En México es más probable morir de un balazo que de la covid-19. La vieja epidemia de violencia ha quedado eclipsada por la pandemia, pero el país vive algunos de los meses más sangrientos de su historia reciente.
En el Hospital Civil de Guadalajara, un viejo edificio colonial en el centro de la capital del Estado de Jalisco, nadie se sorprendió demasiado. Solo el año pasado los doctores trataron allí a 122 heridos de bala, casi la misma cantidad de pacientes hospitalizados por coronavirus que contaba todo Jalisco hasta la semana pasada.
Aunque el tercer Estado más poblado de México ha aparecido en distintos medios como un modelo de gestión ante la pandemia —suspendió las clases y obligó a llevar cubrebocas en lugares públicos antes que nadie—, su curva de casos de violencia, la epidemia más brutal del país desde hace más de una década, sube a la misma velocidad que la del resto del territorio. En Jalisco y en otros Estados, el virus parece haber ofrecido una excusa elegante a los líderes políticos. No es que la covid-19 no sea importante: es que parece que el resto de problemas han dejado de serlo.
En México es más probable morir por un balazo que por problemas de salud derivados del coronavirus. Desde que el país detectó el primer caso de contagio, a finales de febrero, han sido asesinadas 6.500 personas; 300 de ellas en Jalisco. El primer fin de semana de mayo, cuando balearon al Cholo, en este Estado mataron a 32 personas. Esos mismos días hubo tres fallecimientos por covid-19: así lo informó el Gobierno estatal en el boletín de prensa que manda cada día, puntualmente, para comunicar sobre el avance del virus.
La hora de las noticias
El Cholo de la 36, como lo conocen en la base de mototaxis de la colonia Agua Blanca, donde trabaja como conductor, fue baleado el sábado 2 de mayo. Ese día había ido a la base con su hijo del medio, Matthew, de 4 años. No era común que fuese a trabajar los sábados, pero los viajes escaseaban desde hacía semanas por la pandemia. A eso de las 16.00 estaba esperando su turno para recoger pasajeros cuando un grupo de hombres armados a bordo de un coche blanco pasó frente a ellos y les disparó a todos. La ráfaga de balas alcanzó al Cholo, a su hijo Matthew y a cuatro personas más. Él intentó proteger a su hijo y recibió al menos tres balazos. Matthew fue herido en el tórax, en el antebrazo y el glúteo derecho. Entre los heridos había un muchacho de 13 años. Otro hombre, de 41, terminó muriendo más tarde en el hospital.
Cuando empezaron los disparos, el matrimonio que vive junto a la parada de los mototaxis estaba mirando las últimas noticias sobre el coronavirus por televisión. Los dos tienen más de 60 años y hacía un mes que no salían de su casa. Desde que empezó la cuarentena, cuentan, pasan mucho tiempo así, sentados en el sofá, tratando de informarse. Hacía media hora que su hija había salido a hacer las compras, no debía tardar en volver. Y de repente ¡pum, pum, pum, pum! Los dos se echaron al suelo. Fueron dos ráfagas: una que se sintió muy cerca y otra más lejana. Cuando todo acabó, el señor quiso asomarse a ver qué había pasado, pero no pudo abrir: una de las balas había impactado entre el marco y la puerta de su casa.
“Unos vecinos tuvieron que empujar desde afuera”, recordaba días después, y aseguraba que no había visto nada: ni el carro blanco, ni los heridos, nada. A diferencia de los sábados “normales” previos a la pandemia, en que las calles de la colonia parecían un hormiguero, mucha gente estaba encerrada aquel día. Hacía varias semanas que el Gobierno mexicano pedía a la población que no saliera a la calle por el virus. En Jalisco, el gobernador había convertido la petición en prohibición: en ese Estado nadie podía salir salvo motivo de fuerza mayor. El sábado 2 de mayo, en aquella cuadra, el único sitio donde había algo de gente era en la base: más de una docena de conductores de mototaxis esperando pasajeros.
Poco después de la balacera, un cobrador de servicios funerarios llegó con su moto a la esquina de los mototaxis. Todos los días espera allí a su mujer, que trabaja en una cremería cerca. “Cuando llegué vi un muchacho tirado ahí”, diría después, pero no vio mucho más: pronto apareció la policía y él se fue una cuadra más abajo, por si acaso. Su esposa dice que en el barrio se ha escuchado de todo: “Dicen que los andan buscando, que mototaxista que vean, le van a tirar”.
El gremio de mototaxistas de la colonia Agua Blanca no parecía muy alarmado: días después habían movido la base unas cuadras más hacia el centro y continuaban trabajando como siempre. Para entonces, vecinos y conductores ya manejaban varias teorías sobre lo ocurrido. Una apuntaba a los dueños de los vehículos. Los conductores rentan los mototaxis a los dueños, que pueden tener varios en propiedad. Según este rumor, parte de la flota de mototaxis de la colonia pertenece a un grupo criminal, y el ataque habría sido un ajuste de cuentas. Otra teoría señalaba que algunos conductores vendían droga y eso habría molestado a otros pequeños traficantes de la colonia. Al final, nadie podía decir a ciencia cierta el motivo de lo ocurrido; menos las autoridades, que ofrecen abundantes conferencias de prensa, pero para hablar casi exclusivamente de la pandemia.
La expansión del nuevo coronavirus en México ha coincidido con algunos de los meses más violentos en la historia reciente del país. En plena fase de confinamiento, con las escuelas cerradas y buena parte de la actividad económica detenida, hubo días con más de un centenar de asesinatos. Sin embargo, el virus se ha convertido en protagonista absoluto de la conversación pública. La violencia aparece de pasada, como una comorbilidad del cuerpo enfermo de México. Como la hipertensión o la diabetes, pero al revés: no es que la violencia endémica del país agrave los efectos dañinos del coronavirus; es que la llegada del virus parece potenciar la epidemia de crimen al volverla invisible.
Desde su perspectiva empírica, el cobrador de servicios funerarios, vecino de la colonia Agua Blanca desde hace más de 30 años, aseguraba que el barrio se ha vuelto cada vez más peligroso. Un par de semanas atrás, un muchacho lo había asaltado a punta de pistola cuando volvía de hacer unos cobros. “El muchacho traía cubrebocas, eso sí”, dijo.
“Ya no me darán balazos, ¿verdad?”
En el Hospital Civil de Guadalajara, adonde el Cholo y su hijo fueron trasladados ese sábado después de un paso fugaz por otra sala de urgencias, el mototaxista se convirtió en el segundo paciente en usar uno de los 350 ventiladores mecánicos disponibles. Cuando intubaron al Cholo, los médicos apenas atendían a cinco pacientes de covid-19 y a dos les dieron de alta poco después. Un doctor con años de experiencia en el centro, resumía la situación así: “La violencia es peor que el virus. Es un problema social mucho más de fondo. Al virus lo podremos vencer, a la violencia no. Por lo menos no en diez años”.
La colonia Agua Blanca, donde el Cholo manejaba un mototaxi para ganarse la vida, está ubicada entre Guadalajara y Zapopan. La frontera sur de la capital es un foco de violencia. La mayoría de los asesinatos del fin de semana de la balacera se cometieron allí. Tal vez por eso nadie se preguntó demasiado por qué balearon al Cholo. Nadie lo hizo en el hospital, ni en el Gobierno del Estado. La Fiscalía no ha dicho nada —y es probable que no lo haga— porque nadie le ha preguntado. En el Estado de Jalisco, el 91,8% de los crímenes no se denuncian o no se investigan, según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) de México. Un porcentaje similar a la media nacional.
El Cholo de la 36 ni siquiera ha muerto, y eso lo convierte en firme candidato a la invisibilidad. Su nombre verdadero es Miguel Ángel Méndez. Le dicen Cholo porque de pequeño su mamá se lo llevó a Estados Unidos; 36 es el número del mototaxi que conduce. Tiene tres hijos, lleva sus nombres tatuados. Matthew, el que estaba con él cuando los atacaron a balazos, se recupera bien, ha dicho su madre. Los balazos no afectaron ninguno de sus órganos vitales. El plomo entró y salió y las consecuencias más graves son las pesadillas que sufre cada noche: “Él pregunta, ¿verdad que ya no me van a dar balazos? Yo le digo, no mijo, ya no… A veces se despierta gritando”.
Este lunes, los médicos trasladaron al Cholo a la sala de terapia intensiva. Su síndrome de embolia grasa le había provocado una insuficiencia respiratoria importante. Hacía una semana que querían hacerlo, pero no había espacio. Las 14 camas de cuidados intensivos del centro estaban ocupadas. No por la covid-19: cinco llegaron intoxicados por beber alcohol adulterado, el resto eran pacientes que convalecían de choques sépticos.
El martes, el equipo de intensivistas del hospital desconectó al Cholo del ventilador. Habían pasado ocho días. Se movía, percibía el dolor porque gesticulaba cuando los médicos le apretaban un brazo, pero cuando le hablaban y le pedían que hiciera algo específico, no contestaba. El viernes, salió de cuidados intensivos. Horas después empezó a recuperar la conciencia, incluso alcanzó a decir su nombre: Miguel Ángel.
En las estadísticas oficiales no hay categoría para casos así. Es un herido de bala hospitalizado. ¿Cuántos heridos de bala hay hospitalizados en México? ¿Cuántos necesitan respirador? ¿Cuál es la tasa de mortalidad de un balazo en el fémur, de un síndrome de embolia grasa? Los informes periódicos no lo dicen.