¿Quería Dickens cristianizar el Mundo?

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Hubo un tiempo en que en muchos hogares del mundo, muchos más que los de ahora, por lo menos, se leía regularmente la Biblia en familia. El paulatino abandono de esta costumbre tradicional fue observado por el gran poeta cristiano T.S. Eiot (importantísimo desde el punto de vista de su labor crítica para la difusión y promoción de una buena parte de la mejor literatura de la primera mitad del siglo pasado) como una pérdida de grueso calibre no sólo para la religiosidad, sino para la cultura en general

La Sagrada Escritura educa en todo sentido en el espíritu religioso judeocristiano, pero también, en términos de una amplitud incomparable, en una sensibilidad hacia la palabra, la belleza y el saber apreciar lo que son los tesoros culturales de la Humanidad, vengan de donde vinieren. Eliot insistía en ello, como también lo había hecho antes Goethe, un agnóstico que tenía en alta estima al cristianismo.

En una época en que la buena lectura estaba más extendida, al lado de la Biblia no faltaban libros en las bibliotecas familiares que también muchos leían con avidez o, al menos, se encontraban en esos hogares esperando algún día el contacto amable con las manos de algún lector curioso. Era la época en que musicalmente sólo existían los discos de vinilo y también toda familia de clase media o alta poseía en ellos cierta música, si no las composiciones clásicas más admiradas, las de alguna calidad entre la música popular o folclórica de moda o de vieja data, pero conservada en la memoria colectiva.

Entre los autores de esos libros amables había uno que sobresalía con creces: Charles Dickens. ¿Quién, entre las pasadas generaciones, si no gracias al libro o a las transposiciones cinematográficas, no había oído hablar del señor Scrooge, Oliver Twist o David Copperfield? Incluso al lado de los comics de Batman o el Pato Donald asomaban tímidamente la cabeza las ediciones (casi siempre abundantes en ilustraciones, como le gustaba al propio Dickens, un amante del dibujo, tanto propiamente gráfico como literario) de una que otra novela del escritor inglés.

Los padres de familia estaban convencidos, con mucha razón, de que la lectura de una o varias de ellas podía ser muy beneficiosa para sus hijos en el tránsito de la niñez a la adolescencia, de ésta a la juventud, y de la juventud a la madurez, y, desde luego, para ellos mismos. Dickens puede ser visto como el escritor por excelencia de la familia y del hogar (El grillo del hogar), de la niñez y de la solidaridad social; un autor que, como diría Beethoven, escribía desde el corazón para el corazón.

Si no somos capaces de experimentar ese estremecimiento, si no podemos gozar de la literatura, entonces dejemos todo esto y limitémonos a la televisión y a la novela de la semana

Uno de los mejores conocedores de su obra, el escritor ruso y estudioso de la literatura Vladimir Nabokov, lo exponía así, a propósito de una de sus novelas: “Todo lo que tenemos que hacer al leer Casa desolada es relajarnos y dejar que sea nuestra espina dorsal la que domine. Aunque leamos con la mente, el centro de la fruición artística se encuentra entre nuestros omóplatos. Ese pequeño estremecimiento es con toda seguridad la forma más elevada de emoción que la humanidad experimenta cuando alcanza el arte puro y la ciencia pura. Rindamos culto a la médula espinal y a su hormigueo. Enorgullezcámonos de ser vertebrados, pues somos unos vertebrados en cuya cabeza se posa la llama divina. El cerebro no es más que la prolongación de la médula pero el pabilo recorre toda la vela de arriba abajo. Si no somos capaces de experimentar ese estremecimiento, si no podemos gozar de la literatura, entonces dejemos todo esto y limitémonos a la televisión y a la novela de la semana. Pero creo que Dickens demostrará ser más fuerte”.

El caso de Barnaby Rudge

Entre su abundante obra, Dickens tiene una novela frecuentemente mal valorada por los corazones fríos o por quienes se lamentan de que su prosa es demasiado emotiva y sentimental, pese a los elogios de Nabokov, Franz Kafka, quien envidiaba su talento para la narración, o Fiodor Dostoyevski, a quien le parecía encomiable el cristianismo del que hacía gala. Se trata de Barnaby Rudge, una novela histórica, género al cual el escritor aportó igualmente su Historia de dos ciudades; la primera está ambientada en tiempos de los desórdenes londinenses de 1780, mientras la segunda se desenvuelve en el marco de la Revolución Francesa; las dos obras tienen mucho en común, sobre todo por ser estudios desgarradores de la psicología de las masas y del fanatismo, ese verdadero fanatismo sanguinario y destructor que fácilmente puede llegar a dominar las mentes y los actos de los enemigos más salvajes y recalcitrantes de la fe.

Barnaby es un chico que padece una cierta insuficiencia mental, producto de una unión finalmente no deseada por su madre con un individuo de baja calaña, artero y brutal, uno de los protagonistas de la revuelta por sus odios personales. Barnaby peca ante todo por ingenuo y crédulo, puesto que realmente no es un completo retrasado.

Durante los desórdenes del año mencionado, producto de las maquinaciones políticas lideradas por Lord George Gordon, un anglicano que abriga un odio visceral contra los católicos, el chico se relaciona con agitadores populares, a cual más resentido y lindante con actitudes propias de la peor delincuencia, disfrazada de sentimientos antipapistas.

Los desórdenes, consistentes en una encarnizada persecución contra los católicos, a quienes se les queman oprobiosamente las casas y se les obliga a huir de Londres (son hechos históricos), no son controlados por el ayuntamiento de la ciudad, cómplice por varios días de la insania de Gordon, un escuálido jefe religioso y parlamentario lleno de complejos y limitaciones, tanto físicas como psicológicas, magistralmente descritas por Dickens. Al fin intervienen las tropas oficiales tratando de poner fin a los desmanes de las masas, cuando ya la destrucción ha sido dantesca y espeluznante, incluyendo la quema de una prisión que cobra muchas víctimas entre los mismos presos, a quienes se buscaba favorecer para liberarlos.

Una de las primeras decisiones revolucionarias ha sido siempre la de romper cadenas en las cárceles para reclutar asesinos que se pongan al servicio del caos y la muerte, como también lo muestra sobrecogedoramente el novelista inglés en Historia de dos ciudades; por lo demás, la crueldad y sadismo de los ejércitos populares y los servicios de inteligencia de los Fouché y Beria en la Francia revolucionaria y la Rusia comunista, respectivamente, o en la Venezuela de un Nicolás Maduro, requiere de tal tipo de antisociales.

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