Morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gente

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Será con la gran agitación de las conciencias que ocasionaron los misioneros como se abrirá un verdadero proceso de transformación colonial, tendiente a humanizar y a regular según criterios de justicia las relaciones entre españoles y aborígenes en América. Los sermones que Montesinos pronunció en 1511, y que el ardiente fray Bartolomé de las Casas nos reporta en su Historia de las Indias, son el preludio de ese proceso.

Llegado la hora de predicar, subió al púlpito el padre fray Antón Montesino. Hecha su introducción, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles de esta isla y la ceguera en que vivían.

Con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos y en ellos morían. Luego torna diciendo así: "Para dároslos a conocer me he subido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto de esta isla, y por tanto, conviene que con atención, con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás pensasteis oír".

Esta voz encareció por buen rato con palabras muy punitivas y terribles, que les hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio: "Esta voz, dijo que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y creador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto, que en el estado [en] que estáis no os podéis más salvar". De tal manera se explicó la voz, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, convertido. Concluido su sermón, bájase del púlpito con su compañero se va a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía.

En acabando de comer, júntase toda la ciudad en casa del Almirante, D. Digo Colón, hijo del primero que descubrió estas Indias,… y acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos, y que había hablado contra el rey y su señorío que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios habiéndoselos dado el rey, y éstas eran cosas gravísimas e irremisibles. Llaman a la portería, abre el portero, le dicen que llame al vicario, y aquel fraile que había predicado tan grandes desvaríos; sale solo el vicario, venerable padre, fray Pedro de Córdoba; le dicen con más imperio que humildad que haga llamar al que había predicado. Responde, que no había necesidad; que él era prelado de aquellos religiosos y él respondería… Finalmente… comenzaron a blandear humillándose, y ruéganle que lo mande llamar. El santo varón mandó llamar al dicho padre fray Antón Montesino, el cual maldito el miedo con que vino; sentados todos, propone primero el Almirante por sí y por todos su querella, diciendo que cómo aquel padre había osado predicar cosas en tan gran deservicio del rey y daño de toda aquella tierra… El padre vicario respondió que lo que había predicado aquel padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos, después de muy bien mirado y conferido entre ellos… Poco aprovechó el habla y razones que el santo varón dio para satisfacerlos y aplacarlos de la alteración que habían recibido al oír que no podían tener los indios tiranizados, como los tenían…

Convenían todos en que aquel padre se desdijese el domingo siguiente de lo que había predicado, y llegaron a tanta ceguera, que les dijeron, que si no lo hacían, que aparejasen sus pajuelas para embarcarse e irse a España… Finalmente…, concedieron los padres, que el mismo padre fray Antón Montesino tornaría el domingo siguiente a predicar y tornaría a la materia y diría sobre lo que había predicado lo que mejor le pareciese y, en cuanto pudiese, trabajaría por satisfacerlos…

Para oír este segundo sermón no fue menester convidarlos, porque no quedó persona en toda la ciudad que no se hallase en la iglesia… Llegada la hora del sermón, subido en el púlpito, el tema que para fundamento de su retractación y desdecimiento se halló, fue una sentencia del santo Job, que comienza: "Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y verdad, que el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas". Comenzó a corroborar con más razones y autoridades lo que afirmó de tener injusta y tiránicamente opresas y fatigadas a aquellas gentes, tornando a repetir su ciencia, que tuviesen por cierto no poder salvarse en aquel estado; haciéndoles saber que a hombres de ellos no los confesarían, y que publicasen esto y escribiesen a quien quisiesen en Castilla; en todo lo cual tenían por cierto que servían a Dios y no chico servicio hacían al rey".

Acabado su sermón, se fue a su casa, y todo el pueblo en la iglesia quedó alborotado, gruñendo y mucho más indignado con los frailes que antes… Peligrosa cosa es y digna de llorar mucho [la condición] de los hombres que están en pecado, mayormente los que con robos y daños de sus prójimos han subido a mayor estado del que nunca tuvieron, de aquí es tener por muy áspero y abominable oírse reprender en los púlpitos, porque mientras no lo oyen, les parece que Dios está descuidado y que la ley divina es revocada, porque los predicadores callan. De esta insensibilidad, obstinación y malicia, tenemos ejemplos sin número y experiencia ocular en estas nuestras Indias padecer la gente de nuestra España•

* Extracto