Sudán del Sur se desmorona

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El relato de Nyakong define Sudán del Sur hoy. Y que su historia ilustre el país no es alentador. El 12 de julio de 2016, junto a otras 35 mujeres, Nyakong fue violada durante cinco horas por más de 100 soldados del Ejército del país más joven del mundo

Dice que quienes las violaron eran «entre 100 y 200» y se disculpa porque no puede precisar más. Los uniformados las violaron y torturaron —al menos una de las mujeres, «Nyan Chiew, que no se olvide su nombre», murió por las repetidas violaciones— a 50 metros de una base de la ONU en la capital, Yuba.

Aunque las mujeres juran que los cascos azules vieron cómo se las llevaban, nadie las ayudó. Desde el 8 de julio, cuando los combates estallaron en la capital sur-sudanesa, se han producido decenas de violaciones similares; algunas a cooperantes occidentales. Todas las víctimas entrevistadas reconocieron a sus atacantes como soldados del Gobierno y describieron sus escarificaciones como propias de los dinkas de Bahr Al Gazal, la región del presidente, Salva Kiir, y de su guardia presidencial.

Como el resto de víctimas, Nyakong había salido del campo de protección de civiles de la Misión de la ONU en Sudán del Sur para buscar comida. En los primeros días de violencia, las despensas de las agencias humanitarias fueron desvalijadas de forma marcial. Cuando cuestionabas en Yuba cómo podía haberse producido un robo de comida tan descomunal, los responsables de las agencias citaban un dato: «los soldados del Ejército hace cinco meses que no cobran».

Esos pillajes —y el hambre— llevaron a decenas de mujeres a salir de los campos de protección para buscar leña y alimentos. Salían en grupo porque pensaban que así estarían a salvo. Y se equivocaron. En la violencia despiadada sobre el cuerpo de Nyakong, en el hambre de su rostro afilado y en el olvido acumulado en sus cicatrices está la historia reciente de este país atravesado por el Nilo. Probablemente también está escrito su futuro.

Pero este texto no pretende ser una acumulación de dramas inconexos, cifras de muertos inabarcables o fotos de niños con bombas de hambre en la barriga. La nueva fase de la guerra amenaza con empujar al abismo a Sudán del Sur y ese avance hacia el desastre tiene raíces, actores e intereses. Este es un relato sobre el riesgo de un nuevo estado fallido en África. Y sobre algunas, quizás, esperanzas de que no ocurra.

El 9 de julio de hace cinco años, Sudán del Sur se presentó con una alegría tan desatada que casi nadie —este periodista, que vivió aquellos días en Yuba, tampoco— supo adivinar que estaba hueca. Después de dos guerras civiles y casi 40 años de conflicto, el país por primera vez era una buena noticia: después de votar su separación de Sudán en referéndum con el 98% de votos por el sí, se convirtió en el Estado número 193 del mundo. De un plumazo, debían quedar atrás siglos de abuso desde los tiempos del comercio de esclavos negros en el valle del Nilo o de desequilibrio entre el norte sudanés, árabe y musulmán, y el sur, africano y de fe diversa, bajo el yugo de imperios turco-egipcios, británicos o de Jartum.

La guerra no solo había dejado muertos y rencor: en 2011 nació como uno de los países más subdesarrollados de mundo, con 90 kilómetros de carreteras en un territorio similar al de Francia y un 85% de analfabetos. La prisa internacional por la democracia (ЕЕ. UU, pero también China, empujaron por la independencia de una tierra con las terceras reservas de petróleo de África subsahariana) casó mal con unos líderes corruptos que llevaban toda su vida en las trincheras.

En 2013, la mala relación entre el presidente, Salva Kiir, líder de los dinkas (mayoritarios) y el entonces vicepresidente, Riek Machar, jefe de los nueres (segundo grupo del país), acabó en una declaración de guerra y decenas de masacres. Hace unas semanas, Justin Oro-ma, refugiado de 18 años que acababa de llegar al norte de Uganda huyendo de las matanzas, se vistió de analista político. «¿Sabes qué pasa? En Sudán del Sur la guerra no se va, a veces se duerme, pero tarde o temprano se despierta. La guerra siempre vuelve».

El estallido de Sudán del Sur es una nueva fase de una guerra eterna. Antes el enemigo era Sudán, pero cuando las armas dejaron de apuntar hacia Jartum, las milicias con sed de sangre y poder miraron hacia su lado. En 2015 un acuerdo de paz firmado entre Kiir y Machar invitó a pensar que la estabilidad era posible porque las negociaciones de paz no solo tenían alrededor de la mesa al IGAD, sino que había otros padrinos como la Unión Africana, China, la Unión Europea, Noruega, Reino Unido, la ONU y EE. UU. Con ese aroma de paz se plantaron el pasado julio en Yuba los enemigos de la contienda, Kiir y Machar… rodeados de sus tropas armadas hasta los dientes. La ciudad acababa de sentarse sobre un barril de pólvora a punto de estallar. Y la chispa prendió el 8 de julio.

La batalla en Yuba no solo fue despiadada porque desde 2013, y mientras negociaban la paz, ambos bandos —especialmente el Gobierno—, se habían gastado cientos de millones de euros en comprar armamento. También porque estaba repleta de odio. Manuel Tabang, que tiene tres heridas de bala en el cuerpo porque la suerte quiso no matarlo, subraya quién apretó el gatillo. «Nos dispararon soldados dinkas, no fue fuego cruzado. Eramos civiles y huíamos, había mujeres, ancianos y niños, pero nos acribillaron. Para ellos, todos los nueres somos enemigos».

La etnicidad no está en la raíz de esta guerra, pero es un pretexto útil cuando todo se hunde. Ese odio cala en una sociedad trufada de armas y que ha tenido toda una vida para aprender a guerrear. Y cuando el odio se instala es difícil volver atrás. Luego, que en Sudán del Sur se acumulen tantos intereses no facilita la calma. En el conflicto se dirimen las diferencias entre Sudán y Uganda, enemigos íntimos y cada uno como bastón de apoyo de un bando, o la tensión entre Etiopía y Egipto por la presa que aquel quiere construir en el Nilo Azul. Eritrea ha visto en ese río revuelto una oportunidad para cambiar de bando (hasta 2014 apoyaba a los rebeldes) y acercarse ahora a Yuba, para así sumar inestabilidad a su odiado vecino etíope. Kenia y Uganda quieren un Gobierno amigo para que el futuro oleoducto que transporte el crudo sur-sudanés hasta el mar pase por su territorio.

Pero el tablero no solo huele a petróleo. Empresas canadienses, ucranianas, israelíes (con compañías ugandesas como tapadera) o rusas han vendido armas aquí. De forma legal, además. Aunque países europeos abogan desde hace años por un embargo de armas, el Consejo de Seguridad de la ONU, con el veto de EE. UU.a la cabeza, ha votado siempre en contra. Aunque en Washington aterran las últimas atrocidades del bando gubernamental, se alega que el embargo no serviría demasiado en un país donde hasta los pastores llevan Kaláshnikov, con fronteras expertas en el mercadeo negro de armamento y que provocaría una escalada de la violencia porque el Gobierno querría aprovechar su superioridad momentánea.

La arena de intereses regionales e internacionales es de tal magnitud que a nadie interesa un nuevo estado fallido en una región con otros desastres como RCA o Somalia. A Occidente, menos. El avance del yihadismo en África tendría otra puerta abierta al continente negro con un Sudán del Sur sumido en el caos. Por eso, poco después de que las primeras explosiones se escucharan en julio en Yuba, las grandes potencias se sentaron a hablar sobre la posibilidad de dar el sí al embargo de armas en Sudán del Sur. Quizás no sea tarde.

Autor: Kavier Aldekoa

Fuente: Mundo Negro septiembre 2016