Mis padres siempre me contaban que los acuerdos entre los vecinos (un préstamo, una venta…) se firmaban con un apretón de manos, y eso era “sagrado”. La deshonra, la vergüenza y humillación que suponía el incumplimiento de lo pactado era tan fuerte que no requería pruebas legales para su validez.
Ello era posible porque el ambiente moral y espiritual que impregnaba a la población tenía gran peso el amor a la verdad. La mentira, la inmoralidad…, eran pecados con los cuales no se podían comulgar. Es de destacar como esas vivencias de honradez son las que cuentan con mayor orgullo nuestro mayores, y la mejor herencia que nos quieren transmitir.
Si normalizamos la mentira, normalizamos la inmoralidad creándose un clima de desconfianza, hastío y desesperanza.
En cambio, hoy la mentira campa a sus anchas. Lo vemos en nuestros ambientes e incluso podemos participar de ella. Y por supuesto, está instalada también en la política institucional. Se afirma con rotundidad una cosa y al día siguiente se dice sin ningún tipo de rubor la contraria, o que simplemente se ha cambiado de opinión. Ya no tienen valor los principios o la palabra dada, todo es manipulable, se puede faltar a la verdad sin tener mala conciencia. Si normalizamos la mentira, normalizamos la inmoralidad creándose un clima de desconfianza, hastío y desesperanza.
Así vemos a personajes públicos mentir para ocultar casos de corrupción. Ya Felipe González decía que sin una sentencia en contra no era corrupto, y desde entonces lo hemos escuchado de diferentes maneras en representantes políticos de uno u otro signo. La vida puede ser corrupta sin necesidad de esperar o no una sentencia. Lo que es legal no significa necesariamente el bien moral. Estamos viviendo unos momentos de calidad política bajo mínimos, donde la corrupción, las responsabilidades políticas, la justicia son relativas. Se defienden mentiras institucionalizadas para mantenerse en el poder, o se justifica la corrupción contraponiéndola a la corrupción de otros, aunque ello suponga romper la unidad de un país, la división de poderes, o alimentar posiciones sectarias y fanáticas. Ya no se asumen responsabilidades cuando se atenta al bien común, aprovechándose de su cargo o simplemente mirando hacia otro lado (pecado de omisión).
Hoy nos toca a nosotros, pueblo sencillo, exigir moralidad y justicia a todos los niveles. Necesitamos políticos, jueces, profesionales, un pueblo, que hagan con honestidad su trabajo regidos por la búsqueda de la verdad y el bien común. Tenemos experiencias de honradez que debemos transmitir a la nuevas generaciones, tal como lo vivieron nuestros abuelos. Eduquemos a nuestros hijos en el orgullo de la honradez, desde las pequeñas cosas, aborreciendo la mentira y amando, y buscando la verdad. Ello no deben ser solo palabras, sino testimonios personales e institucionales que vaya elevando el nivel moral de la sociedad, y ese es el camino de la libertad y la esperanza.
Carmelo Mármol