Ángel Pestaña es un hombre que trabajó durísimo en las minas del Norte desde los 10 años. Su orfandad temprana, su inteligencia labrada en la lucha obrera y en las horas robadas al descanso, nos ofrecen un valiosísimo testimonio de la historia obrera de España. Tenía una gran lucidez organizativa a nivel sindical.
A pesar de ser un sindicalista libertario, reprochó a los anarquistas «iluminados», condenando toda violencia y la brutalidad exhibida por amplios sectores del anarquismo, que confundían la revolución con «jugar al motín». Rechazó, también, la servidumbre en la que cayó la UGT y el reformismo del PSOE, además de los métodos dictatoriales del bolchevismo.
En 1931, cuando ostentaba el cargo de secretario de la CNT, firmó con Joan Peiró y otros compañeros el Manifiesto de los Treinta, que fracasó no solo en su deseo de apartar al sindicato libertario de los caprichos insurreccionales de la FAI, sino también en el de constituir un sindicalismo moderno, defensor de la autonomía los trabajadores y desligado de las servidumbres tácticas de los partidos políticos. Las verdades del documento llevaron a sus firmantes a la expulsión. Federica Montseny se permitió, incluso, calificar de delincuentes, de traidores comprados por la patronal y de lindezas por el estilo a quienes habían dedicado muchas más horas que ella a levantar la CNT. Todo porque los que, de verdad, se habían partido el pecho por crear un sindicato de libre asociación de los trabajadores no estaban dispuestos a sacrificarlo en el altar de la chulería pistolera y la soberbia elitista. Lo que podía haber sido cuna de un sindicalismo de acción directa, sin interferencia ministerial, independiente de intereses partidistas y liberado de los arrogantes criterios de una élite revolucionaria, se frustró en la tragedia de 1936.
En sus últimos meses de vida hizo inmensos llamamientos a la unidad de los trabajadores y a la lucha contra la influencia del comunismo: «La dictadura proletaria nos conduciría a caer en los mismos vicios que año tras año venimos combatiendo. Porque no es el odio quien debe guiar nuestro pensamiento, sino la fraternidad. Y a los que trabajamos por una sociedad mejor ha de guiar nuestro pensamiento la idea de justicia y de equidad, y no la idea de imposición o de la fuerza brutal que somete, pero que no convence». Tampoco quería la influencia de las clases medias. Fraternidad y no odio es lo que recoge todo su testimonio, que lo podemos leer en su libro Lo que aprendí en la vida, escrito en 1933. Relata la vida de un obrero al lado de los pobres.
A continuación, os presentamos en páginas de la HISTORIA, la entrevista de Ángel Pestaña con Lenin:
«Apareció Lenin. Sonriente, nos tendió la mano que apretamos con verdadera efusión, y nos sentamos frente a frente.
— ¿Estáis contento del trato que os hemos dado los comunistas?…
—Mucho— contesté.
Después de un rato de charla-discusión a propósito de «dictadura», «centralismo», «revolución», Lenin preguntó a Pestaña:
—A propósito: ¿qué concepto, como revolucionarios, os merecen los delegados que han concurrido al Congreso?
—¿Queréis que os sea franco?
—Para eso os lo pregunto.
—Pues bien, aunque el saberlo os cause alguna decepción, o penséis que no sé conocer el valor de los hombres, el concepto que tengo de la mayoría de los delegados concurrentes al Congreso, es deplorable. Salvando raras excepciones, todos tienen mentalidad burguesa. Unos por arribistas y otros porque tal es su temperamento y su educación.
— ¿Y en qué os fundáis para emitir juicio tan desfavorable?
¡No será por lo que han dicho en el Congreso!
—Por eso exclusivamente, no; pero me fundo en la contradicción entre los discursos que pronunciaban en el Congreso y la vida ordinaria que hacían en el hotel. Las pequeñas acciones de cada día enseñan a conocer mejor a los hombres de todas sus palabras y discursos; es por lo que se hace y se dice, por lo que puede conocerse a cada uno. Muchos granos de arena acumulados hacen el montón. No el montón a los granos. La infinita serie de pequeñas cosas que hemos de realizar día tras día, demuestran mejor que ningún otro medio, el fondo verdadero de cada uno de nosotros. ¿Cómo queréis, Lenin, que creamos en los sentimientos revolucionarios, altruistas y emancipadores de muchos de esos delegados que en la vida de relación diaria, obran, ni más ni menos, como el más perfecto burgués?…
Murmuran y maldicen de que la comida es poca y mediana, olvidando que somos los delegados extranjeros los privilegiados en la alimentación, y lo más esencial: que millones de hombre, mujeres, niños y ancianos carecen, no ya de lo superfluo, sino de lo estrictamente indispensable. ¿Cómo se ha de creer en el altruismo de esos delegados, que llevan a comer al hotel a infelices muchachas hambrientas a cambio de que se acuesten con ellos, o hacen regalos a las mujeres que nos sirven para abusar de ellas? ¿Con qué derecho hablan de fraternidad esos delegados que apostrofan, insultan e injurian a los hombres de servicio del hotel porque no están siempre a punto para satisfacer sus más insignificantes caprichos?…
A hombres y mujeres del pueblo los consideran servidores, criados, lacayos, olvidando que acaso algunos de ellos se han batido y expuesto su vida en defensa de la revolución ¿De qué les ha servido? Cada noche, igual que si viajaran por los países capitalistas, ponen sus zapatos en la puerta del cuarto para que el «camarada» servidor del hotel se los limpie y embetune. ¡Hay para reventar de risa con la mentalidad «revolucionaria» de esos delegados! Y el empaque y altivez y desprecio con que tratan a quien no sea algo influyente en el seno del gobierno o en el Comité de la Tercera Internacional irrita, desespera. Hace pensar en cómo procederían esos individuos si mañana se hiciera la revolución en sus países de origen y fueran ellos los encargados de dirigirnos desde el Poder…
¡Poco importan los discursos que hagan en el Congreso! Que hablen de fraternidad, de compañerismo, de camaradería, para obrar luego en amos, es sencillamente ridículo, cuando no infame y detestable. Y, por último, esas lucrativas componendas que presenciamos los que estamos asqueados de tantas defecciones; ese continuo ir y venir tendiendo la mano y poniendo precio a su adhesión, reviste todos los caracteres de la más infame canallada, de la más indigna granujería. Eso es tan bajo, ruin, miserable, como lo sería una madre que vendiera su hija para satisfacer un capricho de los más abominables e inmundos…
¿Cómo vamos a creer en el espíritu revolucionario y en la seriedad de esas gente que desean la revolución en sus respectivos países? Eso sí; pero quieren que se haga sin peligro para sus olímpicas personas y en beneficio exclusivo de sus concupiscencias. Naturalmente que esto no quiere decir que en el seno de los partidos comunistas y de las multitudes, por esos delegados representadas, no haya centenares de individuos de buena fe, dispuestos al sacrificio y dignos de todo respeto y consideración. Estos quedan aparte. Estas censuras no tienen más alcance que el puramente personal y en relación a los delegados concurrentes al Congreso. Esta es nuestra opinión, sinceramente expuesta.» (Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, Capítulo XIX, Hablando con Lenin.)
Mª Mar Araus, historiadora