Para que exista paz en Guatemala (y en cualquier otro lugar) debe existir previamente Justicia
A mi hija le abrieron el pecho, le sacaron el corazón… ¿Qué culpa tenía mi niña?”, fue el relato de Francisco, uno de los sobrevivientes ixiles que con su testimonio en lengua indígena contribuyó para que el exdictador guatemalteco José Efraín Ríos Montt sea condenado a 80 años por genocidio.
Diecisiete meses (de marzo de 1982 a agosto de 1983) le bastaron al dictador para victimar a 1.771 ixiles, forzarles a desplazarse, quemar sus campos, violar a sus mujeres, privarles de alimentos, torturarlos. Ríos Montt no reparó en usar toda la fuerza del Ejército para ensañarse con una población que para las clases dominantes de Guatemala sólo valía para trabajar el campo o ser sirviente en sus casas.
Ríos Montt calificó su condena de “show político internacional que afecta el alma y el corazón de los guatemaltecos”. Estas palabras absolutamente irracionales, como todo lo que dicen y hacen los dictadores, tropezaron de frente con Yassmin Barrios, una valiente jueza que se le plantó y le recordó que “para que exista paz en Guatemala (y en cualquier otro lugar del mundo) debe existir previamente Justicia. Las acciones violentas realizadas en contra de los ixiles no fueron espontáneas, fueron resultado de la concertación de planes elaborados”.
La intencionalidad de la dictadura fue demostrada por los expertos. Un perito de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala atestiguó sobre la exhumación de una fosa común que contenía los restos de 30 personas (siete mujeres, 16 niñas, cuatro hombres y tres niños) eliminadas entre 1980 y 1987. Relató el descubrimiento de una familia asesinada en términos desprovistos de emoción. Habló sobre el descubrimiento de los cuerpos —un padre matado fuera de su casa y una madre embarazada y sus dos hijas asesinadas dentro de la casa y encontradas en posiciones defensivas— indicando que fueron atacados por asaltantes con armas. Esto es corroborado con el testimonio de Juan, un sobreviviente ixil que contó cómo el Ejército quemó su casa, y junto a su esposa e hijos huyeron, mientras un helicóptero bombardeaba la montaña. “Los niños morían de hambre y del susto… Fuimos a buscar a mi patojo (niño), Pedro, de cinco años, ahí estaba tirado, mi chiquito muerto… (años más tarde), los antropólogos sacaron los restos de mi patojito. (Ahora), por fin está enterrado en el cementerio de (municipio) Cunén”,
Este acto de justicia no devolverá la vida a los asesinados, ni la calma a las miles de mujeres violadas, tampoco las casas y los campos quemados a los mayas-ixiles, pero sienta precedente de que es posible hacer justicia en cualquier lugar del mundo, para quienes vivieron siglos de exclusión.
Autor: Lucía Sauma