Mientras se llevan el oro, los diamantes, el petróleo, el uranio, la madera y lo demás, nos envían ONGs.
Donato Ndongo. Mundo Negro diciembre de 2007
La detención en Chad, hace pocas semanas, de los responsables una ONG francesa y la tripulación de una compañía aérea española, debiera hacer reflexionar sobre determinadas formas de «ayuda humanitaria». Muchos africanos llevamos tiempo llamando la atención sobre la actuación de las mal llamadas Organizaciones No Gubernamentales. Nadie nos escucha. Peor aún, esas críticas sólo suscitan recelo: las ONGs tienen tanto poder en las sociedades desarrolladas que su cuestionamiento resulta políticamente incorrecto. Es injusto generalizar, sí; pero cuando se vive en Europa o en Estados Unidos, y se conoce África por ser de allí y haber pateado varios de sus países, se siente amargura al comparar lo que se dice aquí para conmover los corazones con la realidad vivida sobre el terreno. El nombre ya es engañoso: no son independientes de los Gobiernos respectivos, pues la mayoría se financian en gran parte con fondos gubernamentales. Y como se ha demostrado en esta crisis, algunas realizan actividades muy alejadas de los fines que proclaman, y sus cuentas no siempre son claras. ¿Quién las controla?
Está documentado que tanto la cooperación oficial como esas organizaciones destinan buena parte de sus recursos a gastos de infraestructura -los salarios de sus gestores y cooperantes, sus cómodas viviendas, los vehículos todo-terreno…-, y sólo una exigua porción de los fondos venga a cumplir los objetos asistenciales. Y es otra verdad Irrefutable que las ONGs sirven de coartada a sus países de origen y a los Gobiernos con los que cooperan: lavan la mala conciencia de aquellas, que creen cumplido su deber de ayudar a los pobres; y sustituyen a éstos, al realizar las tareas exigibles a nuestros gobernantes; todos quedan satisfechos y, en vez de promover el desarrollo, nuestros políticos pueden ingresar los pingües benéficios de nuestras materias primas en sus cuentas abiertas en los países desarrollados.
¿No es anormal que países tan ricos como la República Democrática de Congo, Nigeria, Angola, Guinea Ecuatorial, Camerún o Congo-Brazzaville necesiten asistencia externa? ¿Es «normal» que ciudadanos bienintencionados, conmovidos por la pobreza lacerante, donen su dinero para socorrer a unos países cuyos dirigentes se cuentan entre los más acaudalados de la Tierra? ¿Cuándo se comprenderá que África no necesita caridad, sino justicia y libertad, base del desarrollo? ¿Las ONGs no ven en cuanto decimos argumento suficiente para cambiar el modelo de cooperación?
La publicidad de no pocas de ellas es, sencillamente, humillante. Ni en África un euro diario basta para vivir. Los negros no engendramos hijos para darlos en adopción. Y esos niños tienen padres, madres, hermanos, tíos, primos, abuelos… ¿Qué hacemos con ellos? ¿También deben ser adoptados? ¿Beneficia a un niño arrancarle de su medio para trasplantarle a una sociedad diferente? En tal caso, mejor vaciar África de africanos, traerlos todos a los países ricos, y terminar así con la miseria de ese continente. Campañas como esa tienen otros efectos perniciosos: en Occidente, la imagen de los africanos es la de seres desvalidos, incapaces de asumir sus propios retos, resolver sus propios problemas, vivir sin la ayuda de los demás. Y eso es mucho peor, al despojarnos de lo más importante: la dignidad.
Está dicho en otras ocasiones: la única ayuda que necesita África es que los ciudadanos y los dirigentes del mundo desarrollado se persuadan de que la miseria es consecuencia del neocolonialismo. Los africanos somos maduros y podemos regirnos a nuestro modo. Que nos dejen resolver nuestros asuntos, que no nos saqueen, que no nos impongan dictaduras que nos impidan vivir en nuestra tierra, de la que huimos en tromba, escapando de la pobreza o de la represión. Es lo único que necesitamos. Lo otro es barnizar la injusticia: mientras se llevan el oro, los diamantes, el petróleo, el uranio, la madera y lo demás, nos envían ONGs, que solo resuelven una millonésima parte de nuestras ingentes carencias. Un intercambio demasiado desigual.