Managua se apaga cada día a las seis de la tarde. Los comercios cierran las persianas, los bares guardan las botellas de ron, los coches se paran y las calles quedan vacías. Hay un toque de queda no declarado, no oficial, que nadie se atreve a quebrantar. Es un paisaje inusitado, inimaginable cuatro meses atrás, antes de que comenzaran las protestas contra el Gobierno de Daniel Ortega. 100 días de marchas en la calle, repelidas con fuerza brutal por los paramilitares leales al sandinismo, saldadas con la sangre de 400 víctimas.
El pueblo nica se levantó el pasado 18 de abril después de unos meses de zozobra económica que el Gobierno decidió subsanar con una bajada de un 5% a las pensiones y una subida, por contra, de los aportes a la seguridad social. Las marchas de jubilados que se sucedieron los primeros días de abril nunca las habría imaginado Ortega como el comienzo de una rebelión incontrolable.
El hartazgo hacia el paulatino autoritarismo de Ortega, con sucesivas modificaciones legales para poder eternizarse en el poder e ir acaparando parcelas del Estado en sus manos, para ir minando poco a poco el Estado de Derecho, no había sido suficiente en más de una década para la explosión social. El Gobierno había compensado con pragmatismo la pérdida de libertades con un crecimiento económico del 5% en promedio durante el último lustro, apoyado en buena medida por la compra del petróleo venezolano a precios irrisorios. La debacle económica venezolana lastró también el crecimiento nica.
Algunos estudiantes decidieron acompañar en León, al norte del país, a los abuelos que reclamaban por la recuperación de sus jubilaciones. Un grupo de sandinistas, armado hasta los dientes, disolvió la manifestación con balas de plomo y mató a un joven. La escena se repitió en los días siguientes, los estudiantes comenzaron a salir en masa a las calles, tomaron universidades, ocuparon algunas poblaciones.
Álvaro Conrado tenía 15 años. Era delgado y la melena negra le caía sobre las gafas cuadradas. Tres días después del comienzo de las protestas conversaba con sus padres en la mesa sobre la actualidad política del país. Se fue de casa sin avisar, decidido a ayudar a los estudiantes atrincherados en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Por sus piernas rápidas, Conrado tenía un cometido sencillo: hacer viajes fugaces hasta una gasolinera cercana para comprar botellas de agua y bicarbonato, un remedio casero para curar los efectos de los gases lacrimógenos que lanzaba la policía.
En la última carrera una bala le atravesó el cuello. Aparentemente, el proyectil provino de un francotirador. Mientras lo llevaban en brazos, con el cuello empapado en sangre, Conrado pedía que no lo dejaran dormirse. Temía no despertar.
Lo llaman “el niño mártir”. Es el muerto más joven de la represión y su historia, un agitador de conciencias dormidas.
La cara de Conrado se ha convertido en un icono de las protestas. La imagen de su tez infantil, su camiseta del Loyola, el instituto jesuíta donde estudiaba, arropado por una bandera blanquiazul de Nicaragua, ondea impresa en camisetas y pancartas en todas las marchas estudiantiles. Lo llaman “el niño mártir”. Es el muerto más joven de la represión y su historia, un agitador de conciencias dormidas.
El fracaso del diálogo
Desde el comienzo de los altercados en las calles, los referentes de la oposición a Ortega, como el exvicepresidente sandinista Sergio Ramírez, escritor ganador del premio Cervantes 2017, o el periodista Carlos Chamorro, hijo de la expresidenta Violeta Barrios, han expresado su rechazo frontal a la represión del mandatario, a quien acusan de haber entrado en una espiral de autoritarismo irrefrenable. Pero el mayor apoyo de los estudiantes durante estos meses ha sido la Iglesia. Aunque fueron un importante aliado del segundo orteguismo, los obispos nicaragüenses levantaron la mano cuando apareció el primer muerto, el pasado abril. Desde entonces, las críticas verbales, y la presencia física en algunas manifestaciones, de gran parte del episcopado del país ha ido en aumento.
El cardenal arzobispo de Managua, Leopoldo Brenes, visitó el pasado 22 de julio la iglesia de la Divina Misericordia, en el centro de la capital. Una semana atrás, varios estudiantes se refugiaban de las balas bajo los bancos de ese templo. Habían huído del asalto de las “turbas” -paramilitares sandinistas- a la Universidad de Ingeniería (UNI), a 500 metros de allí, y se refugiaron en la parte de atrás de la iglesia con la esperanza de que los muros grueson frenasen los impactos.
Brenes ofició misa en el templo y quiso bendecir las balas y los mellas que dejó el asalto. Cuando entró en la capilla trasera se detuvo un momento ante la imagen de Cristo agujereada, ante el sagrario con los casquillos incrustados. La luz se colaba por los cristales, perforados como un colador. Un proyectil había impactado contra el aparato del aire acondicionado, que quedó totalmente carbonizado. Recorrió con visible emoción los bancos de oración, que no pudieron salvar la vida de dos de los estudiantes que se cobijaron en el templo.
La toma de postura de la Iglesia descolocó a Ortega, cristiano converso, que había buscado -y conseguido- el apoyo de los obispos desde su vuelta al poder en 2007, a través, entre otras prebendas, de la promulgación de una de las leyes antiaborto más restrictivas del continente. No obstante, no tardó en acusar al clero de estar cooperando con lo que él califica de golpe de estado. Incluso aseguró que algunos curas guardaban armas en los templos.
“Esta es mi arma”, sonreía Leopoldo Brenes antes de la misa en la Divina Misericordia mientras sostenía una cruz delante de sus ojos
“Esta es mi arma”, sonreía Leopoldo Brenes antes de la misa en la Divina Misericordia mientras sostenía una cruz delante de sus ojos. Preguntado por las acusaciones de Ortega, Brenes insistió en su crítica, conciliadora pero firme, hacia la deriva del Gobierno en este último periodo. Insistió además en que la vía para resolver el conflicto sigue siendo el diálogo.
Un diálogo que inició la Conferencia Episcopal el pasado mayo, en el momento más crudo de la represión, y que ahora está suspendido. Los obispos convocaron a Ortega y a su mujer, Rosario Murillo, vicepresidente de Nicaragua, a una mesa en la que también estaban representados los estudiantes. Brenes mantiene su intención de reconvocar la mesa para llegar a una salida pactada entre los diferentes actores sociales y políticos del país. La Iglesia sostiene que la vía de resolución es adelantar las elecciones a marzo de 2019, algo que Ortega ha rechazado tajantemente en varias entrevistas concedidas a canales internacionales en las últimas semanas.
Mientras tanto, los estudiantes, claramente golpeados por la dura represión, buscan la manera de volver a las calles. La principal dificultad estriba en no convertir de nuevo las protestas en un suicidio, vista la furia de los paramilitares leales al sandinismo.
por Alberto Nimrod