¿Vamos a un capitalismo de élites?

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El problema de la desigualdad es que los que mejor se ocupan de ella son los que la están disfrutando. Según Branko Milanović, en este mundo globalizado los partidos considerados de izquierda se han quedado sin ideas para atajarla mientras los millonarios siguen donando cantidades astronómicas a políticos, quienes, antes o después, les devolverán el favor. Como plasma en Capitalism, Alone: The Future of the System That Rules the World (Harvard University Press), en las presidenciales estadounidenses de 2016, el 0,01% más adinerado de la población aportó el 40% de las donaciones de campaña, y lo que “los ricos compran con sus contribuciones son políticas económicas que les benefician”.

El último libro del economista serbioestadounidense, que podría traducirse como “Capitalismo, a solas: el futuro del sistema que domina el mundo”, es otra vuelta de tuerca sobre la desigualdad, un tema que investiga desde que trabajaba como economista jefe de investigación en el Banco Mundial (hoy es profesor del CUNY Centro de Estudios de Posgrado de Nueva York). En este ensayo, la desigualdad le sirve como piedra de toque para juzgar las deficiencias de los dos sistemas en que divide al mundo: el “capitalismo meritocrático” de la democracia liberal, con EE UU como adalid; y el “capitalismo político” de China.

Ninguno de los dos sale bien parado. En nuestro liberal y meritocrático sistema, explica durante una entrevista telefónica, la culpa de la desigualdad está repartida. Entre los sospechosos habituales se destacan la concentración del capital en pocas manos y la superioridad de sus rendimientos con relación a los del trabajo.

No son los únicos. Nuestro capitalismo también se distingue del clásico debido a los desmesurados sueldos con que se premió a una clase privilegiada que en el siglo XIX no se molestaba en trabajar, así como a la creación de un elitista sistema educativo difícilmente asequible para la clase media. Las prestigiosas universidades estadounidenses funcionarían así como centros de excelencia, pero también de criba. El objetivo: reservar esos puestos tan generosamente remunerados a los que previamente han pagado cientos de miles de dólares en formación.

Si las desigualdades no están hoy en los niveles del siglo XIX, dice en el libro, se debe a los impuestos y a los sistemas de reparto que aún mantenemos del “capitalismo socialdemócrata”, como llama al modelo que rigió en Europa y EE UU entre la Segunda Guerra Mundial y la revolución conservadora de los años setenta del siglo XX. El problema es que esas dos herramientas se han quedado cortas en el mundo globalizado. “En aquella época era más fácil diseñar políticas domésticas para mejorar la situación de un grupo determinado porque no había libre movilidad de capitales, entre otras cosas”, explica Milanović.

Entre la globalización, que se llevó muchos empleos fabriles; y los cambios tecnológicos, que descentralizaron los procesos; la unión de trabajadores sindicalizados bajo un mismo techo es toda una rareza hoy. Por eso Milanović considera poco viables las propuestas de partidos progresistas centradas en recuperar los sindicatos o en subir los desprestigiados impuestos de toda la vida. En cambio, los remedios que él prescribe tienen que ver con su diagnóstico particular de la desigualdad: mejorar notablemente la calidad de la educación pública para reducir la brecha con la privada de élite, y volver a gravar las grandes herencias para fomentar la movilidad social de los menos afortunados.

Pero tal vez su propuesta más original sea la relacionada con el capital. En vez de abolir la propiedad privada pide universalizarla lo máximo posible, de forma que las inversiones en activos financieros de mayor rentabilidad dejen de ser coto privado de los ricos. “Ya hay muchos casos de empleados con acciones de su empresa, pero mi propuesta es algo más amplia, que no se limite a la compañía en la que trabajas, porque lo más probable es que prefieras separar el riesgo de tu empleo del riesgo de tus acciones”, explica. En su plan de “capitalismo popular”, como llama a ese posible modelo, hay beneficios impositivos para los pequeños inversores y penalizaciones para los grandes, así como seguros respaldados por el Estado para evitar la pérdida de todos los ahorros en un mal día de los mercados.

Pero si es cierto que los políticos están en deuda con los millonarios, ¿cómo van a atreverse a subirles el impuesto a la herencia o a las ganancias de capital? Según Milanović, “con más participación en la política”. “Ya sé que parece la respuesta fácil pero el sistema sigue siendo democrático y las cosas pueden cambiar si hay participación y si los partidos que buscan reducir la desigualdad logran transmitir un mensaje que sea comprensible y viable y que solucione las preocupaciones económicas de la gente”.

Lo contrario de la participación, la desafección con el sistema, es lo que buscarían los países interesados en derivar hacia modelos similares al “capitalismo político” de China. A cambio de garantizarle al pueblo mayores tasas de crecimiento, el sistema tiene la ventaja de cimentar a su élite en el poder. Eso sí, con la amenaza de perder legitimidad siempre presente. En el capitalismo chino, a la desigualdad generada por los mayores rendimientos del capital y por las enormes diferencias entre sueldos hay que sumarle la que provoca una corrupción que es inherente a un sistema donde el Estado de derecho se aplica de forma discrecional.

Corrupción

Según Milanović, eso explica las purgas que el Gobierno chino aplica de forma periódica contra las autoridades que se hacen sobornar. El objetivo no es eliminar por completo la corrupción, porque eso significaría terminar con una arbitrariedad que la élite necesita para gobernar, sino dar lecciones ejemplarizantes para no perder legitimidad. “La desgracia de la corrupción en China es especialmente grave porque se suma a unos niveles de desigualdad que ya son altos, y el resentimiento por la injusticia de los grandes salarios se multiplica”, describe.

China es el más evidente, pero hay otros casos de capitalismo político. Vietnam, Malasia, Laos, Singapur y al menos seis naciones africanas también encajan en el criterio para formar parte del grupo: países capitalistas que, formalmente o de facto, son gobernados por un partido único que se perpetúa en el poder. Milanović no descarta una convergencia de nuestro sistema meritocrático hacia una plutocracia donde la élite económica también controle la política, pero no cree que sea el único escenario posible. “También podría haber una mayor democratización de China, o un mayor número de países replicando características del modelo chino para conseguir autonomía estatal y una alta tasa de crecimiento”, dice antes de recordar, con una frase, la cautela con que se debe tomar cualquier pronóstico: “A estas alturas, y según Keynes, deberíamos estar trabajando 15 horas por semana”.