Creo que mi religiosidad a lo largo de mi existencia ha estado marcada por siete notas, no queridas por mí, sino dadas por mi psiquismo y las circunstancias de mi vida; un fuerte sentido del misterio del ser; una incapacidad para encontrar un símbolo de Dios que me satisfaciera aun mínimamente; un deslumbramiento ante la humanidad del Jesús del Evangelio; una preocupación central por la naturaleza y destino del hombre; una escasa sensibilidad para la culpa y sus secuelas penitenciales; un interés relativamente reducido por los temas eclesiásticos y litúrgicos; un permanente escándalo, que he sido incapaz de superar ante el sufrimiento humano. Examinémoslas.
1. Mi asombro ante el ser
Creo que siempre, mucho antes de saberlo formular, he sentido el asombro ante el ser. Que haya ser, en vez de nada; y que el ser sea así, y no de otro modo que a la razón le parece igualmente posible, es la admiración que está en la raíz de mis fascinaciones infantiles ante la naturaleza. Por eso, mucho más adelante, sintonicé de inmediato con el segundo Heidegger, el de la Carta sobre el humanismo, para mí el mejor libro sobre poesía que se haya escrito: «El hombre no es el dueño de lo que existe. El hombre es el pastor del ser». Esas palabras constituyen para mí el máximo enunciado de una concepción poética y religiosa del mundo… que es la mía. Incluso me siento cercano a la famosa página de La Náusea en la que Sartre nos pinta la estupefacción de Roquetin ante lo absurdo del castaño que se yergue ante él en el jardín público. Lo que ocurre es que lo que para Sartre es motivo de repugnancia, para mí, como para Heidegger, es la esencia misma de la vivencia estética.
Y esa fue también mi experiencia radical en el viaje a la India del agosto pasado. Ya sé que los teólogos del hinduismo han dicho que sólo lo Absoluto es real. Pero lo que el pueblo indio experimenta es justamente lo inverso: sólo lo real es absoluto. Montañas y ríos, animales y plantas, hombres y acontecimientos, nacimiento y muerte, sexo y juego, palabras y gestos… todo es sagrado, todo es absoluto. Por eso dicen los hindúes que hay tres millones de dioses. Las privaciones de los ascetas y las infinitas variaciones de lo erótico en los relieves de los templos de Khajurabo, todo es igualmente sagrado.
Quizá donde culminó mi interpretación del hinduismo primigenio fue en el supremo santuario nepalí de Pashupatinath: el río sagrado Bagmati con sus empinadas márgenes, cubiertas de espesa vegetación poblada de monos, los cadáveres incinerándose o aguardando turno en las orillas, los niños bañándose entre risas y juegos a un paso de ellos, la multitud de capillas consagradas a los símbolos sexuales, los buitres y cuervos cerniéndose en mi cielo… todo integrado en la sacralidad. Pero no en una única divinidad totalizadora, que todo lo absorbe, con la que todo se identifica, en la que los seres concretos pierden su individualidad. Ese es el tercer grado de abstracción de los Upanishads.
Cada ser concreto es divino en sí mismo, sagrado, misterioso, adorable, único… por el simple hecho de ser. Podría expresarse también así: existir es divino. Junto al deslumbramiento ante el ser está el asombro ante la contingencia: ese asombro ante el hecho de que el ser sea así y no de otro modo, es la raíz de la doctrina de la creación. Si pudo ser de otro modo y es así, sólo puede explicarse porque este modo concreto de ser ha sido elegido. Elegido por un Ser que, él sí, no puede ser más que como es. Lo cual requiere que el concepto de Dios no sea afectado por ninguna determinación positiva, por ninguna cualificación delimitativa, porque, en caso contrario, también sobre él se plantearía la cuestión de por qué así y no de otro modo.
El dogma supremo del positivismo es la concepción contraria: sólo es posible lo real. La estructura del objeto es la estructura del pensamiento. El único raciocinio verdadero es el reflejo de la causalidad fáctica. Todo pensamiento que parta o que desemboque en lo meramente posible es vano. El concepto mismo de posibilidad pura es un sinsentido. Pero el dogma positivista exige un supremo acto de fe. Que sea intrínsecamente imposible que las constelaciones estuvieran diferentemente distribuidas en el espacio, que hubiera otras clases de insectos, que existieran otros hombres que los que de hecho existen… que, en última consideración, el big-bang se hubiera producido un instante antes o un instante después, que la intensidad de la energía primigenia hubiera sido algo mayor o algo menor, que la naturaleza de «lo que empezó todo» no pudiera ser otra que la que fue, son proposiciones que parecen puramente gratuitas.
2. Dios no cabe en los símbolos
Quizá ese mismo sentido del misterio me ha hecho imposible encontrar un símbolo de lo divino en el que descansar. Nunca he sabido a quien me dirigía cuando interpelaba a Dios. Por eso, me he sentido identificado con el libro de Panikkar «El silencio del Dios». El antiguo Testamento prohibía toda representación de la divinidad, y el Nuevo insiste en que «a Dios nadie lo ha visto nunca». Cierto que Jesús dice: «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». Pero él mismo se dirige constantemente a ese Padre.
La Iglesia ha rechazado el monofisismo: la naturaleza humana de Jesús no es la naturaleza divina. Bonhoeffer ha dicho muy profundamente que la transcendencia cristiana no es la de la metafísica, sino la del amor de Jesús, capaz de transcender todos los límites. Quizá ese Amor absolutizado sea el único símbolo de Dios que un cristiano puede permitirse. «Dios es amor» (1Jn 4,8)
3. Jesús me sedujo
La figura de Jesús en el Nuevo Testamento me deslumbró en mis años de Granada. Quizá podría decirse en sentido muy estricto que me enamoré de él. Por aquel tiempo cayó en mis manos, el bello dibujo de la cabeza de Jesús de Kahil Gibran, ilustrado con un texto que durante mucho tiempo me fascinó:
«Anoche vi de nuevo su rostro; claro y preciso como nunca lo había visto. No estaba vuelto hacia mí: miraba profundamente a la vasta noche. Yo le vi su perfil. Era a la vez sereno y austero; y pensé por un momento que sonreiría, pero no sonrió. Era joven, eterno e inmortal; no Dios, no; era el hijo del Hombre, enfrentándose a todo lo que el hombre tiene que enfrentarse, conociendo todo lo que el hombre ha conocido y ha de conocer. Era su rostro el de un invencible; era el rostro de un Hermano, de un Amigo. Su cabellera ondeaba hacia atrás de su rostro y semejaba alas luminosas a los lados de su cabeza. Su cuello era moreno y fuerte; sus ojos, como oscuros rescoldos. Ahora, amigo mío, por vez primera me siento seguro de poder dibujar ese rostro. Será como un bello rostro para la proa de un gran navío. Caminaba como un hombre que va contra un fuerte viento, siendo él más fuerte que el viento. Llevaba otra vez la tosca vestidura de lana y otra vez los pies desnudos y cubiertos del polvo de los duros caminos. Yo vi nuevamente sus manos firmes y grandes, y vi sus robustas muñecas, fuertes como las ramas de un árbol. Llevaba la frente erguida, y en su rostro pude notar una gran determinación, a la vez que una expresión de infinita y silenciosa melancolía… Hoy no puedo escribir ni dibujar una sola línea; pero mañana, cuando regrese, dibujaré ese rostro».
Yo siempre digo que si me he encontrado con Dios ha sido en el Jesús del Evangelio. Por eso no me ha apasionado excesivamente la controversia entre el Jesús de la fe y el Jesús de la historia. Aunque, por una hipótesis absurda, no hubiera existido el Jesús histórico, me seguiría pareciendo que Dios hablaba en las páginas del Evangelio. Si la Palabra no se hubiera hecho carne, seguiría habiéndose hecho letra. Si Jesús no hubiera estado inspirado por Dios, sin duda lo estuvieron Mateo, Marcos, Lucas, Juan y la comunidad primitiva de los que el Nuevo Testamento procede.
4. No juzguéis y no seréis juzgados.
Ya me he referido a mi reducida sensibilidad para los sentimientos de culpa y, por tanto, para las experiencias penitenciales. Siento tan profunda compasión por el hombre, comenzando por mí mismo, que disculpo muy fácilmente hasta los mayores crímenes. Es tan dura la vida humana, que nadie puede constituirse en su juez. Ningún hombre ha infligido a otro torturas tan refinadas como las que nos inflige la naturaleza. La sociedad puede y debe impedir que se haga daño, pero ni ella ni nadie puede juzgar la interioridad. No juzguéis, y no seréis juzgados.
5. La iglesia servidora del hombre
Nunca me he exaltado por los temas eclesiásticos, ni siquiera por los eclesiológicos. Quizá el anticlericalismo que me rodeó en la infancia y adolescencia, al que se han ido añadiendo el estudio de la historia de la Iglesia, las experiencias del Seminario, de Roma, de la crisis de la Acción Católica… me han hecho sentir como un milagro el que este material humano que constituimos la Iglesia de Jesucristo siga siendo capaz de profesar y propagar su ideal, aunque sus miembros en tan escasa medida lo vivamos. Por ello, nada de cuanto negativo surge en nuestra comunidad puede escandalizarme, y todo lo que de positivo aparece en ella me parece un prodigio del Espíritu. Sólo me preocupa lo eclesiástico-eclesiológico en cuantopueda repercutir en el sufrimiento o en la felicidad de los miembros de la Iglesia y de la humanidad toda.
6. La liturgia es la vida
Tampoco he encontrado lafuente principal de mi espiritualidad en la liturgia, sino en la lectura bíblica, en la reflexión teológica y en la oración contemplativa. Un ejemplo servirá para comprender mejor la naturaleza de mi religiosidad. Tal vez la vivencia más intensa de lo sagrado que he tenido en muchos años ha sido la siguiente: estando una vez en Barcelona, salí al atardecer a dar un paseo por la carretera de Sarrià. No había nadie. De pronto, en una curva del camino, apareció a mis pies una grandiosa visión de la ciudad, ya con alguna luz encendida. Al fondo, la gran mancha azul del mar fundiéndose en el horizonte con el cielo del que el sol ya había desaparecido. Pensé de pronto en aquellos millones de seres humanos, buscando desesperadamente la felicidad en todas direcciones: el amor, el placer, el dinero, el poder, el alcohol, la droga… Y todos encaminándose fatalmente hacia la noche de la desaparición; hacia la oscuridad del sufrimiento; hacia la mar, que es el morir. Lo experimenté como el tremendo clamor de la humanidad en busca de un sentido. Era como el envés de Dios. El estaba presente en su insoportable ausencia. Volví sobrecogido al monasterio, y estuve largo rato absorto en la iglesia.
7. El problema del sufrimiento
Este escrito quedaría sin sentido sin esta clave que, junto con el ansia de amor, de verdad, de bien y de belleza, define mi existencia: el problema del sufrimiento. Y he de plantearlo con todo el rigor con que tantos años de meditar sobre él, lo han configurado. Si alguien de los que me leen, teólogo, místico o simplemente cristiano que ha sufrido, tiene alguna luz que aportarme, que no deje de hacerlo. Es mi demonio familiar. El bufón que me interpela inoportunamente cuando creo haber encontrado reposo. «Es el aguijón de mi carne» (S. Pablo), que me abofetea. Tanto más insoportable estos últimos años en los que el dolor se me ha hecho tan cotidiano.
En la actualidad, el dilema teológico se me plantea así:
— «Si Dios no sufre con mi sufrimiento, no querrá salvarme».
— «Si Dios sufre con mi sufrimiento, no podrá salvarme».
Que Dios no sufra con el sufrimiento humano, parece inaceptable por tres razones: metafísica, ética y soteriológicamente.
a) Metafísicamente, si Dios es sabiduría no puede ignorar un aspecto tan esencial de su creación como es el dolor. Pero el dolor es una vivencia. No se le puede conocer más que experimentandolo. No cabe un conocimiento abstracto del dolor. Si Dios sabe lo que es el dolor, es que sufre.
b) Si Dios no sufre, no es bueno. Cualquier criatura que sufre por amor a otra o por amor a un ideal, sería superior a ese Dios impasible. Moltmann lo ha expresado con elocuencia en «El Dios crucificado»: «Me indigno, luego existimos», dice Camus. Existimos en cuanto sufrientes e indignados por la injusticia, y somos incluso más que los dioses o el Dios de teísmo. Pues tales dioses «caminan arriba en la luz como genios dichosos» (Hölderlin) son inmortales y omnipotentes.
¡Qué ser más desgraciado es el dios que no puede sufrir ni morir! «La experiencia de la muerte es el superávit y la ventaja que lleva a toda sabiduría divina» (H. G. Geyer). El culmen de la rebelión metafísica contra el dios que no puede morir consiste, pues, en la muerte libre llamada suicidio. Es la suprema posibilidad del ateísmo de protesta, porque únicamente ella hace al hombre dios de sí mismo, de modo que los dioses sobran. Mas incluso prescindiendo de esta posición extrema, a la que Dostoievski alude una y otra vez en su novela Demonios, un dios que no puede sufrir es más desgraciado que cualquier hombre. Pues un dios incapaz de sufrimiento es un ser indolente.
El Dios de Aristóteles no puede amar: lo único que puede hacer es que le amen todos los seres no divinos a causa de su perfección y belleza, atrayéndolos hacia sí. El «motor inmóvil» es un «amante egoísta». Es el fundamento del amor de todas las cosas hacia él, y al mismo tiempo razón de sí mismo, de modo que es el amante-enamorado de sí mismo; un narcisista en potencia metafísica: «Deus incurvatus in se». ¿Pero es entonces más bien un dios o una piedra?… ¿Qué clase de ser será, pues, un «Dios omnipotente» tan sólo?. Un ser sin experiencia, sin destino, un ser al que nadie ama. Un hombre que experimenta la impotencia, un hombre que sufre porque ama, un hombre que puede morir, es, por lo tanto, un ser más rico que un dios omnipotente, incapaz de sufrir y de amar, inmortal.
c) De aquí, una razón soteriológica: si Dios no sufre, si no sabe lo que es el dolor, ¿por qué y de qué va a querer salvarme? Será como un zar que ignora las penalidades de su pueblo? Y este problema no se resuelve, como muchos teólogos parecen creer, sólo con la afirmación de que Dios se hace sufriente en Cristo. No cabe duda de que la proclamación del «escándalo de la Cruz», de que Dios se ha hecho hombre para mostrarnos su amor compartiendo nuestros sufrimientos y nuestra muerte, constituye la grandeza del Cristianismo. Dios ha elegido a lo que no es para destruir a lo que es, dirá Pablo. Pero la reflexión cristiana ha comprendido que al hacerse Dios hombre, al tomar forma de siervo, no puede haber dejado de ser Dios. Que, por tanto, en Cristo hay que distinguir una dimensión humana y una dimensión divina. Y entonces, la pregunta sobre el sufrimiento rebrota: ¿Quien sufre en Jesús, la naturaleza humana sólo o también la naturaleza divina? Si sufre únicamente la naturaleza humana mientras que la divina permanece sumida en una dicha infinita e indestructible, entonces nada se ha resuelto en el problema que nos ocupa: Jesús es otro hombre más que sufre, aunque ese hombre ontológicamente fuera el hijo de Dios.
Pero si optamos con algunos teólogos contemporáneos por la respuesta de que Dios sufre con nuestros sufrimientos, ¿con qué nos encontramos? Puesto que Dios no olvida, sino que para él todo es presente, habremos de imaginar un Dios que, acurrucado en el transfondo del ser, padece perennemente los dolores de cuantos seres vivientes han existido, existen y existirán. Dios sería el corazón sufriente de la realidad. El latido último de lo existente es un sollozo. Pero entonces ponemos el sufrimiento como última estructura metafísica, de la que por consiguiente es imposible salir.
Muchos amigos me han preguntado, claro es, cómo ha incidido la fe religiosa en la vivencia de la enfermedad. He pensado mucho en ello. Y he de responder que en mí la experiencia patológica y la esperanza cristiana se han mantenido en dos planos totalmente distintos. Ahora he comprendido bien aquel texto de Bonhoeffer de que «la resurrección no es la solución al problema de la muerte». La enfermedad se vive en la inmediatez de lo palpable, de lo presente, de lo habitual, de lo mundano; la fe es «de lo que no vemos»; es oscura, libre, sujeta a tentación. La fe y la esperanza requieren el permanente esfuerzo de una opción por el más allá; de un jugárselo todo a una carta. En la fe y la esperanza no se reposa, no se descansa. Creer es un permanente combate mientras vivimos. Cierto que la esperanza ilumina pero no elimina la experiencia de la finitud. El creyente, como Jesús en Getsemaní, se siente igualmente angustiado que el no creyente; pero en su angustia hay un misterioso ángel que le acompaña sin que su presencia evite el sudor de sangre.
(Miguel Benzó falleció en agosto del 1989).