Monseñor Forte: He visto que en el corazón de la Iglesia está la oración

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Habla el sacerdote que ha predicado los ejercicios espirituales al Papa.Le comenté lo que algunos de mis amigos me habían dicho antes de irme para dirigir los ejercicios: «Si el Papa sobrevive a tus 22 meditaciones, esto quiere decir no sólo que es un santo, sino también que tiene una salud de acero». Y el Santo Padre, que ha superado estupendamente la prueba, se rió de todo corazón…


Monseñor Forte: He visto que en el corazón de la Iglesia está la oración
Habla el sacerdote que ha predicado los ejercicios espirituales al Papa

NÁPOLES, jueves, 18 marzo 2004 (ZENIT.org).- Predicar los ejercicios espirituales a Juan Pablo II y a sus colaboradores de la Curia romana permite constatar que en el centro del gobierno de la Iglesia universal se encuentra la oración, revela el sacerdote que los ha dirigido este año.

Monseñor Bruno Forte, profesor de la Facultad de Teología de Italia Meridional en Nápoles, miembro de la Comisión Teológica Internacional, revela en esta entrevista concedida a Zenit algunos aspectos de esta experiencia vivida entre el 29 de febrero y el 6 de marzo.

–¿Cuál es su estado de ánimo tras haber guiado las meditaciones del Papa y de sus colaboradores?

–Monseñor Forte: Estoy profundamente conmovido y doy gracias a Dios por haberme permitido vivir esta experiencia. Ante todo, por el testimonio que me ha dado el Papa de hombre de oración. Ha estado siempre presente en las 22 meditaciones. Le he visto en escucha atenta, en oración profunda, de rodillas durante mucho tiempo.

Al final, tuve la oportunidad de encontrarme con el Papa y de bromear con él, que tiene un agudo sentido del humor. Le comenté lo que algunos de mis amigos me habían dicho antes de irme para dirigir los ejercicios: «Si el Papa sobrevive a tus 22 meditaciones, esto quiere decir no sólo que es un santo, sino también que tiene una salud de acero». Y el Santo Padre, que ha superado estupendamente la prueba, se rió de todo corazón…

Me impresionó también el testimonio de oración de los presentes: cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes de la Curia romana. Vivieron estos ejercicios en escucha, en meditación y oración. Lo pude verificar también en los diálogos espirituales que pude mantener con ellos.

Por tanto, puedo decir que en estos días he vivido una experiencia de auténtica esperanza, pues he visto que en el centro de la Iglesia hay hombres que durante una semana dejan a un lado todas sus actividades para dedicarse a la primacía exclusiva de la oración y de la escucha de la Palabra de Dios. Me parece que ésta es la auténtica fuerza de la Iglesia. Es una auténtica gracia que se irradia desde el corazón de la Iglesia, desde el gobierno universal de la Iglesia, a todos nosotros, bautizados en esta Iglesia del amor.

–¿Cuál era la idea fundamental que usted quería transmitir mientras preparaba las predicaciones de estos ejercicios espirituales?

–Monseñor Forte: Quería transmitir el objetivo de los ejercicios espirituales, es decir, seguir de manera renovada a Cristo, luz del mundo. En la tradición de los ejercicios espirituales, hay tres etapas, que han sido precisadas por san Ignacio de Loyola.

La primera consiste en la vía purificativa, que es la etapa en la que se pide a Dios la gracia de quedar libres del pecado y de las faltas de verdad y libertad, para alcanzar esa libertad que sólo Él puede darnos. Es el momento de la purificación del corazón, de la renovación interior. Es lo que dice la frase de san Juan, que ha servido de lema para mis ejercicios: «Quien me sigue no caminará en la tinieblas» (Juan 8, 12). Con esta frase, al contemplar a Jesús y las opciones de su vida, es posible evaluar nuestra libertad, con la ayuda de Dios y de su gracia.

–¿Cuál ha sido la segunda etapa de los ejercicios?

–Monseñor Forte: La segunda etapa es la vía iluminativa, en la que, a los pies de la Cruz de Jesús e irradiados por su Resurrección, nos dejamos iluminar por lo que Dios quiere de nosotros, en el seguimiento de Cristo que dice «yo soy la luz del mundo, yo soy la luz de la vida».

–Y, ¿la tercera etapa?

–Monseñor Forte: La tercera etapa es la vía unitiva. Quien vive este camino, experimenta en su interior los frutos del Espíritu, la alegría de la comunión de la Trinidad y de la Iglesia del amor, pues, como dice Jesús, «quien me sigue no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida».

En estos días, con el Santo Padre y sus colaboradores cercanos, he tratado de proponer este camino que nos ha llevado a los manantiales, a la frescura del Evangelio. Es algo que siempre necesitamos para poder mantenernos en el seguimiento de Cristo y convertirnos cada vez más en sus testigos.

–El Santo Padre, en el discurso que dirigió en la conclusión de los ejercicios espirituales, utilizó la palabra «pasión» para caracterizar el estilo con el que habían sido predicados. ¿De dónde viene esta «pasión»?

–Monseñor Forte: Nace de una sencilla razón: el sentido de la vida de un creyente, de un sacerdote, de un teólogo, como es mi caso, no puede ser otro que alguien, Cristo. Él ha marcado mi vida. Al inicio de los ejercicios, al referirme al hecho de que el Santo Padre había hablado unos días antes en romanesco [el dialecto hablado en las calles de Roma, n.d.r.], cité un refrán napolitano muy bello, que –lo reconozco– fue acogido con entusiasmo: «Se puede vivir sin saber por qué, pero no se puede vivir sin saber por quién» («Se pò campà senza sapè perchè, ma non se pò campà senza sapè per chi»). Este es el sentido de la vida: alguien, Cristo. Por tanto, cuando seguimos a Cristo, sin reservas, encontramos el sentido y la belleza de la vida…

Por otra parte está el hecho de que soy napolitano. Esta Iglesia, en su tradición, ha dado al mundo muchos santos: desde teólogos –santo Tomás de Aquino o san Alfonso María de Ligorio– hasta laicos como José Moscati; sin olvidar figuras muy bellas de mujeres que han testimoniado el Evangelio, como santa María Francisca de las Cinco Llagas, o la beata Catalina Volpicelli…

Creo que el pertenecer a esta Iglesia, que siempre ha dado testimonio de gran fidelidad a la comunión con Roma a través de los siglos, me ha ayudado a vivir la pasión por el Evangelio en la serenidad y en la sencillez. He podido ver la sencillez y la profundidad con la que todos los presentes disfrutaban de las bromas que, como napolitano, me iban saliendo para hacer algo más ligero este camino que, con la ayuda de Dios, nos ha llevado a las raíces del Evangelio.

–Quienes quieran leer estos textos que usted ha predicado al Papa y a sus colaboradores, ¿qué tendrán que hacer?

–Monseñor Forte: Dado que muchos me habían pedido que fueran publicados, le pedí permiso al Santo Padre y me dijo que tengo que hacerlo con estas palabras: «todos los predicadores lo han hecho, y yo mismo lo hice cuando prediqué los ejercicios a Pablo VI». Ya está prevista la edición del texto en siete idiomas: italiano, castellano, francés, inglés, portugués, alemán, polaco… Podemos encomendar a Dios la intención de que se sirva de estas páginas para tocar el corazón de quien las lea, sobre todo para que se realice el verdadero objetivo de una experiencia como ésta, remontarse a la frescura del Evangelio. Y es muy bello el que en el corazón de la Iglesia, el agua viva del Evangelio nutra las opciones, oriente el camino. Esto da a la Iglesia la libertad que sólo puede dar al corazón la verdad, la libertad de estar bajo la mirada de Dios y de sólo querer agradarle a Él.


EL MAL NUNCA VENCE

Entrevista a Bruno Forte, teólogo consultor del Pontificio Consejo para la Unidad de los cristianos

Avvenire-Alfa y Omega, Etapa II – Número 293, 7.II.2002

Como teólogo, cómo cree que se puedan volver a encontrar las razones de la esperanza en un momento trágico como éste? ¿Es posible todavía una teología de la Historia?

Después del 11 de septiembre muchos nos hemos preguntado el porqué. La causa inmediata de cuanto ha ocurrido reside en el fanatismo de quien ha transformado la fe religiosa en el sueño alucinante de un dominio violento que imponer al mundo entero en nombre del Dios único. La religión transformada en ideología es un peligro muy grande, porque en ella la confusión entre el bien y el mal llega a ser total, y también la barbarie más grande puede ser justificada al servicio de un valor trascendente. Cuando, después, esta ideología religiosa se une al uso de la tecnología más avanzada, la mezcla que resulta es de inaudita violencia. Dios, sin embargo, no es así. Aquel que el Islam mismo invoca como el Misericordioso y el Compasivo no puede ser el verdugo de sus hijos. Yesto ha sido mostrado con claridad absoluta por la revelación evangélica de Dios Padre de todos: el Dios fiel que consiente que continuemos esperando, a pesar de todo, incluso contra todo. ¿Por qué, entonces, este Dios permite semejantes atrocidades? ¿Por qué no ha parado la mano de los asesinos y no ha iluminado su corazón tenebroso? ¿Por qué no detiene ahora las bombas que caen también sobre civiles inocentes?

¿Cómo responde a estas dramáticas preguntas; teniendo en cuenta también que quizás haya que reformular los conceptos de guerra y de paz?

La respuesta de la fe es sólo una: el Dios que lo puede todo no puede quitar a sus hijos la libertad que les ha donado. No por eso deja de sufrir el mal que devasta la tierra: el abismo del mal al que asistimos el 11 de septiembre y el dolor inocente producido por el terrorismo y la violencia de la guerra hiere al corazón divino infinitamente más que al nuestro. Por eso el creyente advierte la necesidad de acompañar a Dios en su dolor con la oración y el silencio. No es una huída de la responsabilidad, sino la actitud más verdadera y honrada para el corazón del que cree: es sólo de esta fe profunda de la que puede nacer el no a toda violencia tantas veces gritado por Juan Pablo II.

Queda otra cuestión: después de un siglo terrible como el XX y mientras alguno suponía el fin de la Historia, ¿cómo vivirlas tragedias que hay ahora ante nuestros ojos? ¿Qué hacer?

La respuesta ante el reto de la barbarie no puede ser la venganza, que genera sólo violencia sobre violencia: la única y verdadera respuesta reside en la justicia y en el perdón. La justicia exige sobre todo verificar rigurosamente la verdad sobre las masacres terroristas. Justicia es, además, dar con los culpables y someterlos a un proceso justo. Justicia es castigarles. ¿No está ya, sin embargo, más allá de la certeza de la justicia el castigar a inocentes, bombardeando inevitablemente también poblaciones indefensas, culpables de ser esclavas de un poder fanático, impidiéndoles alcanzar incluso las ayudas humanitarias? Si es verdad –como es verdad– que aquello que está en juego no es la guerra de Occidente contra el Islam, sino el esfuerzo solidario de toda la Humanidad contra la barbarie –y de ahí la unión de todos los creyentes y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad contra la violencia en cualquiera de sus formas–, lo que es necesario hacer crecer es el compromiso común al servicio de la justicia para todos. Lo que se necesita es un impulso de responsabilidad –y ¿por qué no?– de amor al enemigo, que suscite el empeño más profundo para erradicar las causas difusas que generan el odio y, por lo tanto, la miseria y la ofensa de la dignidad de los individuos y de los pueblos, allí donde se cometan.

¿Qué significa esto más concretamente?

¡Un mayor compromiso por una paz justa en Tierra Santa y en los Balcanes valdrá más para la causa de la paz que millares de bombas lanzadas sobre Kabul! Es esta lógica diversa la que debemos aprender todos: y quizá es éste el nombre actual de aquel poner la otra mejilla o del amar a v u e s t ro enemigos, que nosotros cristianos no debemos cansarnos de repetir y que sólo puede verdaderamente cambiar el curso de la Historia.

Lo sucedido ha transtornado nuestro modo tradicional de vivir y nos empuja también a nosotros, occidentales, a camb i a r el ritmo de nuestra vida. En su libro –El desafío a Dios: donde fe y razón de encuentran– usted habla de los peligros del nihilismo y de la provocación que éste supone para la fe: ¿cómo responder a este reto?

El nihilismo no es el abandono de los valores, sino un proceso más sutil: priva al hombre del gusto de comprometerse por una razón más alta, lo despoja de aquellas motivaciones fuertes que la ideología todavía parecía ofrecerles, lo presiona a considerar inevitable el mal, a imaginar hasta la banalidad. En el clima del nihilismo todo conspira a llevar a los hombres a no pensar más, a huir de la fatiga y la pasión de lo verdadero, a abandonarse a lo inmediatamente utilizable. Es el triunfo de la máscara en detrimento de la verdad: incluso se reducen los valores a cobertura a enarbolar para esconder la ausencia de significado. Pero detrás del nihilismo no está sólo el afirmarse del consumismo más descarado, de la carrera al hedonismo, sino también el emerg e r de las lógicas sectarias, étnicas, nacionalistas o regionalistas, que se han difundido con inquietante virulencia en la Europa de finales de milenio.

¿Cómo volver a trazar un camino de diálogo entre creyentes de distintas confesiones y entre creyentes, y no creyentes, sin caer en fundamentalismos o relativismos absolutos?

En la relación entre fe y no creencia lo que se pide al creyente es la superación de toda reducción del cristianismo a ideología y la sincera atención al otro en toda su dignidad, cualquiera que sea su convicción. ¡El testimonio vivido de la caridad, de la esperanza y de la fe habla de Dios al no creyente más que muchos argumentos abstractos con los que se le quisiera convencer! ¡Por eso nunca es lícito a los creyentes diluir las exigencias del Evangelio, también frente a la barbarie! Y esto vale igualmente para la relación con las otras religiones, en particular con el Islam: sin ningún irenismo, pero también con sincera atención, es necesario discernir y dar testimonio juntos de lo que nos une, la fe en el Dios único. Ante este Dios es necesario admitir que muchos de los conflictos interreligiosos han venido, y vienen, de la responsabilidad de los hombres. La Iglesia ha demostrado saber seguir un camino de purificación de la memoria respecto a las culpas pasadas y de querer ponerla en práctica respecto a las presentes. Sería deseable que algo análogo tuviese lugar también por parte del mundo islámico, aunque hay que decir, sin ilusiones, que si un cristiano no encontrará jamás en el Evangelio el aval a la violencia, un musulmán, en cambio, podrá encontrar en el Corán expresiones –aunque contradictorias con otras– que justifican la violencia sobre el diferente.

Roberto Righetto