Observen, esto es África

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Les cortaron las orejas, los labios y los dedos para que todos los niños de la zona supieran cuál era el castigo si se resistían a participar en la guerrilla. Sucede a diario en Uganda. Guerras atroces como la que estalló en 1983 en Sudán, con más de dos millones de muertos, o la que recientemente se ha recrudecido en la República Democrática del Congo…

Por Isabel Coello

Les cortaron las orejas, los labios y los dedos para que todos los niños de la zona supieran cuál era el castigo si se resistían a participar en la guerrilla. Sucede a diario en Uganda

Desde 1980, 28 naciones africanas han estado envueltas en lo que el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo califica como «conflictos armados mayores», enfrentamientos en los que se han registrado por lo menos 1.000 muertes. Guerras atroces como la que estalló en 1983 en Sudán, con más de dos millones de muertos, o la que recientemente se ha recrudecido en la República Democrática del Congo, y que desde 1998 ha costado la vida a más de tres millones de personas entre muertos por las balas y por el hambre, la malaria o el cólera que han seguido a la interrupción de la ayuda humanitaria.

La vida vale muy poco en países en los que la esperanza de vida apenas excede de los 40 años y en los que las guerrillas compran fusiles de asalto AK 47 por seis dólares la unidad. De hecho, los únicos rastros de tecnología que se ve en algunas ciudades son unos cuantos automóviles y los kalashnikov, armas suficientemente ligeras y sencillas como para poder ser llevadas, cargadas y disparadas por un crío de 8 o 10 años. Hasta 120.000 niños soldados combaten en Africa según Human Rights Watch y otras organizaciones de derechos humanos. El norte de Uganda -donde se estima que hay 200.000 huérfanos- Liberia, Sierra Leona y el Congo son cuatro de los lugares donde la situación es más lacerante. Los pequeños son más fácilmente manipulables y cuestan menos, pues no necesitan comer tanto como un adulto y a menudo se les utiliza como primera línea o para que atraviesen en primer lugar un campo de minas. Secuestros, mutilaciones, violaciones sistemáticas y 45 millones de refugiados y desplazados completan un desolador panorama.

La Organización Mundial de la Salud ha echado las cuentas de la tragedia. Las pérdidas económicas causadas exclusivamente por las guerras están en torno a los 15.000 millones de dólares, que cada año caen como un aldabonazo sobre una deuda externa del conjunto de los 53 países del continente de 300.000 millones de dólares. Hasta 38 millones de los 900 millones de habitantes de Africa están al borde de morir por inanición.

Geoffrey, de 16 años, se encoge de dolor en una cama del centro de salud de la misión católica de Kitgum, la ciudad más al norte de Uganda. El 30 de mayo, rebeldes del Ejército de Resistencia del Señor (ERS) se lo llevaron a rastras de la casa de sus padres. Con un machete, le cortaron los labios, las orejas y los dedos de ambas manos; metieron los pedazos en los bolsillos de su pantalón y lo enviaron de vuelta con una nota advirtiendo a la población de lo que podría pasarles si colaboraban con el Gobierno. «Alguien lo recogió y lo trajo en bicicleta. Lo daban por muerto», dice el director del centro, Lawrence Ojong.

La tragedia de Geoffrey no es una excepción en el norte de Uganda. Desde que el ERS inició su lucha, hace 17 años, ha secuestrado a más de 15.000 menores, a los que entrena y obliga a combatir en sus filas. A las niñas las convierte en esclavas sexuales de sus comandantes. Además de constantes palizas, los niños secuestrados son obligados a pegar y hasta a matar a compañeros a modo de ejemplo y castigo. «Durante los meses que pasé con los rebeldes, siete niños que intentaron escapar fueron capturados. Dos fueron apuñalados y cinco golpeados hasta que murieron. El más pequeño tendría 9 o 10 años. A todos nos hacían mirar o participar en su muerte», relata Mark, de 17 años.

Un miedo atroz impulsa desde hace meses a miles de niños a echarse a la carretera al atardecer. Buscan la ciudad más cercana, donde se sienten a salvo. Duermen en la calle, en los soportales, en las iglesias, junto a hospitales, en la estación de autobuses.

Cuando despunta el alba, se levantan y recorren el camino de vuelta para llegar a su aldea a tiempo de ir al colegio. «Vengo cada noche porque quiero seguir vivo», afirma Joseph, de 11 años, refugiado en la iglesia del Santo Rosario de Gulu, ciudad situada a 330 kilómetros de la capital, Kampala. «Hace dos semanas saquearon mi poblado. Tengo mucho miedo», añade.

Como Joseph, cerca de 16.000 niños y niñas, algunos de cinco años, peregrinan a Gulu desde distancias de hasta 10 kilómetros.«No sólo tienen miedo, también hambre. Muchos llegan con una sola comida al día y están exhaustos de andar», dice Christopher Opira, voluntario que cada noche les narra historias.

De noche, Gulu ofrece una visión de ciudad de mendigos, con largas hileras de bultitos, cubiertos por una manta los más afortunados; los menos, metidos en sacos de maíz vacíos o al abrigo exclusivo de sus harapos. Algunos traen sus libros y estudian antes de acostarse. Julius Tiboa coordina un centro al que acuden críos que son rescatados o escapan de los rebeldes. «A un niño le puedes moldear, por eso los rebeldes van a por ellos», señala Tiboa.

El ERS está liderado por Joseph Kony, un antiguo sacerdote que dice que habla con los ángeles. «Kony impone una mezcla de terror y lavado de cerebro», dice el padre Carlos Rodríguez, misionero comboniano que lleva 15 años en el norte de Uganda. «Se protegen a través del aislamiento, no tienen rama política ni influencia exterior y así han sobrevivido, como una secta».

Inicialmente, el movimiento integrista de Kony inició su lucha con el fin de imponer un orden institucional regido por los Diez Mandamientos bíblicos. Aunque ahora habla de «derrocar al Gobierno del presidente, Yoweri Museveni», sus acciones se dirigen contra la población civil. Según un informe publicado hace dos semanas por Human Rights Watch, desde junio de 2002 el ERS ha secuestrado a casi 8.400 niños.

Pese a lo alarmante de la cifra, no ha captado la atención internacional. George Bush, que incluyó al ERS en su lista de grupos terroristas, se olvidó de la guerra contra el terrorismo durante las tres horas que estuvo el pasado 11 de julio en Uganda. «En Angola hay petróleo; en Congo, coltán [componente fundamental en teléfonos móviles y otros aparatos tecnológicos]; aquí no hay recursos ni intereses estratégicos», dice el padre Carlos, una figura clave del grupo de religiosos católicos, anglicanos y musulmanes que lleva meses intentando mediar para que rebeldes y Gobierno negocien. «Informativamente es una guerra larga y sin emoción. También hay algo de racismo: a la conciencia occidental le sienta mal que un blanco mate a dos niños negros, porque los blancos son civilizados, pero le da igual que un negro mate a 100 niños, pues los negros son salvajes».

Extremistas Cristianos

Phil Bernan, director de la ONG humanitaria CARE, aporta otro punto de vista: «La comunidad internacional necesita historias de éxito en Africa que prueben que no todo es un desastre…». Otros, en privado, manifiestan que todo sería distinto si los rebeldes no fueran extremistas cristianos, sino musulmanes. «Sería como un nuevo caso talibán: extremistas islámicos secuestrando niños. Inaceptable».

Los 8.400 secuestros en 12 meses contrastan con el centenar de casos registrados en 2001. La solución militar parece haber empeorado las cosas. Gracias a un acuerdo con Sudán, hasta entonces principal refugio de los rebeldes, ahora se permite al Ejército ugandés cruzar la frontera. Pero ni siquiera están a salvo quienes se concentran en los pueblos protegidos. Teóricamente seguros y vigilados por el Ejército, en la práctica estos campos de desplazados son atacados casi a diario por los rebeldes. Más de 800.000 personas -dos tercios de la población del norte- viven confinadas en 53 campos. Sin poder cultivar sus huertos, dependen de la ayuda internacional.

La amenaza ya incluye también a los religiosos. Tras denunciar el papel cómplice de Sudán en esta guerra, días después escucharon por radio cómo Kony ordenaba «matar a todos los curas». «Ayer dormí porque tomé un Valium», dice el padre Carlos. En solidaridad con los niños, él y otros religiosos, incluido el obispo de Gulu, pasaron cuatro noches a la intemperie con ellos. Ningún Valium podría haber vencido esas noches de frío y miedo.