El infierno está a la vuelta de la esquina, en medio de un paraíso verde, aunque no es fácil acceder a él. En Congo no hay nada sencillo pero tampoco imposible. El dinero abre las puertas de la casa del diablo. Nuestro destino es la gran mina de coltán de Rubaya, cuna de los minerales que alimentan nuestros móviles y tabletas en el primer mundo.
En el camino que va de la ciudad de Goma hacia la zona montañosa de Masisi, donde está la cantera, nos topamos con varios checkpoints de militares que piden su mordida para poder atravesar las barreras. Seguimos adelante por una senda estrecha y llena de cráteres. Nuestro conductor, Olivier, sortea charcos como lagunas con una destreza sorprendente. Tiene brazos de estibador para mover el volante entre los socavones en los que cabe el todoterreno entero.
Al dejar atrás Goma el horizonte gris se vuelve verde, con colinas de pastos que recuerdan al paisaje suizo. Solo que esto es Congo, el país con una de las tierras más fértiles de África y donde, sin embargo, la población pasa más hambre. Tres horas después llegamos a Rubaya, en la provincia de Masisi, el ‘far west’ congoleño. El polvo y la niebla cubren este lugar de madera y barro, haciéndolo casi fantasmal.
«Este pueblo empieza a conocer el desarrollo. Es una mezcla entre el pasado y el futuro. Parece congelado en el tiempo, pero aquí hay dinero porque es de donde salen los minerales. Por eso esta región se la disputan varios grupos armados», explica Eddy Mbuyi, nuestro guía al corazón de las tinieblas. Como los poblados de los buscadores de oro en el lejano oeste americano, no hay ley ni nadie que la aplique. Todos buscan enriquecerse rápido aunque muy pocos lo consiguen.
Miles de personas trabajan a diario en esta mina, parte a cielo abierto, parte en profundas galerías. Era de propiedad pública hasta que sus explotadores se agruparon en cooperativa para gestionar mejor sus recursos. Aunque de sus entrañas sale mucho dinero, en Rubaya no hay hospitales ni colegios. Tampoco luz ni electricidad. Eddy nos explica que en temporada de lluvias la montaña se derrumba y engulle con ella a muchos de los esclavos. «¿Veis esos puntos blancos que parecen árboles en lo alto de la montaña? Es la hilera de mineros descendiendo con antorchas. Cada día mueren aproximadamente 40 personas», dice.
Minero a los 16 años
Acudimos al centro minero para pedir el permiso que nos de acceso a la explotación. Nos reciben los señores del coltán, miembros de la citada cooperativa. Los pillamos en plena fiesta: una veintena de hombres comiendo carne con las manos y bebiendo cerveza como si no hubiera un mañana. Sus esposas, sentadas discretamente en un segundo plano, sólo observan. Comienzan las negociaciones para intentar que nos dejen pasar a la cantera y hacer fotos. Pero nadie se compromete. Siempre hay un jefe superior al que consultar.
– «¿Estos hombres tienen la culpa de las malas condiciones en las que trabajan los obreros?», preguntamos a nuestro guía.
– No se preocupan por la seguridad, sólo les interesa ganar dinero.
En el campo de refugiados de Rubaya, vive la parte baja de la cadena del coltán: los mineros. No es difícil encontrarlos en Rubaya, donde la mayoría de la población trabaja en la explotación. Inocence, de origen ruandés, se presta a contarnos cómo trabaja y en qué condiciones vive. Entramos en su casa, una choza de tres metros cuadrados de palos y plásticos, escoltados por un cortijo de niños descalzos. Tiene 16 años.
– Inocence ¿Cuánto se tarda en llegar a la cantera?
– Depende de la lluvia. Yo tardo una media hora. Vosotros tardaréis mucho más.
El niño se presta a acompañarnos a la mina al día siguiente.
Al amanecer emprendemos la marcha: dos horas a pie por empinados y resbaladizos caminos de barro, convertidos en chocolate por la lluvia incesante y la humedad que lo impregna todo. En la travesía se cruzan niños descalzos con ancianas que portan cajas de cerveza atadas a la cabeza. Mercancía para abastecer a los que empuñan las palas. Soportar la carga es un desafío formidable, teniendo en cuenta lo rápido que avanzan y que van a subir el trayecto más veces en lo que queda de día.
– Inocence, cuéntanos como es un día en la mina
– Subimos por la mañana temprano y volvemos por la tarde, aunque a veces es ya de noche. Trabajamos sin descanso para sacar la tierra. La metemos en sacos que luego bajan otros al río.
Con la inocencia de quien no sabe que trabaja en el infierno, relata su vida cotidiana en la cantera. Nos cuenta que cobra un dólar por ocho horas de pico y pala en medio de la neblina. Escala la montaña en zapatillas, sin botas, sin importar si llueve. Sólo se cubre con una tela verde como el valle idílico que rodea la cantera del diablo.
– ¿Vas al colegio Inocence?
El niño niega con la cabeza.
– ¿Has ido alguna vez?
Vuelve a negar.
– ¿Te gustaría ir?
Esta vez la pregunta le deja perplejo. No sabe qué contestar. Nunca se ha planteado una vida distinta a la que tiene. Nunca ha tenido la posibilidad de cambiar el pico por un libro.
En la cumbre negra
Sigue el ascenso por la empinada montaña. Por cada metro que subimos la lluvia y el frío se multiplican. Las nubes envuelven por completo las figuras que trufan el paisaje. De repente se oyen voces a lo lejos en medio de la bruma.
– «Eso es la mina», anuncia el niño.
A punto de llegar nos cruzamos con un grupo de hombres que bajan a un muerto en una camilla. Este hombre podrá contar con un entierro digno. «La mayoría fallece al derrumbarse las galerías interiores de la mina. Desaparecen porque nadie puede rescatar los cadáveres del interior», cuenta Eddy, el guía.
Por fin alcanzamos la cumbre. La niebla no permite ver toda la explotación, pero se intuye. El suelo es negro como la roca de coltán. Miles de figuras se mueven con palas y picos cubiertos de barro, algunos adolescentes, muchos de ellos descalzos y reventados por el esfuerzo. Parecen zombies en una danza fantasmal. Algunos llevan a la espalda sacos de mineral cuesta arriba y abajo. No importa si no tienen botas, lo que importa es lo que son capaces de arañarle a la tierra. Todo es cráter y lluvia.
Los trabajadores se apelotonan curiosos en torno al grupo de visitantes, improvisan escalones con sus palas para evitar que nos despeñemos. No hay tierra firme. Nos dicen que para los que no están habituados a moverse en arenas movedizas es peligroso. «Es época de lluvias y a menudo se producen desprendimientos en la montaña y caen con ella muchos mineros», explica Gilbert, uno de los obreros.
Explica que trabajan de sol a sol por un dólar, que compran comida en mercados improvisados en su interior, o en las zonas más bajas de la cantera, donde aún hay algunas casas en medio de la ladera. Dice que muchos compañeros desaparecen sin que nadie vuelva a saber de ellos, como si la bruma los engullera. Son las reglas de la mina, una picadora de hombres.
Gilbert se suma a la expedición y junto con Inocence, se ofrece a acompañarnos a la zona en la que criban el mineral. Allí el río que baja de la cantera fluye rojo. Varias cuadrillas de hombres separan con mallas de metal el coltán de la escoria. Aunque es un trabajo penoso, parece menos duro del que se hace arriba en la mina.
James, el traficante
Hasta allí va James a diario para comprar el mineral ya cribado. Este traficante representa un paso más en la cadena del comercio de minerales. No tiene que subir a la mina todos los días, sino que recoge la mercancía directamente en el río. Se nota su posición porque su casa, a diferencia de la de Inocence, es bastante más amplia. Está llena de sacos, donde guarda el producto que luego vende a los intermediarios que llegan desde Goma y que, a su vez, lo colocarán más caro a compradores ruandeses. Estos último son los que empaquetan el coltán, el manganeso y la casiterita hacia las zonas fabriles de Shanghai. Ruanda es uno de los grandes exportadores de minerales de sangre del mundo, aunque no posea ni una sola mina.
«No cerréis la puerta, la gente puede pensar que estamos traficando», dice James.
– ¿Cuánto puedes llegar a ganar haciendo lo que haces?
– 1.500 dólares
– ¿Quién compra estos minerales?
Se hace el despistado. No quiere dar detalles.
– Son intermediarios que lo llevan a Goma. Allí los venden a los extranjeros.
– ¿Cuánto cuestan los minerales que tienes?
– Se venden por kilogramos. Yo puedo conseguirlos a buen precio, un kilo por 25 dólares. ¿Qué queréis, coltán, manganeso…?
Nos enseña un ‘echantillon’ (muestra) de manganeso y coltán. Insiste en que puede conseguirnos un kilo por 25 o 30 dólares. Cree que somos compradores y por eso ha accedido a dar la cara e incluso a que le grabemos en vídeo. Al final se rinde y se conforma con pedir para unas cervezas, un lujo para Inocence, que gana un dólar por ocho horas de trabajo, pero no para él, que se embolsa mil veces más.
– ¿Sabes para qué se usa el coltán y los minerales que vendes?
– Creo que se utiliza para hacer cacerolas y herramientas de cocina… No sé…
Nuestro guía dice que la aparente ignorancia de James es ficticia. Él conoce perfectamente la utilidad que tienen los minerales de sangre, sabe que la cámara que le está fotografiando lleva un corazón negro que ha salido de esta montaña violada.
Autor: Raquel Villaécija y Alberto Rojas