Ser sacerdote en México sigue siendo una vocación de riesgo. Sin ir más lejos el pasado sábado el padre Genaro, de 62 años, fue hallado asesinado en su parroquia de las afueras del Distrito Federal después de un robo.
Según el Arzobispado, en la última década ha habido 20 asesinatos y un 20% de los 15.000 sacerdotes que hay en el país ha recibido amenazas directas del crimen organizado. La paradoja es que a unos y a otros les une la devoción guadalupana y su capacidad para llegar a los lugares más alejados del país, donde el Estado ni está ni se le espera.
Precisamente, en los pueblos remotos es donde son más vulnerables los más de 1.000 sacerdotes que han denunciado amenazas de muerte o intentos de extorsión en los últimos años. Su trabajo con los emigrantes que van rumbo a Estados Unidos, con drogadictos, con niños de la calle o con antiguos sicarios en rehabilitación los ha puesto en el punto de mira de los cárteles de la droga. Sus nombres y casos aparecieron en el estudio Neopersecución de los sacerdotes en México, elaborado en 2009 por la Conferencia Episcopal.
Pero el papel de la Iglesia en México está repleto de héroes anónimos como el padre Alejandro Solalinde, quien, protegido únicamente con la cruz que le cuelga del cuello, ha arrebatado al narco a docenas de emigrantes víctima de la explotación de las mafias, refugiándolos en su parroquia.
En marzo de 2011, la Corte interamericana de Derechos Humanos exhortó al Gobierno a redoblar esfuerzos para prevenir los abusos contra los emigrantes y el acoso al trabajo de los defensores de las víctimas. En concreto, citó el nombre del padre Solalinde. Tuvo que llamarle la esposa del presidente mexicano para que aceptara que un grupo de policías vigilaran el lugar ante las amenazas cada vez más fuertes del cártel de los Zetas.