Sin padres no podremos ser hermanos. La figura del padre es atacada por grandes poderes.

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La autora reivindica la figura del padre, no como mera ‹‹variante›› en una supuesta familia «a la carta», sino como sujeto imprescindible en la dinámica de amor y responsabilidad que permite a la familia cumplir su función de ser Iglesia doméstica y reflejo de la Trinidad. A la vez,  denuncia los poderes que lo han ‹‹secuestrado›› impidiéndole cumplir su función.

Estos poderes han evolucionado a lo largo de la historia, pero están encarnados hoy día por el Imperialismo neocapitalista, una verdadera estructura de pecado capaz de fomentar las peores bajezas para conseguir sus objetivos de lucro y poder.

por Marta Lobatón

Descubriendo al padre

La importancia del padre en la formación psicológica del niño ha sido puesta de relieve, de modo muy particular, por el psicoanálisis, en sus diferentes escuelas y corrientes. A pesar de su peculiar lenguaje y sus modelos explicativos, a veces de difícil comprensión, tiene el mérito de haber puesto de relieve, a través de observaciones rigurosas, las esenciales aportaciones del padre en la formación identitaria de los hijos: superación del narcisismo y de la ‹‹omnipotencia›› infantil, descubrimiento del principio de realidad, identificación sexual masculina y femenina, aprendizaje de valores y normas…

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Con todo, los fenómenos que describe el psicoanálisis no son fenómenos atemporales, ajenos a la historia y a la cultura, una especie de dinámica determinista que se desplegaría inmutable en las relaciones personales desde el origen de la humanidad. En cambio, tales dinámicas psicológicas serían la expresión de un patrimonio cultural acumulado de educación adecuada de la infancia, es decir, logros o hallazgos resultado de una experiencia histórica laboriosamente construida por las comunidades humanas. En efecto, el ser humano no se relaciona instintivamente con sus semejantes, sino que construye, mediante el desarrollo de la cultura, su capacidad de gestionar sus impulsos, de vincularse constructivamente (amorosamente) con los demás a través del lenguaje y de prácticas y actitudes educativas concretas, progresivamente afinadas en el curso de la historia.

Padre e hijo (Toulouse, 1939). Fotografía de Walter Rosenblum, perteneciente a su serie ‹‹Refugiados españoles» (1946)

Tal proceso de humanización alcanzó logros importantísimos en la cultura judeocristiana, en gran parte gracias a su descubrimiento de la existencia de un Padre bueno y creador, que se revela y guía misericordiosamente el destino y el crecimiento espiritual de su pueblo elegido. Así lo expresa el salmista: ‹‹Eres tú quien ha creado mis vísceras/y me has tejido en el seno de mi madre/Te alabo porque me has hecho como un prodigio/Son magníficas tus obras//Señor, tú me escrutas y me conoces/Sabes cuando me siento y cuando me levanto/Penetras desde lejos mis pensamientos/me escrutas cuándo camino y cuándo reposo/Eres consciente de mi vida/Tú me conoces hasta el fondo//No te son ajenos mis huesos/Cuando me formabas en secreto/Tejiéndome en las profundidades de la tierra›› (Salmo 138). Este proceso de encuentro con el Dios bueno culmina con la encarnación de su propio hijo Jesucristo en una familia judía, a cuyas formas de crianza –al amor de José y a María–, se confió nuestro Señor… ‹‹y vivió sujeto a ellos» (Lc 2,51). La Iglesia, en consecuencia, ha valorado la familia (y, por tanto, las dinámicas padre-madre-hijo que en ella tienen lugar) como un tesoro de la humanidad.

¿Dónde está el padre? (Un patrón golpea a su ‹‹empleado›› de 12 años por retrasarse en el trabajo. Narayanganj, Bangladesh, 2005, fotografía GMB Akash)

Lejos de todo machismo, en la cultura judeocristiana el padre sólo adquiere sentido por su relación amorosa con la madre. Lo contrario (la violencia, el autoritarismo, el machismo, evidencia histórica innegable) es producto del pecado: una desviación de la voluntad de Dios y la tradición de la Iglesia. Como dice la pensadora católica mexicana María Pía Hirmas, la vocación de padre −y la de madre− es, simultáneamente, vocación esponsal. Aunque el papel que el padre asume en su relación con la mujer y el hijo no están desvinculados de sus rasgos biológicos (fuerza física, regularidad hormonal…) ni de sus rasgos psicológicos (capacidad de concentración intensa en una sola tarea, alto desarrollo de la percepción visual y visoespacial…),  rasgos que favorecen su función de proveedor y de protector, su papel queda definido, ante todo, por su complementariedad con la madre.

La madre, en cuyo seno se engendra el niño, marca el tono de la relación afectiva al vincularse de un modo sorprendente con quien ha llevado en su interior durante los meses del embarazo, compartiendo su cuerpo, y al que ahora, desprendido el cordón umbilical, aun va a seguir alimentando con su propio cuerpo mediante la lactancia. Este vínculo de apego e intimidad será fuente de un amor incondicional, de ternura y acogida, de seguridad, imprescindible para el desarrollo psicológico del niño. Pero tal vínculo cuenta con el apoyo y la sana réplica en el padre quien, al ser el que ‹‹engendra en otro» (como definiera Sto. Tomás), puede asumir esa función. Así, del amor combinado de ambos progenitores (igual, pero diferente), se desarrolla la dinámica psicológica que permite con el tiempo que el niño, sin perder su autoestima, se independice de la madre, con quien ha vivido –para su deleite– una relación absorbente y simbiótica, y aprenda (a veces dolorosamente) a someterse al principio de realidad y a desarrollar una identidad propia, aceptando la de los demás, siendo guiado por  la  autoridad del padre en el aprendizaje de normas, valores y tradiciones. Esta guía, orientación primera en la vida del hijo, es fuente de libertad para éste pues le proporciona el marco de sentido (de orden, de valores) en que la libertad puede ejercerse.

Gracias al padre, como señala el psicoanalista italiano Claudio Risé, autor de El padre: el ausente inaceptable, se produce una renuncia al caos, a la desmesura y al mal que ‹‹liga indisolublemente la relación con el padre con una experiencia espiritual, con la liberación de una experiencia exclusivamente horizontal, dominada por la materia››. De este modo, cuando se produce ‹‹el eclipse del padre terreno, su pérdida de sentido socialmente reconocido, se ve acompañado de un debilitamiento de la figura de padre divino en la experiencia humana. Se produce así una inmersión del hombre en una materia degradada, desanimada, desacralizada y, finalmente, la difuminación de la experiencia religiosa››. Benedicto XVI ha advertido igualmente de este riesgo afirmando que ‹‹tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el profundo consuelo contenidos en la palabra “padre” con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy no está suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre no presente en la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace difícil entender en profundidad qué significa que Dios sea Padre para nosotros››.

¿Dónde está el padre? (Niño esclavo en una fábrica de Bangladesh, 2005, fotografía GMB Akash)

Las sociedades sin padres

La sociedad en la que vivimos, despreciando toda esta experiencia, somete a la figura del padre a un constante acoso, sólo parejo con el que experimenta la figura del varón y de lo masculino, a los que (con razón) se vincula, con el ataque a la familia, el contexto en el que la función del padre cobra sentido y parejo, por fin, con la secularización de la vida y el desprecio al Dios padre, del que es reflejo.

El asedio al padre adopta múltiples formas. Desde una criminalización abierta, que vincula lo masculino con lo agresivo y violento y lo paternal con lo autoritario y opresor de la libertad ajena, hasta formas más sutiles de devaluación que operan neutralizando la diferencia padre-madre (al tiempo que la diferencia varón-mujer) y propiciando versiones unisex de paternidad-maternidad, a la postre indiferenciadas.

Se ha considerado, con cierta razón, que esta crisis de la figura del padre tiene su origen en la reacción antiautoritaria que eclosionó en los años 60 y 70, epitomizada en el mayo del 68 y en la revolución sexual en los EE. UU. Pero estas corrientes no hicieron sino poner el último clavo en el ataúd del padre que habían construido y seguirían construyendo aquellas fuerzas a las que decían aborrecer y contra las que pretendían rebelarse. El que fuera amigo de Lubac, Ratzinger y von Balthasar, el sacerdote francés Jean Marie Le Guillou, escribió en 1970, Evangelio y revolución, donde explica que la paternidad se había convertido en opresión insoportable para el 68 francés ‹‹al no transmitir ya la significación del mundo, al no saber ya, sino excepcionalmente, iniciar en la vida del espíritu››. Es decir, la reacción contra el padre traía ya causa de una previa desnaturalización de su figura.

A Lutero corresponde la responsabilidad de haber roto la unidad de la experiencia humana entre un reino de Cristo y un reino del mundo, impostando en este segundo el matrimonio. Con ello, Lutero «seculariza» el matrimonio y la familia, eliminando de la figura del padre su reflejo de la figura del Padre divino (de la que deriva su extraordinaria significación simbólica) y abriendo así la puerta, como dice el antropólogo Dieter Lenzen, a la posterior estatalización de la paternidad. También corresponde a esta corriente luterana la encomienda en exclusividad de la educación a la madre y a las educadoras femeninas, fomentando el ‹‹absentismo educativo›› de los padres.

El racionalismo cientificista y la exaltación de la libertad por la Ilustración conllevaron el rechazo de toda autoridad y tradición (incluida la de la Iglesia) considerada oscurantista e irracional. Precisamente, aunque en otro plano, Nietzsche, a la vez que el grito ¡Dios ha muerto! lanzaría otro contra el padre, considerando la paternidad el pecado original que aprisionaba al hombre. Estos movimientos del pensamiento inician simultáneamente un proceso de secularización, es decir, ‹‹de expulsión de la experiencia religiosa y de lo sagrado de la vida cotidiana» (Risé). La secularización, en palabras de Gilbert Durand,  ‹‹rompe la estructura tradicional del hombre –en la que la realidad humana y el mundo religioso estaban unidos– para orientarlo al mundo de las cosas, reduciéndolo y limitándolo al mundo de los fenómenos››. El tesoro que el padre transmitía y que avalaba su autoridad y su ley, ahora se desprecia.

Este endiosamiento de la propia razón y de la propia voluntad, con deprecio al padre Dios, alimentaba y se alimentaba, simultáneamente, un correlato material: la revolución industrial. Este fenómeno de organización productiva, heredero del racionalismo, fue responsable del desarraigo de millones de trabajadores agrarios, de cultura tradicional católica, llevados a las ciudades en condiciones miserables, donde fueron sacrificados en el altar del progreso y de la razón (y de cuyos beneficios, por supuesto, se apropió la gran burguesía industrial y financiera). Muchos de los hijos de estos trabajadores, ya sin padre, sea física o moralmente, fueron inmolados por millones en fábricas y en minas. Por su parte, el liberalismo –la doctrina económica detrás de estos cambios– consideró que todas las instituciones intermedias entre el Estado y el ciudadano eran perturbadoras de su razón de ser política y económica, a saber: la expansión y el dominio, es decir, el Imperialismo. Atacaron, por tanto, a la Iglesia (con desamortizaciones y exclaustramientos de religiosos y religiosas), a los sindicatos (con su prohibición) y a la familia obrera (a través de las jornadas interminables y de la miseria y su terrible corolario, el alcoholismo).

Siguiendo de nuevo Risé,  al inicio del siglo XX ‹‹se produce el abandono definitivo de la transmisión de padres a hijos de las artes y oficios y la sustitución de la empresa familiar por gran empresa […] que absorbe todas las energías del varón-padre, dejando las responsabilidades educativas a estructuras públicas o privadas, […] ya no se le pide que desarrolle su tradicional función de puente entre el individuo joven y la sociedad, […], no puede enseñar que el amor se expresa, ante todo, en la responsabilidad y el cuidado de los demás, a la que su propia organización psíquica lo predispone. Debe, en cambio, enseñar el egoísmo, el cálculo y el interés que es profundamente contrario al “programa” paterno, intrínsecamente comunitario […] Este padre, incluso cuando está presente físicamente, ya sólo transmite bienes, dinero, pero ya no valores ni sentido››.

Los totalitarismos del siglo XX también habrían sido colaboradores necesarios en la destrucción del padre (y, consiguientemente de la familia) al ahondar en el sujeto devoto del régimen, en el hombre-masa, sometido al partido, al que entregaría todo su poder físico y moral, incluida su autoridad doméstica. Las guerras mundiales, a las que tales totalitarismos abocaron, terminaron de alejar –en muchos casos para siempre– a los padres de sus familias.

Las dos guerras mundiales –fruto del marasmo consiguiente a los sucesivos colapsos cíclicos del capitalismo industrial– pudieron dar la impresión de haber hecho la tabula rasa sobre la que los jóvenes revolucionarios construirían una nueva cultura, pero, de hecho, los grandes capitales se habían seguido acumulando al otro lado del Atlántico y sentando las bases de un neocapitalismo renovado que iba a seguir reclamando su sacrificio en la dedicación absoluta y total del obrero (incluida ahora la clase burocrática burguesa y el trabajador de cuello blanco), en el abandono de los hijos (que se incrementaría con la incorporación de la mujer al mundo laboral merced a una pretendida ‹‹liberación›› femenina) y la puesta absoluta de todas sus energías al servicio de la producción y el consumo. Su función de referente, de autoridad, de guía (también espiritual), de reflejo de Dios padre, quedaban sustituidas por el poder burocrático del Estado y la gran empresa. Los hijos ya no iban a poder ver a sus padres como referentes dignos de respeto y escucha, pues otras instancias habrían usurpado esa función. De paso, el Estado se libraba de las únicas fuerzas capaces de hacerle frente: la familia y la Iglesia católica.

Las propuestas ‹‹culturales›› dominantes desde el final de la Segunda Guerra Mundial, han estado diseñadas para afianzar estas ‹‹sociedades sin padres››. La revolución sexual y la píldora anticonceptiva desligaron el sexo de la vocación esponsal, de la apertura a la vida y de la responsabilidad paternal; el aborto procuró una aberrante normalización del homicidio de los propios hijos y la consiguiente conversión de todo padre o madre en un potencial homicida; la inseminación artificial, los bancos de óvulos y esperma, el divorcio, la exaltación y normalización de ‹‹nuevos modelos de familia›› han desvinculado al padre de la procreación y del cuidado de los hijos; la normalización de la homosexualidad y la adopción de niños por parejas homosexuales han desnaturalizando simultáneamente maternidad y paternidad al negar su necesaria complementariedad de ambos, con consecuencias catastróficas en la identidad sexual de los hijos. Se explica también la proliferación de drogas (incluidas las legales como Ritalín o Prozac recetadas por médicos y psiquiatras), empleadas para compensar las desviaciones de conducta más perturbadoras, derivadas (con algunas excepciones) de modelos de convivencia familiar alterados, donde la ausencia de normas y contención  (prerrogativa tradicional del padre) genera ansiedad, hiperactividad, agresividad o depresión de niños y jóvenes.

¿Dónde está el padre? ¿Quién educa a nuestros hijos?

El último episodio de esta deriva cultural lo escriben el movimiento LGTBI, la ideología de género, el movimiento queer y otras corrientes ya abiertamente deconstructoras de la antropología tradicional de raíz judeocristiana. Las formas de vida propiciadas por los defensores de estas concepciones del ser humano son el resultado objetivo de formas patológicas de maduración. Sin embargo, sus defensores optan (como mecanismo defensivo y de autoafirmación) por normalizar sus patologías y patologizar, en cambio, la normalidad que a ellos les fue negada. Tal maniobra autodestructiva de autoafirmación, al estar carente de todo anclaje en la verdadera naturaleza humana, requiere un fuerte nivel de manipulación simbólica de la realidad, de una poderosa ideología (en el peor sentido de la palabra: la desconexión absoluta de la idea con la realidad) y de una agresiva estrategia de silenciamiento del discrepante mediante su criminalización (con acusaciones falsas de homofobia o de empleo de ‹‹terapias aversivas», etc.).

Esa es la cosecha que contribuyeron a sembrar quienes con sus revoluciones culturales quisieron librarse del padre opresor y violento sin sustituirlo por el padre bueno, con el modelo misericordioso de Dios y el de José, el varón casto al que se eligió para educar a su hijo.

El nuevo capitalismo tras la Segunda Guerra Mundial recogió los frutos de su secuestro del padre en forma de trabajadores compulsivos y personalidades desviadas: individuos con competitividad exacerbada, consumidores ávidos y ciudadanos infantilizados, incapaces de cultivar ideales para la realización espiritual propia y de sus hijos. Hijos huérfanos de autoridad y de sentido de vida (pero con un poder adquisitivo creciente), estancados en el narcisismo, autocentrados, caprichosos y, en muchas ocasiones, violentos. Paradójicamente, tales personalidades son requeridas por el neocapitalismo porque son funcionales a sus fines.

Esta herencia ha sido retomada con deleite y potenciada por el actual imperialismo neocapitalista,  nieto del que Pio XI, en 1931, ya denominó ‹‹imperialismo internacional del dinero›› (cfr. Quadragesimo año, 109). Se trata de un sistema mundial (globalizado) de explotación y saqueo de recursos naturales, producción frenética, inducción al consumo y acumulación de riqueza que vincula entre sí, a través una compleja red de intereses comunes y de mecanismos formales e informales de coordinación, a instituciones económicas, políticas y culturales tanto estatales como supraestatales, públicas y privadas (gobiernos, empresas, organismos internacionales, conglomerados multinacionales, órganos de coordinación económica a nivel mundial como el Foro Económico Mundial –Davos–, el Club de Bilderberg…). Este imperialismo coopta a quienes necesita, pero empobrece a masas enteras de la población mundial y descarta para siempre a quienes considera no utilizables u obstáculo para sus intereses y proyectos.

Su lógica está basada en la expansión incesante (acumulación y concentración de poder y de riqueza), en la supervivencia en entornos hipercompetitivos, la innovación constante (innovar por innovar), la destrucción creativa (aunque lo anterior funcione con más humanidad), el darwinismo social, etc. Por ello necesita trabajadores sin familia, sin hijos (o que hagan abandono su responsabilidad paternal), sin más responsabilidad ni horizonte que la empresa y, sobre todo, que hayan abandonado su vocación familiar, condenándose a una insatisfacción constante que llenarán con más consumo y más trabajo. Para evitar el colapso, sus necesidades sexuales y de paternidad-maternidad son cubiertas de forma antinatural a través de mecanismos (un sexo sin procreación ni responsabilidades, inseminación artificial, madres de alquiler, asunción de las labores de educación moral por el Estado) que orillan, necesariamente, la educación equilibrada a cargo de un padre y una madre responsables de sus hijos, perpetuando personalidades adecuadas a sus fines.

Al contemplar lo perverso de este sistema (que, a veces, nos lleva a la incredulidad) no debemos olvidar que este imperialismo se cimenta en estructuras que superan al propio individuo, las estructuras de pecado que denuncia la Doctrina Social de la Iglesia (cfr. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, § 199, Sollicitudo Rei Socialis, § 36, Catecismo de la Iglesia Católica, § 1869) y que, por consiguiente, fácilmente desbordan las objeciones o prevenciones personales que puedan tener algunos de sus servidores, incluso de aquellos que pasan por ser sus verdaderos dueños.

Para quien quepan todavía dudas, el hecho de que esta deriva antropológica se haya convertido tan rápidamente en moneda corriente en el marco cultural globalizado gracias al respaldado del Imperio cultural mundial (las películas y series de Netflix, HBO o Amazon, son ejemplos paradigmáticos) y que haya sido asumida acríticamente por todos los medios de comunicación de masas (prestos a calificar de ultraconservador o integrista a todo aquél que cuestione la bondad de tales opciones), haya sido respaldada por los gobiernos (a través de leyes de aborto, de reproducción, de educación, de eutanasia, etc.) y por organismos internacionales (poniendo este programa cultural en el centro de sus Agendas y Agencias, en especial las de la Organización de las Naciones Unidas), es una prueba evidente de que estamos ante estrategias organizadas y coordinadas de destrucción de la familia y, por lo que nos ocupa, de la figura del padre. Se trata de una coordinación compleja, muchas veces implícita (y oculta) y basada en muy diversos mecanismos, pero, a fin de cuentas, funcional a los sistemas de producción, de acumulación y de poder que podemos calificar como imperialismo.

Las sociedades sin hermanos

Pero quizá el mayor rédito para el imperialismo del secuestro del padre sea que sus trabajadores-esclavos han olvidado a sus que pasan mayores miserias y penurias en otras partes del mundo, que hay ejércitos de «descartados» como ha denunciado el papa Francisco.

Alexander Mitscherlich, neurólogo y psicoanalista alemán,  judío y antinazi, escribió, en 1963 su obra La Sociedad sin padres, analizando la reacción antiautoritaria y antijerárquica surgida tras los totalitarismos nazi y socialista y advirtiendo que las ‹‹sociedades sin padre›› a que dieron lugar tales reacciones, lejos de transformar las sociedades patriarcales que aborrecían en sociedades fraternales, basadas en la igualdad, las convirtieron en sociedades ‹‹fratriarcales›› en las que las relaciones de rivalidad propias de los hermanos daban rienda suelta a una feroz competitividad basada en la envidia pues habían quedado huérfanas de la figura paterna capaz de imponer una jerarquía armonizadora y de transmitir (junto a la madre) modelos de convivencia respetuosa.

Se nos quiere hacer creer que el ‹‹padre›› Estado o el ‹‹padre›› mercado se hará cargo de los hijos ‹‹descartados››. Se venden así los Objetivos de Desarrollo del Milenio o los Objetivos de Desarrollo Sostenible, pero se trata de programas dirigidos por los mismos promotores del descarte (las empresas multinacionales y la ONU, hermanadas en el Global Compact) por lo que ellos marcan ritmos, prioridades, lugares…. Se trata, en todo caso, de programas que nunca funcionan al ritmo que proclaman, de programas que asumen, aun en el mejor de los escenarios, la condena de generaciones enteras a los vertederos de la historia.

¿Qué has hecho de tu hermano? es la pregunta de Dios a Caín. Seremos caínes de nuestros hermanos si no dejamos resonar en nosotros estas palabras del Padre. Pero para ello necesitamos estar a la escucha de su Palabra y cada padre debe cumplir su tarea de transmitir fielmente el legado de verdad, bondad y belleza de los que la Iglesia es custodia. Sin duda habrá que hacer frente a los poderes de este mundo, jaleados por Satanás, cada vez más violentos e intolerantes. Pero ha de ser así, pues necesitamos al padre y sabemos que sin padres no podremos ser hermanos.

Artículo publicado en la revista Id y Evangelizad 123