al hacer teología*. Entender Auschwitz como réplica crítica a la teología que uno hace es todo menos una instrumentalización intencionada de aquella catástrofe, todo menos un intento dudoso de dulcificarlo en un «mito negativo». Al contrario, aquella catástrofe significa para mí un horror para el que no he encontrado ni lugar ni lenguaje en la teología, un horror que quiebra la seguridad metafísica y ontológica al uso del discurso sobre Dios y deja a la teología entre los «débiles» conceptos y categorías de un pensamiento sensible a la situación concreta (en cierta manera, al estilo de un nuevo, secundario, nominalismo). ¿No habrá utilizado el discurso cristiano sobre Dios, para su visión de la historia, unas categorías demasiado «fuertes»? ¿Unas categorías con excesiva prisa en tapar cualquier herida histórica, los fracasos y catástrofes, y que evitaban en su lógica el dolor del recuerdo? ¿No debería estar convencida la teología, por lo menos ahora, de que no le está permitido concebir la identidad del cristianismo como unas ideas platónicas por encima del tiempo o -según la moda, saltando de la historia a la psicología- como un mito de salvación gnóstico ajeno a la historia?

El discurso cristiano sobre Dios y su Cristo no se basa en una metafísica de la salvación ajena a la situación concreta y sin memoria; al contrario, se caracteriza por una reflexión histórica, y sólo puede construirse en respuesta, desde la coherencia crítica, a la situación de necesidad de cada momento. Sólo así puede saber y comunicar de quién habla cuando dice «dios». Tampoco puede ni debe hacerse el discurso sobre Dios en clave simplemente eclesiológica. El Dios del mensaje eclesial o es un tema de la humanidad o no es tema en absoluto. Así es como, en todo caso, leo yo e interpreto las tesis del concilio Vaticano I sobre el llamado «conocimiento natural de Dios». El Dios que la Iglesia predica no es propiedad privada ni de la Iglesia ni de la fe, porque con el rayo de Dios hay que contar -también según el mensaje bíblico- en todos los escenarios vitales y lingüísticos del hombre. El ámbito de la Iglesia es, pues, realmente, demasiado estrecho y pequeño para albergar toda la anchura y profundidad del Dios que anuncia.

Dos mensajes sobre el tiempo

Para poder definir la provocación del discurso sobre Dios en nuestra situación, voy a servirme de una intermediación: la de la cuestión del tiempo. En definitiva, el mensaje sobre Dios de las tradiciones bíblicas mismas quiere ser escuchado como un mensaje sobre el tiempo, más exactamente como un mensaje sobre un tiempo con plazo, sobre un tiempo con final. Todas sus manifestaciones sobre Dios llevan una nota de tiempo, una nota de tiempo con fin. En este sentido, dicho mensaje sobre Dios se basa en una elemental estructuración del tiempo a través de la memoria, a través de la memoria del sufrimiento, desde la cual se cuentan y testimonian cosas sobre el nombre de Dios como nombre salvador, como el fin del tiempo que viene. Este tiempo con final, este tiempo con meta, con el que no estaban familiarizadas ni la cultura mediterránea griega ni la del Medio Oriente , se convierte en la raíz de la comprensión del mundo como historia y en principio de la conciencia histórica, que luego impregnará constantemente el espíritu de la modernidad europea (por cierto, incluso cuando esta modernidad, desde hace tiempo secularizante y crítica con la religión, se vuelve contra los contenidos teológicos y metafísicos de esta idea del tiempo).

Entre tanto, en el fondo de la «situación espiritual de nuestro tiempo» (expresión que, como se sabe, se debe a Karl Jaspers y que ahora no vamos a analizar), se produce una desviación o cambio, rico en consecuencias, en la idea del tiempo, algo así como una «ruptura espiritual» elemental. Este proceso, por abreviar, puede entenderse con algunos nombres de la historia intelectual alemana. Para Hegel y Marx, por ejemplo, tiempo e historia, y el hombre en ellos, tenían todavía una meta definible mediante la reflexión: intuible especulativamente en el caso de Hegel, y objeto de lucha política en el de Marx. Para Nietzsche, en cambio, no existe ya un final, ni siquiera, tal como él se encarga de subrayar expresamente, un «final hacia la nada» .

Efectivamente, el mensaje de Nietzsche sobre la «muerte de Dios» es también, bien mirado, un mensaje sobre el tiempo. Su anuncio del reinado de Dios es el anuncio del reinado del tiempo, de la majestad elemental, inevitable e impenetrable del tiempo. «Dios ha muerto». Lo que entonces queda en todo acontecer es el tiempo mismo: más eterno que Dios, más inmortal que todos los dioses. Es el tiempo que no comienza ni acaba, el tiempo que no tiene fecha final ni metas, el tiempo eterno .

El «hombre nuevo» se convierte entonces en «peregrino sin destino», en «nómada sin ruta», en un «vagabundo» dionisíaco, para el que ha desaparecido cualquier gravedad en las cosas y en las relaciones; se convierte en el «hombre dúctil» al que la corriente lleva de acá para allá: características todas ellas que nacen no de una teología pesimista con la cultura, sino de la sociología contemporánea.

Pues bien, este «hombre nuevo» es cada vez menos su memoria, y cada vez más, sólo, su propia experiencia. Todas las obligaciones del pasado se convierten en opciones siempre nuevas. Y ahora el misterio de su salvación no radica ya como insinúa una conocida sentencia del Talmud- en la memoria, sino en el olvido, en una nueva cultura de la amnesia. Nietzsche, que en el trasfondo de esta situación ha relevado durante mucho tiempo a Hegel y Marx, relacionó su «nueva forma de vida» con el triunfo de dicha amnesia cultural.

Tanto en las pequeñas dichas como en las grandes, hay siempre una cosa por la que la felicidad se hace felicidad: la posibilidad de olvidar […] Quien no es capaz de dejarse llevar por la ola del instante, olvidando cualquier pasado, quien no sabe plantarse en un punto como una Victoria, sin vértigo ni miedo, nunca sabrá lo que es felicidad .

Así pues, como telón de fondo de la situación espiritual de nuestra época hay enfrentados dos mensajes sobre el tiempo: por un lado, el que proviene de las tradiciones bíblicas y opera en la modernidad, de un tiempo con final, y por otro, el de un tiempo sin final, el del tiempo eterno que se manifiesta ya crípticamente en los mitos protohelénicos del eterno retorno y que ahora se desgrana de modo eminente -digamos que en su versión posmoderna- en Nietzsche

Dios y el tiempo, o breve apología de la herencia apocalíptica

El tema así revestido de urgencia, el de «Dios y el tiempo», exige que nos acerquemos a una herencia bíblica que hoy con frecuencia se desprecia teológicamente o se tacha de ingenua y que la mayoría de las veces, por la forma en que se la utiliza públicamente, resulta del todo incomprendida: la herencia de la apocalíptica.

Pero si se para uno un momento en los textos y las imágenes de la apocalíptica bíblica y los analiza con más detenimiento de lo que parece permitir el moderno consenso, puede uno advertir que dicha apocalíptica no es una especulación ajena a la historia, ni una serie de fantasías exageradas al estilo de los zelotas, ni tampoco una suposición catastrofista sobre el fin temporal del mundo, sino el comentario plástico de la naturaleza final del tiempo mismo del mundo. Dios es, en este lenguaje apocalíptico, el misterio del tiempo aún no germinado, todavía por llegar. «Centinela, ¿qué hay de la noche? […] Dice el centinela: «Se hizo de mañana y también se hará de noche. Si queréis preguntar, volveos, venid»» (Is 21,11s).

El Israel de este mundo, encorsetado en él, no creyó ni imaginó -según todos los testimonios importantes- a su Dios salvador en una especie de trasmundo, ni tampoco más allá del mundo, sino que como el fin vendrá de un tiempo con plazo. Es la idea de Dios de las tradiciones abrahámicas: «Dios pone a Abraham en camino»; es la del Éxodo: «Yo estaré con vosotros como el que estará con vosotros»; es la de los mensajes de crisis y conversión de los profetas, en los que Israel se convierte en una tierra del final de los tiempos; es también la de Job y su grito «¿hasta cuándo?»; y, finalmente, es la de la apocalíptica del judaísmo primero, que influye profundamente en el Nuevo Testamento, y de su percepción de la historia como una historia de sufrimiento.

En consonancia con eso, este tono apocalíptico forma parte también de la historia fundacional del cristianismo. Lo que más tarde la teología llamará «espera del fin próximo» transforma la escena neotestamentaria. Finalmente, también Jesús vivió y sufrió en su horizonte. Y desde esa idea de tiempo formuló Pablo su cristología. La cristología paulina no es una ideología basada en un triunfador histórico. Pablo rocía su cristología con elementos temporales apocalípticos. Baste con leer: «Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó» (1 Cor15,13; 16). ¡Para el discurso sobre Dios y su Cristo del momento, a quien tuviera esta idea del tiempo habría que salvarlo, sin duda!

¿Pero adónde vamos con tales exigencias? Pueden estar bien para el mundo bíblico; pero ¿no nos separa hoy de él un verdadero abismo? ¿No hay mundos enteros entre Pablo y nosotros? ¿No será un torpe biblicismo pretender recordar y reivindicar, dentro del cristianismo actual, el discurso bíblico sobre Dios y su Cristo? ¿No delata ese intento una buena ración de ingenuidad hermenéutica?

¡Pero veamos dónde están las ingenuidades hermenéuticas! Y vamos a dejarnos llevar por la sospecha de que en teología la apelación a la hermenéutica también puede servir para acallar la provocación del discurso bíblico sobre Dios y librarnos por las buenas del «escándalo» que él mismo supone. Una de esas excusas hermenéuticas, a la que se acude con gusto, es la denominada tesis de la cosmovisión. Se distingue entre cosmovisiones arcaicas y modernas, y de buena gana y con magnanimidad la apocalíptica, la teodicea y sus correspondientes visiones del mundo se atribuyen a las ideas míticas del mundo de la época bíblica arcaica. ¿Pero no es aquí donde anida la verdadera simpleza hermenéutica? Los defensores de estas tesis de las cosmovisiones hacen como si, en principio, existiera un cristianismo ajeno a cualquier visión del mundo, en cierto modo sin ropa alguna histórica o cultural, un pensamiento bíblico sobre Dios absolutamente desnudo, que, luego, puede tratarse con cosmovisiones del todo diferentes e incluso excluyentes. ¡Pero si es que, en cualquier caso, la percepción plástica del mundo en el horizonte de un tiempo con plazo, la imagen de un mundo con final, no es algo de lo que pueda disponer a su antojo el discurso cristiano sobre Dios! (7). Admitamos que durante mucho tiempo se ha caído en una gnosis dualista con su axioma del carácter insalvable del tiempo y de lo intemporal de la salvación, para salvaguardar así el mensaje cristiano de salvación de los abismos de la historia del sufrimiento humano y ahorrarle la incomodidad apocalíptica de pedir explicaciones a Dios.

Permítanme plantear, en este contexto, una cuestión que a mí me resulta acuciante y delata la actualidad de la tentación gnóstica del cristianismo a la que me refiero. ¿Podemos, en general, seguir relacionando el discurso sobre Dios con el tiempo del mundo? ¿No caemos con ello en un disimulado dualismo? Sencillamente partimos en dos nuestra idea de tiempo: el tiempo del mundo se lo dejamos a un tiempo evolutivo vacío, anónimo, y sólo intentamos poner en relación con Dios el tiempo de la vida individual. Pero con ello ¿no hemos abandonado hace tiempo -en buena lógica gnóstica- al Creador «de cielo y tierra» y nos hemos apuntado exclusivamente a un Dios salvador supuestamente presente en las profundidades de nuestra alma? Ahora bien, ¿puede una teología que se base en la fe en la creación sacudirse de una vez por todas la tensión entre tiempo vital y tiempo del mundo?

Por decir lo mínimo: lo que mantiene vivo el desasosiego apocalíptico no es el escenario vital individual, sino precisamente, también, el mundo de los otros; no la carrera de cada uno hacia la muerte, sino la experiencia de la muerte de los demás. Al final, los temas del mensaje apocalíptico -resurrección de los muertos, juicio final- siguen la orientación, todos, de la historia de sufrimiento humana. En ese contexto, la crisis vital en la que se inserta el mensaje de la resurrección universal de los muertos no es simplemente la vivencia de la mortalidad individual, sino, sobre todo, el inquietante problema de la salvación de los demás en la muerte, y en concreto de quienes sufren inocente e injustamente; el problema, pues, de una justicia para las víctimas y los derrotados de la historia, a cuya costa vivimos y cuya suerte no puede alterar ninguna lucha de los vivos por apasionada que sea. En las tradiciones apocalípticas la esperanza en la resurrección de los muertos es la expresión de un ansia de justicia universal que será impartida por el poder de Dios, un poder que, según la visión apocalíptica, tampoco deja tranquilo el pasado. Y el mensaje apocalíptico del juicio final viene a confirmar una vez más que ante Dios ni el pasado está asegurado, en contra del modo en que solemos nosotros reconciliarnos con el sufrimiento pasado y tranquilizarnos con el olvido.

Pero ¿qué sucedería si alguna vez los hombres pudieran defenderse con el arma del olvido de la infelicidad presente en el mundo, si pudieran construir su felicidad sobre el olvido inmisericorde de las víctimas, sobre una cultura de la amnesia en la que sólo el tiempo se encargara de curar las heridas? ¿De qué se alimentaría entonces la rebelión contra la sinrazón del sufrimiento presente en el mundo, qué alentaría aún a fijarse en el sufrimiento ajeno y a imaginar una nueva y mayor justicia?

Pruebas de hoy

¿Qué pasa hoy día realmente en la Iglesia con esta herencia del discurso bíblico sobre Dios? ¿No forma parte la literatura apocalíptica del fondo de citas preferido de petrificados tradicionalistas o de fundamentalistas de mente estrecha? ¿Y no sería, por tanto, mejor alejarse de ella en pro, por ejemplo, de una escatología más suave y compatible con la modernidad? No, en mi opinión la familiaridad con esta herencia sigue siendo la prueba de autenticidad y credibilidad de la misión eclesial en nuestro tiempo y, finalmente, la prueba también del permanente sentido de identidad de la teología.

A lo largo de decenios he ensayado ofrecer al discurso teológico definiciones de la Iglesia que no pretendían escapar a esa prueba: por ejemplo, la definición de la Iglesia como «institución de la libertad de una fe crítica con la sociedad», o como «portadora de un peligroso recuerdo en los procesos de modernización», o como «comunidad de recuerdo y narración a imitación de Jesús, cuya primera mirada era para el sufrimiento ajeno», es decir, la Iglesia como «Iglesia de la compasión». Precisamente esta última definición pone de manifiesto que la Iglesia sólo puede hacer creíbles su pretensión y su reivindicación si -sensible a la teodicea- recurre siempre y se mantiene constantemente unida en torno a lo que le exige la fidelidad a su herencia apocalíptica: el recuerdo de Dios en la evocación de la historia de sufrimiento de los hombres.

No está la Iglesia por encima, sino que está sometida a la autoridad de los que sufren: cosa que Jesús convierte en el criterio del juicio universal en la parábola del juicio del llamado «Apocalipsis menor» de Mt 25: «Cuanto hicisteis o dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños…». La obediencia a esta autoridad de los que sufren no puede ser despreciada por ningún discurso ni ninguna hermenéutica. Ni tampoco quedar oculta eclesiológicamente. Sino que precisamente el criterio de esta obediencia puede servir de base para la crítica profunda a los comportamientos concretos de la Iglesia. ¿No ha olvidado con demasiada frecuencia la predicación de Dios en la Iglesia que el discurso bíblico sobre Dios se desgrana en la atención al sufrimiento ajeno y que, por tanto, la reflexión dogmática sobre Dios no puede ir separada de la conmemoración del dolor que clama al cielo? La «crisis de Dios», que subyace en la crisis de la Iglesia de que tanto se habla, ¿no se debe, entre otras causas, a una praxis eclesial en la que Dios se ha predicado y se predica vuelto de espaldas a la historia de sufrimiento de la humanidad? Cuando la apelación de la Iglesia a la autoridad de Dios suena tan fundamentalista, ¿no será porque esa autoridad aparece demasiado alejada de la autoridad de los que sufren? ¿No son demasiados los ejemplos de lo poco que la Iglesia se acerca, en su vida y en su mensaje, al sufrimiento ajeno: al gemido de los pobres, al grito de las víctimas de Auschwitz?

¿Qué impulsos se derivarían para la Iglesia, para su responsabilidad con el mundo, de la fidelidad a esta herencia del mensaje sobre Dios? Sin pretender ser exhaustivo, mencionaré los siguientes:

Aguzar la memoria humana a partir del recuerdo apocalíptico del sufrimiento.

El mensaje bíblico sobre Dios como mensaje de un tiempo con plazo se traduce en una cultura orientada principalmente por la memoria, por el recuerdo del sufrimiento del hombre. El mensaje de la muerte de Dios como mensaje de un tiempo sin final se manifiesta, como veíamos, en una cultura del olvido, en formas de amnesia cultural. La eternidad del tiempo impone el olvido como condición de felicidad. «Bienaventurados los olvidadizos» -decía Nietzsche en intencionada contraposición al bíblico «bienaventurados los que sufren»-, que se atreven a rebajar todo lo pasado e irremediablemente huido a la categoría de existencialmente insignificante y a erradicar, así, del conocimiento del hombre sobre sí mismo la capacidad de extrañeza.

Pensar en el sufrimiento ajeno sigue siendo, lógicamente, una frágil categoría en una época en que los hombres, al final, todavía creen poder defenderse con el escudo de la amnesia contra historias de dolor y desafuero que se les vienen encima constantemente: anteayer Auschwitz, ayer Bosnia y Ruanda, hoy Kosovo, ¿y mañana? Pero el olvido no sale gratis. ¿Acaso Auschwitz no hizo más profundo el foso de vergüenza metafísico y moral entre hombre y hombre y dañó gravemente los lazos de solidaridad entre todo lo que tiene rostro humano? Porque no existe sólo la historia superficial de la especie humana, sino también la profunda, y ésta es muy vulnerable. ¿Y, en definitiva, las orgías de violencia y dominación del momento presente no adquieren para nosotros, inconscientemente, la fuerza de lo fáctico, destruyendo tras el escudo de la amnesia la originaria confianza de nuestra civilización, las reservas morales y culturales en las que se fundamenta la humanidad del hombre? ¿No podría suceder que, por la vía de la amnesia cultural, el hombre se hubiera apartado no sólo de Dios sino, cada vez más, también de sí mismo, acabando por alejarse de lo que hasta ahora hemos llamado enfáticamente «humanidad»?

Alentar, a partir de la sensibilidad para el sufrimiento de las tradiciones apocalípticas, la pacificación entre los hombres.

Sentir el sufrimiento ajeno y tenerlo en cuenta al obrar es condición necesaria de cualquier política de paz verdaderamente eficaz. ¿Qué habría sucedido, por ejemplo, en la antigua Yugoslavia si sus pueblos hubieran actuado según el imperativo de la memoria passionis apocalíptica? ¿Si en sus conflictos hubieran tenido presente no sólo su propio sufrimiento, sino también el de sus hasta el momento enemigos? ¿Qué habría sucedido en las relaciones entre Israel y Palestina si la política de paz en aquella región se hubiera inspirado en el axioma del recuerdo apocalíptico del sufrimiento? ¿Y qué hubiera sido de las guerras civiles en otros lugares de Europa si los cristianos no hubieran traicionado una y otra vez esta memoria passionis apocalíptica? Y entre nosotros, en la Unión Europea, sólo si aumenta esta cultura política inspirada en la sensibilidad para el sufrimiento, se extiende la idea de que la Europa futura será un país floreciente, y no un país de guerras civiles escalonadas. Se podrá cuestionar, ciertamente, en qué medida esta clase de inspiración será eficaz políticamente. La tradición apocalíptica a que aquí apelamos está en contra del pragmatismo de la libertad democrática, que se quita de encima el recuerdo del sufrimiento y se hace cada vez más ciego moralmente. Porque, en definitiva, la política democrática no puede reducirse a la relación de un interlocutor con otro interlocutor, sino que ha de ser -más fundamentalmente y en el sentido de la visión apocalíptica de la historia del hombre- la relación de unos con otros que están olvidados y en peligro. Un reconocimiento estrictamente simétrico, tal como se da en la política nuestra del discurso, no se sale, al final, de la lógica propia de las leyes del mercado, del intercambio y de la competencia. Sólo la relación asimétrica, la atención de una de las partes a la otra amenazada y sacrificada, quiebra, en política, la violencia de la lógica del mercado. No pocos verán en esta insistencia en la asimetría un enfático concepto de la política. De hecho no hace más que reclamar la irrenunciable relación entre política y moral. Porque sin esta «implicación moral» la política, la política mundial, no sería más que lo que hoy ya parece: rehén de la economía y la técnica y de sus exigencias -llamadas objetivas- en la época de la globalización.

A la luz de la memoria apocalíptica del sufrimiento establecer una nueva relación entre las religiones, concretamente en el sentido de una ecumene indirecta de las religiones, es decir, de una responsabilidad mundial común.

Todas las grandes religiones de la humanidad se centran en una mística del sufrimiento. Tal sería también la base de la coalición aquí propuesta de las religiones para recuperar y alentar la compasión social y política en nuestro mundo: desde la oposición compartida a las causas del sufrimiento injusto e inocente en el mundo, al racismo, a la xenofobia, a la religiosidad impregnada de nacionalismo o pureza étnica y ansiosa de guerras civiles; y también a la fría alternativa de una sociedad mundial en la que «el hombre» desaparece cada vez más en los nada humanos sistemas de la economía, la técnica y su industria de la cultura y la información, y en la que la política corre cada vez más el peligro de perder su primacía en beneficio de una economía mundial con sus leyes de mercado, ajenas desde hace mucho tiempo al hombre. Esta indirecta ecumene de las religiones sería un acontecimiento político, no porque se cediera el proscenio a la filigrana soñadora o al fundamentalismo religioso, sino porque con ella se apoyara una política mundial consciente.

Eso justifica teológicamente que centremos nuestra atención en una cuestión: ¿cómo se comportan ante el dolor ajeno las dos formas clásicas de esta mística del sufrimiento de las religiones? Se trata, por un lado, de la mística de las tradiciones bíblico-monoteístas con su trasfondo apocalíptico; y, por otro, de la de las religiones del Extremo Oriente, especialmente de las tradiciones budistas, que también en el mundo occidental ganan cada vez más adeptos después de proclamarse la «muerte de Dios» y en el horizonte de un tiempo eternizado, de un tiempo sin final; porque, en definitiva el budismo desconoce por completo algo que sólo aproximadamente se parezca a la idea, de raíz bíblica, de un tiempo con final .

La mística de las tradiciones de inspiración apocalíptica es, en el fondo, una mística de ojos abiertos, del absoluto deber de advertir el dolor ajeno. Por las leyendas fundacionales del budismo queda claro que también Buda se mueve encontrándose con el sufrimiento ajeno. Pero al final se refugia en el palacio real y en su interior para encontrar, por la mística de los ojos cerrados, un escenario inmune a todo dolor y a la provocación de un tiempo con plazo. Por el contrario, la mística de Jesús es más bien una mística «débil»: no puede situarse por encima del escenario del dolor, y desemboca en un grito apocalíptico.

Consecuencias para la teología

En relación con la teología se trataría de trasladar a su lógica la memoria passionis con la brújula puesta en un tiempo con final. Una y otra vez he intentado resaltar que una de las tareas principales de la teología consiste en confrontar su herencia greco-helenística con la mentalidad atada al tiempo -muda para la metafísica- de las tradiciones bíblicas. Esa confrontación la he tratado en relación con el tema de la «razón anamnética», que prohibe a la teología situarse por encima de la memoria histórica apoyándose en unas razones últimas supuestamente atemporales.

La Ilustración, con la forma de racionalidad que desarrolló y que hoy es predominante, no ha podido superar un prejuicio profundamente asentado: el prejuicio contra la memoria. Ella exigía discurso y consenso, e infravaloraba el poder inteligible de la memoria, es decir, la racionalidad anamnética. ¿Pero cómo, si la razón sigue siendo deudora de la memoria? ¿Puede esa clase de razón seguir siendo el instrumento de entendimiento entre unos y otros, y de paz? ¿Con esa concepción de la razón no se transgrede radicalmente y se va descuidadamente en contra de una conquista fundamental de la Ilustración política? ¿No son los recuerdos de raíz histórica y cultural los que una y otra vez impiden el entendimiento mutuo, conducen a dolorosos conflictos y enfrentamientos dramáticos, y de los que -al final de este siglo- se están alimentando todas las guerras civiles declaradas o latentes? La razón anamnética alcanza su carácter ilustrado y su legítima universalidad si se sabe acompañada de una determinada memoria, en concreto de la memoria del sufrimiento; y, por cierto, no en la forma de una memoria del sufrimiento propio

-¡origen de todos los conflictos!- sino como memoria del sufrimiento de los demás, del recuerdo del dolor ajeno. Este apriori de sufrimiento guía la pretensión de verdad de la teología cuando, como teología política, se hace cargo, en su discurso sobre Dios, de la situación social y cultural.

Yo saco de ahí -resumiendo al máximo- tres consecuencias:

La primera, referida a la relación entre teología e Iglesia: la teología -por decirlo desde la perspectiva de un observador ajeno- no está fuera o por encima de la memoria de la Iglesia. Ella alcanza su irrenunciable libertad crítica en el seno de la comunidad de memoria que es la Iglesia porque se enfrenta con el memorial de Dios representado por la Iglesia y le pregunta una y otra vez si es memorial del sufrimiento ajeno y en qué medida, si el memorial dogmático de la Iglesia no se ha apartado y cuánto del memorial de sufrimiento de los hombres. Y en tal caso, ¿por qué en el futuro no habría de ser la universidad el lugar preferido para que la teología lleve a la práctica esa libertad crítica en interés tanto de la Iglesia como de la sociedad?

La segunda se refiere a la relación entre la teología y el mundo científico. La racionalidad anamnética, irrenunciable para la teología, tiende a esa forma de saber que es el echar de menos, la extrañeza. Como en el conocimiento científico moderno no existe la extrañeza, el mismo discurso sobre «el hombre» se convierte en antropomorfismo; porque lo que entonces se conoce y en lo que se piensa no es ya «el hombre», sino sólo la naturaleza, es decir, el hombre como naturaleza desprovista de memoria y de subjetividad, como trozo de naturaleza con el que hay que seguir experimentando hasta el final. Por eso la forma de saber, dotada de memoria, de la teología apoya su sentido elemental del espíritu en las llamadas ciencias del espíritu y con ellas se alinea, en la medida en que éstas no se abandonen, también ellas, a un lenguaje cada vez más alejado del sujeto y más tecnomorfo.

Como tercera y última consecuencia, la teología, con el apriori del sufrimiento de su razón, se dirige también a los modelos y teorías «profanos» de la vida social y cultural. Y, por ejemplo, pregunta críticamente si nuestras postradicionales sociedades del discurso, que se han liberado del apriori de la memoria del sufrimiento, han superado realmente la lógica del mercado, es decir, si todavía, ante las relaciones de intercambio y de concurrencia, mantienen una visión de responsabilidad de unos con otros. Con esas preguntas la teología se implica en la discusión pública, en el razonamiento interdisciplinar de las universidades sobre los principios de la convivencia humana.

La disyuntiva, o ¿de qué tenemos miedo?

Para terminar, volvamos otra vez a Nietzsche. Para él, el tiempo sin fin está relacionado con el tiempo sin comienzo ni final, sin plazos gracias a la muerte de Dios, en el que aparece el gran experimento en que se ha convertido el hombre para sí mismo. Y lo envuelve en la metáfora del «mar abierto»:

Finalmente pueden nuestras naves soltar de nuevo amarras, embocar todos los peligros; vuelve a ser posible la osadía del curioso. El mar, nuestro mar, se abre ante nosotros. Quizás nunca existió un «mar abierto» así .

Y en uno de sus más célebres poemas describe así la situación del «hombre nuevo»:

Aquí me senté, esperando… nada, sin embargo;
más allá del bien y más allá del mal, gozando
de la luz o de la sombra; todo puro juego,
mar, y mediodía, todo tiempo sin fin .

La conciencia apocalíptica, en la que se inscribe la sensibilidad para el sufrimiento de la vivencia del tiempo, llama la atención sobre la profunda ambivalencia de nuestra situación temporal. Recuerda las fuentes de nuestro miedo. ¿De qué tenemos miedo? Es de suponer que el hombre arcaico estaría siempre atemorizado con la idea del próximo final de su vida y de su mundo; y este miedo mítico paralizaría también su trabajo en el mundo. Algo de ese miedo sigue latiendo aún en los actuales miedos a las catástrofes. Pero, en mi opinión, para el hombre de hoy existe un miedo que se ha hecho más radical. Hay el miedo no ya de que todo pueda terminar y que el Planeta, por ejemplo, quede destruido, sino el miedo -inscrito más profundamente, y que podría decirse que está presente en todos nuestros miedos concretos- de que no exista un final en absoluto, de que, por decirlo con otras palabras, el final del individuo en la muerte no tenga su analogía en un final del mundo. Existe el miedo de que todo y todos estemos atrapados en la red de un tiempo sin rostro y despiadado que, en último término, nos arrolla a todos como la arena en el mar. Esta especie de imperio del tiempo arrasa con toda esperanza substancial, y crea ese misterioso miedo por la identidad que corroe el alma del hombre de hoy. Ese miedo es difícilmente descifrable, porque hace ya tiempo que se ha encriptado con éxito en el experimento y el progreso, antes de que lo descubramos, por momentos, en el fondo de nuestras almas. Y, así, existe hoy un culto a la experimentación sin límite; todo es factible, todo es moldeable. Sí, pero también existe el culto a la suerte: todo es superable. Por debajo de la voluntad de experimentación sigue fluyendo una resignación inconfesada, inadvertida.

«Me temo que divido la historia de la humanidad en dos ramas separadas». Según eso, a una de las ramas pertenecería la historia de la humanidad hasta el momento, la rama en la que hasta ahora se inscribió siempre el mensaje apocalíptico sobre el tiempo; incluso cuando dicho mensaje, mediante una alteración secularizadora de su origen, dio pie a los mitos violentos de nuestro siglo que intentaron provocar el final de la humanidad. A la otra rama de la historia pertenecería la humanidad en el horizonte de un tiempo sin final: a plena luz, inocente, sin llanto, libre de todo miedo, olvidada del dolor. En el umbral del nuevo milenio, del que tanto se habla hoy, me parece a mí que sólo existe una única y verdadera disyuntiva:

O tiramos con el hombre de la vieja Europa a cuestas, siguiendo a Nietzsche, hacia el tiempo mítico-dionisíaco sin final, dispuestos a -«con la voluntad de»- verlo y aceptarlo como una eternidad que de verdad se nos propone, como el nunc stans de un tiempo sin meta, más allá del bien y del mal, más allá de la verdad y de la mentira, como un escenario de «mares abiertos», como el experimento infinito sin principio ni final que el hombre es para sí mismo en la órbita eterna de la naturaleza.

O seguimos la ola en dirección al futuro de la humanidad en el horizonte
-admitamos que más tenuemente iluminado- de un tiempo con plazo, del tiempo con final. En él se inscribe también la protohistoria monoteísta de la humanización del hombre: partida, éxodo, cabeza erguida, conscientes del peligro de que el hombre puede perder absolutamente su nombre, su rostro; con el convencimiento, también, de que esa conciencia es la reacción a la aflicción por el sufrimiento ajeno; es decir, de que el hombre existe como sujeto absolutamente responsable y, por tanto, también con capacidad de culpa, culpable sobre todo si no tiene respeto al sufrimiento ajeno; de que existe como un sujeto veraz, siempre, y en la medida en que ponga palabras a ese sufrimiento ajeno; como sujeto, finalmente, obediente (para lo que, al menos en este punto, el «debes» debería anteponerse al «quiero» de Nietzsche): obediente, en concreto, a la autoridad de los que sufren, que no es posible burlar y en la que se manifiesta para todos los hombres la autoridad del Dios apocalíptico.

En esta disyuntiva se decide también, en mi opinión, el futuro del cristianismo a comienzos del próximo milenio.