Muertes silenciosas. La muerte y los jóvenes en Latinoamérica

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América Latina posee algunos de los índices de violencia más altos del mundo.

Las estadísticas oficiales ponen en evidencia una realidad escalofriante y que rechaza cualquier explicación simplista o convencional.

La suposición de que una mejoría en las condiciones de vida de la población es suficiente para una reducción drástica en los altos índices de violencia social, no puede demostrarse de forma muy convincente en Latinoamérica. En muchos países de la región la pobreza tiende a disminuir y la violencia a aumentar.

Un mapa de la tasa de homicidios a nivel mundial pone en evidencia que América Latina es una de las regiones más violentas del planeta.

El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, de México, en un reciente estudio indica que de las 50 ciudades más violentas del mundo en 2011, 40 eran latinoamericanas, entre ellas, 14 brasileñas, 12 mexicanas y 5 colombianas. El mismo informe detalla que las diez ciudades más violentas del mundo, considerando la tasa de homicidios oficiales, fueron: San Pedro Sula (Honduras), Ciudad Juárez (México), Maceió (Brasil), Acapulco (México), Distrito Central (Honduras), Torreón (México), Chihuahua (México), Durango (México) y Belem (Brasil). En las tres ciudades más violentas del mundo, la tasa de homicidios cada 100 mil habitantes resultó aterradora: 158,87 (en San Pedro Sula); 147,77 (en Ciudad Juárez); 135,26 (en Maceió). Los datos quizás sean difíciles de ponderar para alguien no habituado a este tipo de estadísticas. A los efectos de dimensionarlos mejor podemos observar que, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la tasa de homicidios promedio a nivel mundial es de 8,01 asesinatos cada 100 mil habitantes; la de Francia de 1,33; la de España 1,0; la de Alemania 0,78 y la de Japón 0,45.

De manera general, las investigaciones sobre el tema destacan dos tendencias con un alto grade de regularidad en casi todos los países: la concentración de la violencia en los grandes conglomerados urbanos y la alta incidencia de los homicidios entre los más jóvenes.

En el caso de América Latina y el Caribe, estas tendencias se presentan con muchísima claridad. Por ejemplo, Honduras posee la ciudad más violenta del mundo, cuya tasa de homicidios es 158,87, mientras su tasa de homicidios a nivel nacional es de 19,66. Lo mismo ocurren con México, Brasil y Colombia, cada uno con tasas nacionales de 17,61; 29,68 y 45,16, respectivamente, aunque sus mayores ciudades superan ampliamente esos indicadores. Si bien las áreas rurales son, en esta región del planeta, escenario de una enorme impunidad, la violencia tiene su epicentro en las grandes ciudades latinoamericanas.

Tasa de homicidios de jóvenes y no jóvenes en diversas regiones y continentes

Región / Continente

Joven

No Joven

Total

África

16.1

8,5

10.1

América del Norte

12,0

4,6

5,6

América Latina

36,6

16,1

19,9

Asia

2,4

2,1

2,1

Caribe

31,6

13,2

16,3

Europa

1,2

1,3

1,2

Oceanía

1,6

1,2

1,3

Fuente: Mapa da Violência, página 16

Del mismo modo, la principal víctima de esta violencia suele ser la población juvenil, como lo revela el excelente estudio de Julio Jacobo Waiselfisz, Mapa da Violência: Os jóvens da América Latina (2008):

Además de la altísima tasa de homicidios en América Latina y el Caribe, la información evidencia la alta concentración de la misma en la población joven, superando ampliamente la relación existente en cualquier otra región del planeta, inclusive en África. Cada 10 personas asesinadas en América Latina y el Caribe, 7 son jóvenes.

Un nuevo récord para Latinoamérica: ser la región del planeta con mayor número de asesinatos de jóvenes.

Como sostiene Julio Jacobo Waiselfisz, a diferencia de lo que habitualmente se afirma, la violencia juvenil no es necesariamente un fenómeno universal. En Europa, Asia y Oceanía la relación entre homicidios de la población joven y no joven es muy semejante, mientras que en América Latina y el Caribe es significativamente superior.

La mayor incidencia de homicidios en los jóvenes latinoamericanos se manifiesta no sólo en los casos de países con altos índices de violencia sino también en los de los que los tienen más bajos. El caso de Uruguay es, en este sentido, singular. En un estudio de 83 países realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), Uruguay ocupa la posición 35, la más baja de América Latina, en su tasa general de homicidios. Sin embargo, cuando se considera la tasa de homicidios en la población juvenil, Uruguay sube a la posición 27, entre los países seleccionados.

Tasa de homicidios de jóvenes y no jóvenes en países de América Latina

Región / Continente

Joven

No Joven

Total

Argentina

9,4

5,0

5,8

Brasil

51,6

19,3

25,2

Chile

7,9

4,9

5,4

Colombia

73,4

37,4

43,8

Costa Rica

9,2

7,1

7,5

Cuba

7,7

5,7

6,0

El Salvador

92,3

37,9

48,8

Ecuador

26,1

16,0

18,0

Guatemala

55,4

21,5

28,6

México

10,4

9,0

9,3

Nicaragua

16,6

8,7

10,4

Panamá

17,8

8,7

10,4

Paraguay

22,3

10.1

12,3

Rep. Dominicana

9,1

4,7

5,6

Uruguay

7,0

4,0

4,5

Venezuela

64,2

21,6

29,5

Fuente: Mapa da Violência, páginas 18 y 19

Nuevas y más efectivas políticas de seguridad pública son fundamentales no sólo porque los índices de violencia son elevadísimos y porque gran parte de las víctimas son jóvenes, sino también porque los que casi siempre mueren son los más débiles, los más desamparados, los abandonados de siempre, los que "nadie" conoce, los que no salen en la prensa, los que nunca son recordados, los invisibles, los silenciados: los más pobres.

La violencia, ya deberíamos saberlo, es siempre cruel y selectiva. Unos suelen sufrirla más que otros. En América Latina, la violencia es un problema social de características endémicas. Sin embargo, sus consecuencias suelen ser diferenciadas, especialmente, cuando se es joven, mujer, negro, indígena, campesino, o todas esas cosas juntas.

En Brasil, menos de 2% de las muertes en la población adulta es producida por homicidios. Entre los jóvenes, llega a casi el 40%. Un promedio nacional que esconde que, en algunas ciudades, más de la mitad de las muertes de los jóvenes se produce por homicidios. Los pobres, claro, no ganan nada por estar primeros en este ranking: la principal causa de muerte entre los jóvenes negros brasileños es el homicidio. La de los blancos: los accidentes de tránsito. Una brutal evidencia de cómo la muerte parece entretenerse dividiendo a la gente en clases. O quizás, claro, no sea a la muerte, sino los que viven de ella.

La realidad nos muestra, una vez más, su cara más perversa. De modo general, siempre se ha dicho que si mejoran las condiciones de vida de la población y aumenta su nivel educativo, la violencia social tendería a disminuir. En Brasil, aunque las condiciones de vida de los más pobres mejoran y sus niveles educativos aumentan, los niveles de violencia suben. En otros países de Latinoamérica también. Mientras que las víctimas por asesinatos en la población blanca brasileña ha disminuido 22,3%, entre 2002 y 2008, las víctimas negras han aumentado 20,2%. En casi todos los estados del Nordeste brasileño, el número de víctimas negras es 12 veces superior al de víctimas blancas.

Nuevamente, los estudios de Waiselfisz nos aportan datos de gran valor. Entre 2002 y 2008, los asesinatos entre jóvenes blancos disminuyeron 30% y entre jóvenes negros aumentaron un 13%, ampliándose la brecha de mortalidad entre ambos grupos a más del 43%. Si en el año 2002 morían 58,8% más negros que blancos, en el 2008, morían 134,2% más.

Un informe reciente del Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada (IPEA), analizando la dinámica demográfica de la población negra en Brasil, confirma estas tendencias. Así las cosas, los esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los más pobres deben continuar y multiplicarse. Sin embargo, depositar en ellos toda nuestra expectativa para que la seguridad y la protección del derecho a la vida sean garantizados, parece insuficiente.

La violencia contra los jóvenes tiene, naturalmente, diversas implicaciones para el campo educativo. Mucho se ha dicho y escrito sobre el papel que puede jugar la educación en la prevención de la violencia y en la mitigación de sus efectos. Los aportes han sido siempre muy variados y, sin lugar a dudas, casi todos muy valiosos. No pretendo referirme a ellos ahora, sino a otro asunto que considero no menos relevante: la necesidad de que la escuela haga visible esta realidad, la vuelva motivo de análisis, de debate, de comprensión, de reflexión crítica.

La escuela tiene un papel fundamental en la construcción de una sociedad más igualitaria y, para eso, debe contribuir a que todos los que transitan por ella comprendan las razones que hacen que algunos, por la simple razón de ser pobres, mueren antes, de muertes que podrían ser evitadas, de muertes mucho más crueles y desalmadas de lo que ya son, por su misma esencia, todos los tipos de muertes.