Isha y China son dos africanas con muchas cosas en común: haber sufrido en su propia piel las guerras que se desarrollaron en sus respectivos países, Sierra Leona y Uganda…
Por África G. Gómez
Isha y China son dos africanas con muchas cosas en común: haber sufrido en su propia piel las guerras que se desarrollaron en sus respectivos países, Sierra Leona y Uganda. Isha Kondek, sierraleonesa, 21 años, con tan sólo 12 años fue la mujer de un capitán del Frente Revolucionario Unido. China Keitetsi, 28 años, ugandesa, a los ocho años se unió al Ejército de Resistencia Nacional de Yoweri Museveni, en aquel entonces líder de la guerrilla que luchaba contra Milton Obote. Ésta es la historia de sus vidas.
Isha Kondek tiene ahora 21 años.
Fue secuestrada en 1996, cuando tenía 12. «La primera vez que vi a los rebeldes –asegura- estaba de vacaciones con mis abuelos en Kakuna, una aldea fronteriza con Guinea-Conakry. Estudiaba cuarto de primaria y pertenecía a una familia de siete hermanos de padre mandinga y madre mende. Estaba plantando cacahuetes en una granja cuando se produjo el ataque. El hombre que me secuestró prometió a mi abuelo que me llevaría con mi madre. Se llama capitán Alí, y a los pocos meses dejó de ser mi jefe y se convirtió en mi marido. Me trató con cariño hasta que me quedé embarazada. Fue entonces cuando empezó a golpearme e insultarme. Durante la ofensiva de enero de 1999, Alí secuestró a otra joven. A partir de entonces ya no me daba de comer y tuve que mendigar. Las peleas eran continuas. No me gustaba la vida en la selva y me acordaba de mi mamá. Al perder el respeto de Alí, otros militares me maltrataban. Un oficial me amenazó con cortarme una mano. Algunos guerrilleros mataban a sus mujeres después de violentas discusiones o si las veían coquetear con otros hombres. Cuando una niña secuestrada era deseada por diferentes comandantes, peleaban hasta la muerte, y el ganador se la quedaba como trofeo. Marion era mi mejor amiga, la que me suministraba la droga. Hace unos meses me la encontré en una calle. Llevaba traje y armamento nuevo y había decidido combatir junto al ejército progubernamental. Paró su coche y me invitó a irme con ella. Pero yo le dije que estaba cansada de la guerra».
La historia de Isha aparece en el libro del periodista Gervasio Sánchez, Salvar a los niños soldados, en el que el misionero javeriano José María Caballero en el centro St. Michael, de Lakka, a las afueras de Freetown, capital de Sierra Leona.
Isha Kondek llegó al centro de Lakka con un bebé de pocos meses en los brazos. Famélico y desnutrido, el bebé murió a las pocas semanas. Isha fue una de las miles de chicas de la guerra utilizadas como esclavas sexuales. Embarazadas, o veces las obligaban a abortar, o perdían a sus hijos después de brutales palizas.
Hoy, Isha es una joven de 21 años. «Está inscrita en el programa de rehabilitación. A veces está dentro y a veces está fuera. Lo está intentando, pero cambiar de vida no es fácil», asegura Chema Caballero. «Ahora está haciendo pequeños negocios, vende cacharros de plástico, cubos, vasos, jarras, … De vez en cuando desaparece y al poco tiempo aparece en la casa de acogida y hay que empezar de nuevo con ella».
Se calcula que unos 20.000 niños fueron secuestrados en Sierra Leona, por grupos armados regulares (ejército, policía, defensa civil) e irregulares (guerrilleros y golpistas). Se cree que entre unas 55.000 a 65.000 mujeres y niñas pudieron sufrir algún tipo de violencia sexual durante la guerra. Según un informe de la ONG norteamericana Phisycians for Human Rights, titulado Guerra y violencia sexual en Sierra Leona: imposición a la población, el 53 por ciento de las mujeres y niñas desplazadas que han tenido algún tipo de encuentro con la guerrilla del Frente Revolucionario Unido, sufrieron alguna forma de violencia sexual por parte de los rebeldes. Se cree que el mayor número de abusos se produjo entre 1997 y 1999.
Ocultas en las aldeas
En los primeros momentos del fin de la guerra, Chema Caballero estuvo inspeccionando aldeas de la zona de Kano, al este del país, para ver en qué situación se encontraban las niñas y jóvenes víctimas de abusos sexuales, que estaban allí abandonadas, muchas de ellas con sus bebés. «Tenemos frente a nosotros un reto difícil, puesto que las heridas de estas amantes y madres forzosas son, si cabe, más profundas y más difíciles de cerrar. Se enfrentan al silencio, al ostracismo, a una gran dificultad para superar el trauma, pues es difícil que hablen de lo sucedido cuando el tema del sexo es tabú en esta sociedad. A todo eso se suma el temor a las represalias contra sus hijos y el abandono por parte del amante-marido. Por todo ello se ven forzadas a permanecer en la sombra», explica Chema. Muchas de estas adolescentes y jóvenes madres terminan ejerciendo la prostitución para poder sobrevivir.
«De momento hemos conseguido abrir un centro para chicas embarazadas o con niños. Pero nosotros –dice refiriéndose a su congregación, los javerianos- no estábamos preparados para este trabajo. Se ha hecho cargo de ellas la ONG italiana COOPI, que puso en marcha un equipo de expertos en abusos sexuales, que ofrecía ayuda psicológica, trabajadoras sociales… Hemos conseguido recuperar a alguna de estas chicas, que poco a poco vayan hablando para superar el trauma, pero el proceso es muy lento. Hemos conseguido que algunas de ellas sean aceptadas por sus familias, las que no se han reintegrado en las aldeas, se las va buscando algún empleo para que puedan ser independientes. Algunas se han casado…
A estas chicas hay que darles oportunidades para que aprendan un oficio y puedan ser independientes. Una chica no va a salir ella sola porque probablemente no pueda volver con su familia, y hasta que no tenga una independencia no va a poder decir: «yo a éste, le dejo». Está secuestrada, está sometida por unos lazos culturales a este hombre, y al mismo tiempo no tiene un medio de vida, por lo que depende de él, aunque sea la cuarta o quinta mujer. Porque si no la única salida será la prostitución, sobre todo en la capital, que es donde están las tropas de Naciones Unidas». Y añade: «Sí, es una pena, pero las tropas de las Naciones Unidas son las que están fomentando la prostitución infantil. Lo mismo pasó en Camboya, lo mismo ha pasado en Bosnia y lo mismo ha sucedido en Sierra Leona. Hemos estado mucho tiempo denunciando el tema. Al principio lo negaban, decían que no era verdad, y ahora reconocen que es un verdadero problema».
Parece ser que el caso de los abusos sexuales y violaciones a menores por parte de los cascos azules de la Misión de las Naciones Unidas en la R.D. de Congo, que recientemente ha salido a la luz, no es un caso aislado.
«El problema que tenemos ahora –me cuenta- es que muchísimas ONG, como la italiana COOPI han tenido que cerrar algunos de sus programas de ayuda por falta de fondos. Una vez terminada la guerra llegaron muchos fondos para la reconstrucción. Peor ahora que ya han pasado cinco años, Sierra Leona no interesa y los fondos que hay para cooperación se destinan a Afganistán, Iraq o Sudán», dice un poco decepcionado.
A pesar de las dificultades, Chema prefiere ser optimista y destacar los resultados positivos. «Hemos conseguido tener éxito con cuatro chicas. Estas chicas llevan casi dos años fuera de la prostitución., Hay una quinta que ha conseguido salir. Con el resto sólo podemos tener las puertas siempre abiertas, para que vengan cuando lo necesitan, y a lo mejor un día conseguimos que dejen todo».
China Keitetsi, soldado a los 8 años
China Keitetsi estuvo enrolada en el Ejército de Resistencia Nacional (NRA en siglas inglesas) de los 8 a los 18 años. Su experiencia en la guerrilla la marcó para siempre. «Las cicatrices no se ven, pero todavía tengo el corazón herido», balbuceaba con voz débil y entrecortada China Keitetsi, ante los periodistas que escuchaban atónitos su historia, en la rueda de prensa que convocó Amnistía Internacional dentro de su campaña Armas bajo control.
Nació al oeste de Uganda en 1976. A los 8 años se escapó de casa de su padre y de su madrastra, harta de recibir palizas y desprecios. Un día vio pasar a un grupo de rebeldes del Ejército de Resistencia Nacional de Yoweri Museveni, en aquel entonces aún líder de la guerrilla que luchaba contra el presidente Milton Obote. Entre sus filas observó a niños y niñas. Envidió a esos chicos y chicas que vestían uniforme militar… y decidió unirse a ellos. Con tan sólo nueve años empuñó su primer fusil, del que no se separaría hasta cumplir la mayoría de edad. En el camino de la lucha perdió la infancia, la inocencia y la dignidad de niña-mujer.
«A los 15 años no puedo recordar el número de hombres que habían abusado de mi cuerpo», relata con una mezcla de rabia y vergüenza en su rostro. También aprendió disciplina militar. «Nos decían que el fusil sería, desde entonces, nuestro padre y madre. No me enseñaron a amar. Sólo me enseñaron a obedecer y decir sí señor». Todavía hoy, diez años después, le duelen las heridas abiertas. «Muchas de mis amigas se suicidaron. El ejército era nuestra casa hasta el día de nuestra muerte. Digo «amigas», pero no sabíamos qué era la amistad, porque nos traicionábamos entre nosotras con tal de ganarnos al jefe».
Pronto, a los dos años de luchar en la guerrilla, su jefe Yoweri Museveni se hizo con el poder, en 1986, y China pasó a trabajar como guardaespaldas de un comandante. Cuando cumplió 18 años huyó de Uganda, dejando atrás un hijo que tuvo a los 14 años, y llevando un nuevo hijo en su seno. Cruzó todo el continente hasta llegar a Suráfrica. Allí, después de tocar fondo, pidió el estatuto de refugiada, arguyendo que el gobierno ugandés la perseguía por haberse fugado del Ejército.
En 1999 el ACNUR la envió a Dinamarca. «Todo esto parece que ocurrió ayer. La situación que sufrimos acabó con nuestros sueños, con nuestra infancia. Como resultado de los malos tratos, perdimos nuestra dignidad de mujeres. A mi hijo le vi por primera vez después de diez años, en agosto del año pasado. Ahora tiene catorce años. A mi hija hace siete años que no la veo. Tengo que ir a Suráfrica, a reencontrarme con ella», comenta ilusionada.