¿Las ideas tienen dueño? ¿Son realmente de alguien? Tal vez las malas sí. Pero ¿y las buenas? Entre las grandes convenciones jurídicas de nuestra sociedad destaca la de la propiedad intelectual. Sin embargo, los productos de la inteligencia humana, que de momento podemos llamar “ideas” para no marear la perdiz, por su propia naturaleza encajan muy mal con la propiedad privada.
Al menos esto se desprende de 2.500 años de reflexión filosófica sobre el tema. Y si solamente fueran estos 2.500 años la cosa no sería tan grave. Pero es que además de Wittgenstein, Husserl,Hegel, Kant, Descartes o Platón está también, ahora, internet; y esta coincidencia de la fuerza de la tradición con la fuerza de la novedad es algo ya mucho más serio.
La necesidad de reconocer el problema
Viene esto a cuento por dos aspectos de nuestras vidas que me parecen cruciales y, sin embargo, muy desatendidos. El primero es que, probablemente, una de las inercias mentales más peligrosas e irracionales de nuestra cultura es un desaforado culto al talento individual que distorsiona lo que la inteligencia y el talento humanos realmente son y que, de paso, está arruinando la infancia de millones de niños inmersos en una desaforada y cómica carrera paterna por obtener para su hijo el título oficial de genio. El segundo es la imparable corrosión de nuestra argumentación tradicional sobre la propiedad intelectual por parte de las nuevas tecnologías.
La cuestión es si el teorema de Pitágoras pertenece a Pitágoras más que al profesor que lo enseña o al estudiante que lo ha comprendido justamente ayer, acaso con la inestimable cooperación de algún progenitor recién llegado a casa. Y la respuesta más consensuada que la filosofía arroja en este punto es clara: no. El teorema no pertenece a Pitágoras más que al estudiante. Sí pertenece, sin embargo, al progenitor de nuestro ejemplo el mérito moral de sentarse con su hijo frente a un libro a las nueve de la noche, pero este mérito no se puede transferir del padre al hijo como se transfiere la comprensión del teorema de Pitágoras. Y es que el trabajo o la virtud de las personas son realidades intrínsecamente privadas, pero la inteligencia no. A diferencia de la virtud o el trabajo, la inteligencia y sus productos se pueden traspasar y, además, no tienen dueño; en realidad sólo son buenos cuando son de todos.
Una teoría general y nueva de la inteligencia es, pues, algo que nos está haciendo mucha falta. Pero, mientras la esperamos, y mirado con serenidad y distancia, no dejamos de encontrar algo curioso en una civilización que asume que tener un hijo o ver antes que nadie cómo sube una tarta en un horno no nos convierte en propietarios exclusivos del niño o de la tarta y, en cambio, tener una idea o verla antes que los demás sí nos convierte en propietarios exclusivos de esa idea.
La piratería y el nuevo contexto tecnológico
Vincular al talento personal o a la inteligencia de alguien la defensa de su propiedad intelectual es un grave error argumental. Lo único que puede fundamentar con rigor la privacidad de lo que los seres humanos hacemos es la cualidad moral -es decir, el bien- o el trabajo, que es una forma concreta de bien. Sólo la libertad y la materia pueden ser individuales, la verdad o la belleza no se dejan poseer por nadie, tienden por sí mismas a la copia ilegal; ser pirateables y pirateadas forma parte de su propia definición.
En una de sus últimas visitas a España, Richard Stallman -paladín del software libre- recordaba ante un público entusiasta de jóvenes informáticos que los piratas son gente que roba cosas a otros para quedárselas y que, por tanto, llamar pirata a gente que comparte desinteresadamente cosas legítimamente suyas es el colmo de la manipulación mediática.
¿Aún son necesarios los genios?
Desde el punto de vista de la utilidad social suele recordarse que investigar, crear o inventar es arriesgado y costoso.
En primer lugar, durante el siglo XX hemos descubierto que hay muchas creaciones factibles que algunos humanos preferiríamos que nadie llevara a cabo, con lo que la protección social del no producir empieza a ser tan importante como la protección social del producir. En segundo lugar, crear e investigar no es una carga, es una vocación natural del ser humano y la colectivización imparable de esta actividad va consolidando un contexto nuevo en lo que se refiere a la gestión social de nuestra inteligencia. Las licencias del tipo creative commons incrementan significativamente la capacidad de construcción de conocimiento socialmente valioso y la Wikipedia demuestra que el altruismo puede asumir en la ciencia y el arte una función impredecible por la mayor parte de nuestros modelos económicos.
Es posible, pues, que dentro de poco ya no necesitemos genios y es posible, también, que liberarnos de la figura del genio creador y de su mística social tenga en el siglo XXI efectos tan saludables en el terreno de la creación intelectual como librarse de la figura del aristócrata lo tuvo en el terreno de la democracia.
Fuente: El Confidencial, Ignacio Quintanilla Navarro (extracto)