APOSTOLADO OBRERO. Nacimiento de la JOC

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Entonces hice yo la promesa de dedicar todo mi sacerdocio para salvar a los jóvenes trabajadores, para ayudar a los jóvenes obreros que hubieran sido mis camaradas de trabajo, de no haberme llamado Dios.

Los comienzos de cualquier sección jocista no son fáciles ni lo han sido nunca.

No digáis: «He trabajado un año, y esto no mar­cha. Lo dejo». No digáis:»Después de dos años, esto no avanza, lo cambio por otra cosa». Hace 43 años que soy sacerdote. Pues me siento más joven después de 43 años que en el día de mi ordenación, y más con­vencido de que hay que formar jóvenes que sepan descubrir este problema a otros jóvenes.

Os han dicho que soy hijo de un obrero y que mi madre fue una simple sirvienta a jornal. Cuando mí padre cumplió los 54 años, también yo, a los 13, tenía que ir al trabajo, solicitar mi ingreso en una fábrica; jamás olvidaré aquel día: Inquieto por mi preocupa­ción salté del lecho y me fui a la cocina donde mi padre estaba junto a la estufa -era invierno- entretenido en fumar su pipa, y mi madre en guardar su vajilla.

.-¿Qué pasa? ¿A qué vienes aquí? ¡Vuelve a la cama!

.-Padre, madre, no puedo dormir.

.-¿Cómo que no puedes dormir?

.-No, no puedo. Quiero deciros una cosa.

.-¿Qué cosa es? ¿Qué te pasa?

.-Es que yo quisiera no volver al trabajo

.-¿Cómo? ¿Mi hijo hecho un vago?

.-No, padre; Yo volvería con gusto al trabajo, pero me parece que Dios me llama… quisiera ser sacerdote.

 

Mi padre se puso pálido como una pared de la cocina, y mi madre se echó a llorar. Se miran. Entonces mi padre añade: está bien; podrás marchar al seminario y continuar estudiando, y yo volveré al trabajo y me sacrificaré con tal de tener este honor de contar con un hijo sacerdote.

Poco después, cuando volví del seminario para las vacaciones encontré las cosas muy cambiadas. Yo tenía mis amigos de la escuela hijos de obreros como yo, mis mejores amigos. A menudo más inteligentes que yo y más piadosos que yo. Pero cuando me encontré con ellos en mis vacaciones ya estaban cambiados. Ya habían abandonado la Iglesia; no querían reconocerme como su mejor amigo porque yo iba a ser sacerdote y ellos iban a ser obreros. Quedé herido para toda la vida por aquella experiencia: Mis jóvenes camaradas se han perdido y yo, que a mis 10, 11 años era menos piadoso que ellos, menos inteligente que ellos, llegaría a ser sacerdote porque se me había dado permiso para ir al seminario.

Desde entonces comencé a hacer indagaciones: rne pregunté: ¿acaso sucederá lo mismo en todas partes? ¿Ocurrirá igual en todos los países del mundo? Y comencé a informarme en las fábri­cas, en los talleres, en las oficinas; fui a Holanda, a Francia, a Inglaterra, a Alemania y Suiza con la misma pregunta en los labios. ¿Ocurre en todas partes lo mismo? ¿Será cierto que en todas partes los jóvenes que terminan la escuela abandonan la Fe o se corrompen al cabo de unas semanas de taller o de fábrica? ¿Será verdad que en todas partes se apartan de la Iglesia a pesar de haber nacido en familias o ambientes creyentes, de haber hecho la primera comunión, de haber tenido clase de religión en el colegio? Y, efectivamente, en todas partes sucedía lo mismo.

Entonces hice yo la promesa de dedicar todo mi sacerdocio para salvar a los jóvenes trabajadores, para ayudar a los jóvenes obreros que hubieran sido mis camaradas de trabajo, de no haberme llamado Dios.

Al tiempo de ingresar en Teología recibí un telegrama: «Ven pronto, papá está muy grave». Y tuve el tiempo justo de llegar a mi casa, de recibir la última bendición de mi padre, aquel pobre obrero que yacía en su lecho de muerte y de cerrar sus ojos: Él se había sacrificado para que yo pudiera llegar a ser sacerdote y allí mismo hice yo el juramento de entregarme por completo a la sal­vación de la juventud obrera del mundo, sellando definitivamente mi vocación.

 

LOS PRIMEROS JOCISTAS

Tres años después llegué al sacerdocio. Cursé Ciencias Sociales en la Universidad de Lovaina y después de cinco años como profesor de un seminario, a mis 30 años comencé con un joven trabajador la realización de mi proyecto. Con él iba a buscar a otros jóvenes trabajadores. Y después de dos, tres, después, seis… Y les dije: «Nosotros emprenderemos la conquista del mundo». Y la gente se burlaba de mí, sobre todo los sacerdotes que decían: «Ese es un loco: piensa que con los seis jóvenes tra­bajadores que cuenta, va a salvar a toda la clase obrera».

Muchos no querían creer. Hasta los mismos sacerdotes. Y, con este extremo, durante 13 años tuve que volver a empezar con otros y otras jóvenes trabajadores y trabajadoras,

¡Trece años! Siempre lo he recalcado a los neosacerdotes que inician secciones jocistas o que recomíenzan después de tres, cuatro, diez años de esfuerzos: «Comienza otra vez, vuelve comenzar siempre. No importa cuándo ni a qué edad. Recuerda «Los amó hasta el fin»».

Y por fin, después de tantos esfuerzos y jaques, pues resulta que la cosa marchaba viento en popa por todos lados. Mas entonces no faltaba gente piadosa que se decía: «Esto va a ser peligroso; éste excita a los jóvenes trabajadores, los aparta de otros jóvenes o de las parroquias. Está formando revoluciona­rios…» Entonces me dije a mí mismo: «Aquí no hay nada que hacer; iré a Roma a presentar al Santo Padre este proyecto de llegar a toda la masa de los jóvenes trabajadores». Como era natural todos se burlaban de mí comentario: «Qué pretencioso. Se figura que va a ser recibido por el Papa».

El Vaticano estaba a rebosar de gente. Yo no había estado jamás en Roma ni conocía a nadie. Había enviado una carta y había sido muy recomendado por el Cardenal Mercier. Me presen­taba allí sin conocer nada del protocolo ni de los usos de los medios romanos. Pero después de atravesar las salas del Vaticano, sin saber cómo, una puerta se abre y me encuentro en el despacho de trabajo del Santo Padre. Solo con él. Yo iba a poner­me de rodillas, pero olvidé todo cuando el Papa me dijo: ‘Venga, siéntese aquí a mi lado’. Estaba él inclinado sobre su mesa de trabajo, y se dirigió a mí con aquella vivacidad clarividente que caracterizaba a Pío XI diciéndome: «¿Qué es lo que deseáis?». Yo le dije: «quiero dedi­carme a salvar a la masa de los jóvenes trabajadores», y el Papa me dijo: «Por fin alguien viene a hablarme de la masa, de salvar a toda la masa: Se me habla todos los días de una élite de peque­ños grupos. No son élites lo que quiere la Iglesia. La Iglesia nece­sita la masa: una élite para llegar a la masa, militantes que sean fermento en la masa».

Y el Papa me habló durante una hora, a solas en su despacho, desbordando en su corazón paternal, pronunciando una frase que para mí era consigna: «El gran escándalo de la Iglesia es que ha perdido la clase obrera. La masa obrera sin la Iglesia está perdida, y la Iglesia está perdida sin la clase obrera».

Y terminó diciéndome: «Amigo mío, la J.O.C. no es su movi­miento, no es para usted, es mí movimiento. Es la Acción Católica tal como el Papa la quiere. Regrese a su país, organice la J.O.C. y no solo en su patria, sino que yo la espero ver también en el Mundo entero». Y asi, con la aprobación del Santo Padre y de todos los Obispos de Bélgica, se fundó oficialmente la J.O.C..

 

PIÓ XI CON LOS JÓVENES TRABAJADORES

Aún no había más que una pequeña J.O.C., en sus comienzos, que solo contaba entonces, con algunos centenares de miembros. Pero desde que, con la aprobación de los Obispos, había contado ya con militantes de ambos sexos comenzó a desarrollarse con una rapidez insospechada: Se extendía como una polvareda. Dos años más tarde volví a estar con e( Santo Padre, que seguía muy de cerca el avance de la J.O.C. Me dice:

.-«¿Cómo no progresa con más rapidez? ¿es que aún hay quienes no creen en la J.O.C.?»

.-«Así es, aún hay muchos que no la aceptan.» Entonces me dice:

.-«Ven pues a Roma con tus jocistas. El Papa manifestará a todos, aún a los sacerdotes, a los Obispos, a toda la Iglesia, lo que piensa de la J.O.C.».

 

A mi regreso repito las palabras del Santo Padre y los jocistas comienzan los preparativos de la peregrinación. La gente comen­taba: «Esto es una locura, hacer gastar tanto dinero a jóvenes trabajadores…, esto va a costar millones…» Llegamos pues a Roma con 1.500 jóvenes obreros cuya mayor parte vestía en ropa de trabajo cuando el Papa nos recibió duran­te 3 horas, dando a besar el anillo o las manos a los que alcanza­ba. Los jóvenes se amontonaban a su paso. Algunos le decían: «Mis padres son comunistas…»

El Papa les habló durante casi una hora diciéndoles: «Vosotros sois los misioneros en los medios de trabajo, los misioneros del interior… Vuestra misión es llevar a Cristo a todos los ambientes de trabajo, a todos los jóvenes obreros del mundo…»

En 1935 teníamos alrededor de 2.000 secciones locales y nos reuníamos en congreso 100.000 jóvenes obreros y obreras. Pero lo que nos llena de esperanza son las nuevas familias que surgen, los jóvenes, jefes y militantes en los ambientes de trabajo, la certeza de tener en el futuro un movimiento obrero adulto, con cuadros formados desde la juventud para un apostolado de vida, en la escuela de la J.O.C.

Joseph Cardijn.
Conferencia pronunciada en 1949 en la universidad de Comillas.