Cuando llegan estas fechas me acuerdo de la primera vez que me percaté que mis padres eran unos embusteros. Esto es todo lo crudo que se quiera, pero la verdad es que mis padres andaban con embustes. Aún no había cumplido los 7 años, cuando un buen día tuve la discusión con mi amigo Luis. Su padre era un comunista acérrimo; el mío, por el contrario, era cristiano convencido. Pero eso a nosotros no nos importaba. Íbamos juntos a la misma escuela y jugábamos también juntos a las bolas…
Publicado en el Boletín de la HOAC (1 de enero de 1953)
Cuando llegan estas fechas me acuerdo de la primera vez que me percaté que mis padres eran unos embusteros. Esto es todo lo crudo que se quiera, pero la verdad es que mis padres andaban con embustes. Aún no había cumplido los 7 años, cuando un buen día tuve la discusión con mi amigo Luis. Su padre era un comunista acérrimo; el mío, por el contrario, era cristiano convencido. Pero eso a nosotros no nos importaba. Íbamos juntos a la misma escuela y jugábamos también juntos a las bolas…
Pero un día se quebró nuestra amistad. La culpa había sido toda de mis padres, porque me habían engañado. Cuando le pregunté a Luis que le había pedido a los Reyes me soltó una carcajada (aún la recuerdo hoy) y con aire de suficiencia me dijo que él no creía en estas cosas. Con mi buena voluntad le quise demostrar que siempre que le pedía algo a los Reyes Magos me lo traían el 6 de Enero, y así había venido sucediendo en todos los años anteriores.
Cuando me dijo que los Reyes eran mis padres y que me estaban engañando como a un chino me lié con él a tortazos y desde entonces no volvimos a hablarnos. Más tarde desapareció con su familia y no supe más de él.
Pero lo peor para mí fue comprobar que tenía razón. Mis padres me engañaban. No eran sinceros conmigo. La noche del 5 de enero les sorprendí con las manos en la masa por pura casualidad. Me sentí enfermo y les llamé. Nadie me contestaba. Un punto doloroso que se me había puesto en un costado aumentaba mi fatiga por momentos. Como nadie acudía a mis llamadas comencé a llorar. Más tarde tuve miedo y me levanté de la cama. Cuando salí de mi dormitorio para ir a la habitación de mis padres les sorprendí abriendo la puerta de la casa y cargados con lo que yo había pedido a los Reyes.
En seguida vino la duda: ¿me engañaban mis padres?¿Tendría razón Luis?¡No; no podía ser! Su padre no iba a misa y el mío sí. Esta idea no me dejaba ver el engaño… Aquel año me convencieron de que habían bajado al portal a recibir a los Reyes, pero mis dudas no se disiparon por completo. Yo estaba mosca. Sin embargo al año siguiente estuve a la expectativa y lo comprobé: ¡Mis padres eran unos embusteros!. Todo el edificio de mi respeto se vino abajo.
¿Por qué me engañaban? No lo comprendí nunca; ni aún ahora mismo lo comprendo. ¿Qué me importaban a mí unos Reyes Magos imaginarios? Ellos se divertían a costa de mi inocencia, y siempre que hacía una cosa mal, en seguida me amenazaban con los Reyes, diciéndome que no me traerían juguetes.
Hoy Tengo hijos; no quiero que los hechos se repitan. Yo no quiero engañar a mis hijos. No quiero ser un embustero para ellos. Es tan fácil explicar la realidad, y tan provechosa, que estoy seguro que mis hijos no perderán a ningún amigo, que querrán más a sus padres, que no pecarán tanto como yo contra el cuarto Mandamiento y que comprenderán mejor que yo en su tiempo la Liturgia de la Iglesia.
¡Ah!¡Que distinto hubiera sido aquel día que reñí con Luis, y con que prontitud hubiera obedecido a mis padres, sin temores de que me engañasen en cualquier momento! Si ellos me hubieran enseñado que la fiesta de los Reyes era la conmemoración de que aquel hecho en que los Reyes Magos visitaron al Niño Jesús; y que, viendo en mí una imagen de aquel Niño, me hacían los regalos en su memoria, hubiera amado yo más al Niño Dios y tenido más confianza en mis padres.
Tal vez me equivoque con el concepto que tengo del «regalo de Reyes». Pero no veo la eficacia de un engaño a la inocencia que puede ser objeto de graves perjuicios. Llegando a reconocer con honda pena que los primeros en hacernos gustar el sabor amargo de la mentira humana, sin mala intención claro está, sólo por divertirse un poco a costa nuestra, fueron nuestros padres.